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Se llaman Fernando Lezaeta Hurtado y Luis Aguirre García. Uno nació en Antofagasta (Chile), en la costa del Pacífico, el 30 de noviembre de 1958. El otro, en el Hospital de la Inclusa de Madrid, el mismo día. Lo acreditan dos pasaportes, dos registros de nacimiento y dos partidas de bautismo con los sellos oficiales de cada país, en los que sólo coinciden las fotos y las fechas. Ambos son, en realidad, la misma persona.
Fernando, el nombre que elige en la actualidad, es un bebé robado. Fue "secuestrado", en sus propias palabras, a los cuatro días de vida por Félix Álvarez-Arenas Pacheco, miembro del Estado Mayor del Ejército franquista y posterior ministro, y entregado a un matrimonio al otro lado del mundo. El encargo partió del nuevo 'padre' del pequeño, Fernando Lezaeta Castillo, coronel, mentor y amigo personal de Augusto Pinochet, a quien legó su cargo al frente del regimiento Esmeralda. La petición fue clara: "Un niño rubio con ojos azules". El precio por su vida: 502.000 pesetas de la época, equivalente a 130.000 euros a día de hoy según el INE.
"El último ministro del Ejército de Franco me vendió a un amigo de Pinochet", rememora Fernando hijo por teléfono a EL ESPAÑOL. Así lo atestiguan decenas de cartas enviadas entre los dos militares entre los años 1958 y 1965, en que se describe detalladamente la maniobra del presunto secuestro, encubrimiento y posterior envío a Chile. "Me robaron a los cuatro días de nacer y el Gobierno nunca me ha dejado investigar cuál es mi verdadera familia", lamenta.
Llegó al nuevo hogar el 11 de mayo de 1959, con seis meses de edad y un visado de turista, cuando todavía se llamaba Luis. Le inscribieron en el Registro Civil en octubre como hijo natural, nacido en Antofagasta, y le pusieron el nombre de su supuesto padre. Dieron fe del nacimiento una matrona y su nueva madre, Inés Hurtado Echenique, "tía segunda" del actual presidente de Chile, Sebastián Piñera. En ese momento, Luis Aguirre murió y resucitó como Fernando Lezaeta.
El "niño robado" tiene ahora 63 años, ha cambiado el cabello rubio por uno más plateado y los ojos azules que le valieron el presunto secuestro ya no brillan como entonces. Aun así, sigue siendo el mismo: Fernando en Chile y Luis en España. Consiguió la doble nacionalidad en 2012 y tiene dos pasaportes con dos nombres diferentes, las dos identidades que le han acompañado toda la vida. Sus asuntos pendientes: encontrar vestigios de su familia biológica, a la que lleva 10 años buscando, y buscar justicia contra quienes le robaron la vida.
“Robado y vendido”
Lo recuerda como si fuera ayer. Un adolescente de 15 años que no se parece a nadie de su familia, y no entiende, y explota. Se enfrenta a su padre, el padre le calma, y le sienta frente a una mesa de escritorio. El militar mira al niño y abre un cajón con llave. De ahí empieza a sacar papeles, billetes, cartas y documentos, todos con su nombre. Un pasaporte de España tiene grabada su foto de bebé, la misma que cuelga en el salón. Suspira y le cuenta la verdad: sabe que su relación está a punto de cambiar para siempre.
“Me dijo que él y mi mamá habían perdido un niño y habían adoptado otro, a mí”, cuenta Fernando a este periódico. “Ahí me dio todos los papeles para averiguar mis orígenes, pero entonces me di cuenta de que no era adoptado: me habían robado y me habían vendido”, rememora. Lo repite vivaz, cansado, como un mantra que ha sonado ya demasiadas veces en su cabeza y que, a fuerza de la costumbre, ve tan real como su reflejo. Tiene 63 y muchas dudas sobre quién es. Para empezar, si su madre lo entregó a la Inclusa al nacer, si murió o si le secuestraron de la cuna.
Esta última, según él, parece la más probable. La cifra total de las transacciones, fianzas y billetes suma 502.000 pesetas, el precio de una vida que empezó a pagarse con el robo en el Hospital de la Inclusa de Madrid y terminó en el Registro Civil de Antofagasta, tal y como adelantó el diario chileno El Desconcierto y ha podido comprobar EL ESPAÑOL a partir de los archivos de Fernando. Aún a día de hoy no ha quedado clara la legalidad del proceso.
