Fernando Ruso Pepe Barahona

“El obispo se cree que tengo un millón bajo el colchón”, asegura Antonio, cura de la diócesis de Cádiz y Ceuta apartado de su parroquia desde hace dos años. Su superior, el obispo Rafael Zornoza Boy le acusa de haberse llevado 768.173,05 euros de las cuentas de la parroquia de Vejer de la Frontera provenientes del arriendo de unas tierras de la Iglesia. El sacerdote, que lleva años cargando con el sambenito de ser un ladrón, le replica con una denuncia ante el juzgado de lo Civil por hasta cinco delitos.

Este es el último capítulo, por ahora, de una odisea que empieza mucho antes, en Guinea Ecuatorial, el lugar en el que el cura Antonio se topó con el que hoy es su hijo, un chico desvalido y enfermo. Y por el que se vio envuelto en una trama de extorsiones de la mafia que cambiaron su tranquila vida de sacerdote. Su historia —que cuenta a EL ESPAÑOL a sabiendas del octavo mandamiento— empieza así.

Cuenta el cura Antonio Casado, de 57 años y nacido en Sevilla, que no sabe cómo llegó a ser cura. Inspirado por los Salesianos con los que se educó, decidió entrar en el seminario de San Telmo, en la capital andaluza, después de estudiar Magisterio y trabajar como tal para la Diputación de Ciudad Real. Fueron tan pocas las esperanzas que su padre, militar y de nombre Pedro, tenía depositadas en él que solo le pidió una cosa: que aguantase en el seminario al menos un año. Y lo cumplió.

El Padre Casado preparándose antes de oficiar misa. Fernando Ruso EL ESPAÑOL

Su madre, de nombre Juana y empleada de una tintorería de Córdoba antes de enrolarse en la vida castrense de su marido, no vio con buenos ojos que su único hijo se hiciera sacerdote. En la familia apenas había antecedentes de religiosos, aunque eran de misa los domingos.

El cura Antonio se ordenó sacerdote en Sevilla un 12 de junio de 1993 en una multitudinaria misa oficiada por el Papa Juan Pablo II en el pabellón de deportes que lleva su nombre. Después lo destinaron en Algeciras, Vejer de la Frontera y a Roma, donde acabó sus estudios de Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana.

A Antonio nunca le gustó la Filosofía. Fue a Roma a cumplir con el deseo de su obispo en Cádiz, Antonio Ceballos Atienza. “Un hombre bueno, un santo”, apunta el cura, que ingresó con ese movimiento ideado por su superior en la primera plantilla de profesores del seminario de Cádiz. Durante unos años, Antonio compatibilizó su labor docente con su quehacer en la parroquia de Zahara de los Atunes.

El accidente

Quiso el destino que, a kilómetros de la costa gaditana donde el cura vivía sin sobresaltos, en Matillas, provincia de Guadalajara, el sobrino de uno de sus mejores amigos desapareciera en un accidente de moto. Meses antes, la familia del joven, natural de Fuenlabrada, quiso alejarse de la ciudad para apartarlo de la influencia de las drogas. Eran los noventa y la heroína hacía estragos en la urbe. Pero la mala suerte tuvo otro plan para el joven. Nadie sabe si al chaval lo arrolló un coche o, en un despiste, su cuerpo podría haber llegado a una acequia por la que transcurría un gran caudal de agua. La moto quedó en el arcén, el cuerpo apareció semanas después a kilómetros de distancia, movido por el torrente de agua.

En los días de incertidumbre, cuando aún no se sabía nada sobre el paradero del chico, a Antonio le sonó el teléfono. Era su amigo, también sacerdote, pero destinado en Guinea Ecuatorial. Después de mucho hablar, ambos acordaron una permuta. Antonio se iría a África y el amigo a España para estar con la familia en pleno trance.

En tiempo récord, y en una época de plena tensión entre el Gobierno de Aznar y el presidente de Guinea Ecuatorial, Teodoro Obiang Nguema, Antonio consiguió su visado gracias a que Jaime Mayor Oreja, por entonces ministro del Interior, movió los hilos necesarios. “No fue fácil, me consta que pagó de su propio bolsillo”, recuerda el cura.

Ya en Guinea, Antonio trabajó como docente en un colegio regentado por los Salesianos. En paralelo fue designado capellán del orfanato de Nuestra Señora de la Almudena, en Malabo —la capital—, gestionado por las monjas de la congregación Misioneras de la Inmaculada, nativa de Guinea, la primera en tener monjas negras.

El cura “blanco” 

“Me encontré un orfanato repleto de niñas y niños. No desnutridos, pero sí provenientes de situaciones muy complicadas. Sin padres ni madres y con familias incapaces de mantenerlos”, relata Antonio.

El Padre Casado durante la oración de la tarde. Fernando Ruso EL ESPAÑOL

Cuenta el sacerdote que allí él era “el blanco” y que ante cualquier problema grave las monjas negras acudían al cura blanco. “Llegaban niños muy enfermos y había que evacuarlos a Europa, porque allí no podían recibir las atenciones necesarias para salvarlos —explica Antonio—; si yo hubiese sido francés o alemán, los niños habrían ido a Francia o Alemania, pero yo era español y la única posibilidad que estaba en mi mano era llevarlos a España”. “Y así saqué a varios”, recuerda el cura.

—¿A cuántos?



—Prefiero no decirlo, porque eso no se debe hacer. Se puede hacer, pero bordeas la ley. Pero, ante todo, soy cristiano…

Cuenta Antonio que la evacuación es legal, que todas se hicieron con el permiso que le expedía el cónsul de España en Malabo. “Al llegar a España reciben el trato de desamparo, porque entre ambos países no hay acuerdos. Una vez curado, tienen la obligación de regresar a Guinea, a no ser que alguien los adopte en España”, desglosa el sacerdote.

Aprovechando una de sus vacaciones, Antonio se llevó a España a un niño de apenas dos años al que en este reportaje, por petición del sacerdote y para proteger su anonimato, llamaremos Anselmo.

Ambos estuvieron más de un mes en la Cruz Roja de Córdoba, tratando de que el pequeño prosperase. El chiquillo, ya fuera de peligro, acabó de embarnecerse gracias a los cuidados de Antonio y de su madre, Juana, para la que aquel niño desvalido de Guinea fue un regalo que le ayudó a sobrellevar su viudez.

“Mi papel en esta historia es traer al niño, dejarlo con mi madre y volverme a Guinea. No hemos cometido ninguna irregularidad”, asegura. “Sí y no”, duda Antonio, que sigue: “Roza la irregularidad, porque el niño tendría que haber vuelto. Pero este chico no tenía a nadie. Porque la madre había muerto y el padre no se sabía quien era. Lo habían dejado en la puerta del orfanato. ¿Para qué iba a volver? Si a los once años lo hubiesen echado del orfanato. Mi madre había pasado cinco años cuidándolo y ya le tenía mucho cariño”.

De vuelta a Guinea, fueron muchos los que recomendaron a Antonio que regresase a España a iniciar el procedimiento de adopción. “Yo no quería, pero mi madre era muy mayor para hacerlo”, recuerda el sacerdote. “Mis superiores me avisaron de que hacerlo desde España sería mucho más sencillo, así que hablé con el obispo, que me mandó a El Colorado”, sigue.

En esta barriada de Conil de la Frontera (Cádiz), en la parroquia de Nuestra Señora de Fátima, Juana, Antonio y Anselmo fueron felices. Los vecinos fueron testigos de cómo ese pequeño llegado de Guinea fue creciendo y dejando atrás la debilidad con la que llegó.

Nuevo obispo

“Pero cambió el obispo”, advierte Antonio. “Me dijo que me tenía que ir”, recuerda. Después de varios dimes y diretes, el sacerdote aceptó su nuevo destino en Vejer de la Frontera, donde pasó seis años no tan felices como los anteriores. Allí empezó a recibir extorsiones de “españoles y funcionarios de Guinea” bajo la amenaza de llevarse a su hijo y desbaratar todo lo recorrido en el proceso de adopción.

Anselmo (nombre ficticio) 'hijo' del padre Antonio.

“Era una mafia, no se acababa nunca”, confiesa Antonio. Lo que empezaron siendo pequeñas cantidades camufladas en trámites burocráticos acabaron siendo una losa para la economía familiar. “Me pidieron mil o dos mil euros, pero vieron que yo les pagaba y siguieron. Tengo recibos de las transferencias bancarias que lo demuestran”, asegura.

—¿Cuánto?

—Mucho. [Silencio]. Se calcula que podía ascender a 300.000 euros.

Cuenta Antonio que nunca dudó en pagar. “Conocía bien Guinea, es un país peligroso. Es de temer. Yo he visto a gente matar en Guinea. Y claro que pagué”, justifica. En ese tiempo se endeudó con préstamos personales. Incluso hipotecando la casa de su madre en Córdoba, que acabó vendiendo. “Quería esperar a que Anselmo llegara a la mayoría de edad para asegurarme de que no corría ningún riesgo, entonces lo puse en conocimiento del obispo y de la Guardia Civil”, razona el cura.

“Pero el obispo no me creyó”, lamenta Antonio.

De su confesión salió otro tema, el dinero de las rentas de unas tierras que la parroquia de Antonio tenía en Vejer de la Frontera. Explica el sacerdote a EL ESPAÑOL que muchos ricos legaron sus bienes a la Iglesia para el mantenimiento de los pobres. Por el arriendo de dichas tierras la parroquia llegaba a percibir miles de euros que Antonio gestionaba a su antojo. Algo que quiso zanjar el nuevo obispo de Cádiz.

—¿Pero cuánto dinero entraba en la parroquia?

—Eso era increíble. No lo sé, porque no yo manejaba el dinero. Siempre fui de letras, y nulo de matemáticas, y cuando llegué a la parroquia lo primero que hice fue poner al frente de las cuentas a un administrador. Pero en las cuentas podía haber un millón de euros. Esa parroquia también se encargaba de la gestión del cementerio, que dejaba un millón al año.

Para controlar las cuentas de la parroquia de Vejer, el obispo de Cádiz ordenó al sacerdote darle el 90 por ciento de las rentas para un fondo para el clero. Algo que acabó produciéndose después de muchos dimes y diretes entre ambos. Por el camino, Antonio acabó siendo acusado de blanqueo de capitales y de haberse “estado transfiriendo periódicamente determinadas cantidades de dinero desde las cuentas de la parroquia a la suya propia […] sin que dichas transferencias respondan a intereses de la parroquia”, dice la denuncia canónica que existe contra Antonio.

768.173,05€ de la discordia

Según los cálculos del obispo Zornoza, la cantidad transferida asciende a 348.173,05 euros; a la que según la denuncia canónica hay que sumar otros 420.000 euros de disposiciones en efectivo y cheques “sin aparente justificación parroquial. En total, el monto se va a 768.173,05 euros.

—¿Dicen que se ha llevado 300.000 euros?

—Sí, y es mentira.

—¿En algún momento ha cogido dinero de ese fondo de las rentas?

—Para mí no. Nada. Para pobres, puede ser.

—¿Y para las extorsiones?

—Bueno, he podido coger ese dinero para dárselo a un compañero. Eso se ha hecho siempre en Vejer. Al ser una parroquia muy rica todos los párrocos han repartido para suplir las necesidades de otras parroquias de pueblos de alrededor. O también le daba dinero a familias que no podían pagar la luz. Podías pagar lo que te diera la gana. La caridad en la Iglesia es secreta. He usado parte del dinero para ayudar a la gente, y a defenderme de las extorsiones.

El Padre Casado durante la oración de la tarde. Fernando Ruso EL ESPAÑOL

Cuenta Antonio que cuando fue a contarle lo sucedido a la Guardia Civil, también le contó a los agentes que había usado dinero de ese fondo para pagar a sus extorsionadores. “Ellos me contestaron que no había ninguna ilegalidad. No era delito. Que yo era el administrador de ese dinero y que podía hacer con él lo que me diese la gana. Salvo que el obispado me denunciase”, defiende el cura.

—¿Y le ha denunciado?

—No, nunca. Solo canónicamente. Y no puede denunciarme ante la justicia ordinaria porque si me denuncia tiene mucho que demostrar. Y no puede.

Antonio denuncia que el obispo Zornoza se ha ganado la enemistad de muchos sacerdotes y religiosos en Cádiz. “Su abuelo fue fundador de Mutua Madrileña y ha vivido siempre en el barrio de Salamanca. Sus amigos son la Koplowitz, Rato, Florentino Pérez… Es el típico rico madrileño que no ha salido nunca de esa zona. Nunca había estado en Cádiz. Su criterio es empresarial y se ha encontrado con el carácter gaditano. Piensan que somos todos unos indígenas y quiere poner orden y hacer lo que les dé la gana. Ha puesto fundaciones a su nombre, pisos a nombre de fundaciones ficticias… Hay sentencias que avalan lo que digo, ha echado a unas capuchinas nonagenarias del convento de San Fernando porque pretendía hacer un hotel”, denuncia el cura Antonio.

EL ESPAÑOL ha hablado con fuentes del obispado, que han renunciado a hacer declaraciones al respecto. Argumentan que el caso está en manos de la Guardia Civil.

Actualmente, y después de que hace un año se celebrase el juicio canónico contra Antonio del que aún no hay veredicto, el sacerdote de Vejer sigue sin destino. Oficia misa diaria en soledad y sigue en contacto con su feligresía, que colabora con él dándole alimento y cobijo.

Asegura estar cansado de que nadie oiga su versión. Ha escrito cartas a todo el mundo, también al Papa Francisco, del que le gustaría recibir una llamada. Ha sido tal la incapacidad de dialogar con la jerarquía de la Iglesia que ha decidido llevar las acusaciones del obispo Zornoza a los tribunales civiles. Le acusa de cinco delitos: revelación de secretos, calumnias, injurias, omisión del deber de impedir delitos o de promover su persecución y de falso testimonio. Y espera que la denuncia obligue al obispo, “que siempre se pensó juez y parte”, a mover ficha.

El Padre Casado preparándose antes de oficiar misa. Fernando Ruso EL ESPAÑOL

“Yo solo pido volver al ministerio, poder ejercer”, reclama el cura Antonio, que vive en una casa de alquiler con su hijo Anselmo.

—¿Qué echa de menos de la vida de sacerdote?

—La vida parroquial. El trato con la gente, con las catequesis, con Cáritas…

—¿Se arrepiente de algo de lo que ha hecho?

—No, solo de la manera de hacerlo, pero es que las circunstancias me han obligado.

—¿En algún momento ha flaqueado su fe?

—No, al contrario. Lo pasas mal. Ves que la propia Iglesia, en vez de ayudarte, te putea. Pero también ves a gente que, sin conocerte, se haya volcado conmigo y me han dado muchísimo. He conocido a personas que no imaginaba. Esa es la gracia de Dios. Nunca he tenido fe en la Iglesia, en la institución, en la estructura, en la que nunca he creído y me ha puteado. El propio Papa dice que hay que cambiar la Iglesia.

—¿Qué le pide a Dios?

—Yo le pido a Dios por mi conversión. Por creer realmente en Dios. Y sé que no estoy convertido, que no soy cristiano de verdad. Para serlo de verdad tendría que ser Jesucristo, y no lo soy. Por eso pido todos los días, para que me convierta en lo que Jesús pide de mí.

El cura y su hijo, nacido en Guinea Ecuatorial, cogidos de la mano. Fernando Ruso EL ESPAÑOL

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