Después del primer niño perdido, el matrimonio Lezaeta-Hurtado no podía tener más hijos, así que los encargó. Contactaron con la Inclusa de Madrid por medio de Félix Álvarez-Arenas Pacheco, un oficial superior franquista que llegaría a capitán general y ministro del Ejército. Era amigo personal de Fernando Lezaeta padre, a quien había conocido durante los años 50 en la United States Army Caribbean School, un centro de entrenamiento sito en la Zona del Canal de Panamá.
El centro es más conocido por el nombre de Escuela de las Américas, una academia de guerra donde se adiestró a más de 60.000 militares y policías de América Latina especialmente en técnicas de tortura, chantaje y ejecución de insurgentes. Allí se formaron Manuel Antonio Noriega o Vladimiro Montesinos. Allí entablaron amistad Lezaeta y Álvarez-Arenas.
Cartas y secuestro
Las cartas entre Álvarez-Arenas y Fernando Lezaeta a las que ha tenido acceso este periódico son los primeros vestigios del presunto secuestro del pequeño. La primera de ellas, fechada un mes antes del nacimiento del bebé, demuestra el primer contacto entre Lezaeta y Fernando Mellado, director del Hospital de la Inclusa de Madrid desde 1955 hasta 1961.
Mellado, uno de los hombres de confianza de Álvarez-Arenas, fue, en palabras de Fernando hijo, el instructor del robo y el encargado de encontrarle: “Rubio, con ojos azules [...], de la raza española que es la nuestra”. En la misiva, el coronel chileno menciona su privilegiada situación económica y social, resalta sus propiedades y se presenta como miembro de la “sociedad católica de Santiago”.
También pidió “una hermanita”, pero tanto el director de la Inclusa como Álvarez-Arenas le convencieron de que eso era imposible, ya que había “una larguísima lista de peticiones de niñas”. En su respuesta del 5 de noviembre de 1958, el oficial español hace la primera petición de dinero: 10.000 pesetas de fianza para enviar al bebé antes del proceso de adopción legal.
A las cuatro semanas, el 4 de diciembre, el recién nacido Luis Aguirre García ingresó en el hospital con “camiseta azul, pico de felpa, pañal, mantilla blanca de muletón, faja, faldón azul con florecitas y toquilla de lana blanca”.
“Me quitaron una vida”
Fue a partir de entonces cuando, salvada la tramitación militar, empezó la influencia religiosa y política. En medio de la operación de traspaso, siempre según las cartas, aparecen nombres como el responsable de negocios de la embajada chilena, Ramón Luis Rodríguez, el cónsul chileno Eduardo Callejo o el obispo de Antofagasta, Francisco de Borja Valenzuela Ríos, que recomienda al matrimonio de los Lezaeta por su “ascendencia segura”.
Por medio de Álvarez-Arenas, la embajada preparó un pasaporte a Luis Aguirre García, de pocos meses de vida, para tramitar su pasaje de turista y enviarlo a Chile. Durante el tiempo en que gestionaba el visado, el propio militar franquista y su esposa, Rosa María Cisneros Iglesias, acogieron al retoño en su casa. Entretanto, Lezaeta enviaba dinero "para regalitos y los demás trámites". El 8 de mayo de 1959, Luis Aguirre partió de Madrid rumbo a Lisboa, donde había de recogerle "la azafata de KML del vuelo KL791". De ahí puso rumbo a Santiago de Chile, un nuevo registro de nacimiento y una identidad cambiada para toda la vida.
—¿Ha perdonado a sus padres por lo que hicieron?
—Creo que tuve suerte con ellos. Me querían y me lo dieron todo. No me quejo de eso. Pero también me quitaron el derecho de ser español y estar con mi familia, que aún a día de hoy no he logrado encontrar. Me quitaron una vida y me dieron otra.
Esa vida empezó el 11 de mayo de 1959, el día en que Luis Aguirre, de seis meses de edad, desembarcó en Santiago de Chile por mediación de Mellado y Álvarez-Arenas. El 9 de octubre, ya en los brazos de su nueva familia y antes de cumplir un año, Fernando Lezaeta e Inés Hurtado lo inscribieron en el registro como su hijo natural y le pusieron el nombre del padre.
Según los cálculos de Fernando y su abogado, el matrimonio Lezaeta-Hurtado llegó a desembolsar un total de 502.000 pesetas, una auténtica fortuna tratándose del año 1959. Los documentos que preserva demuestran decenas de transacciones, comprobantes y facturas a través del Banco Exterior y el Banco Popular de España entre octubre de 1958 y mayo de 1959, todos con el objeto de encubrir y trasladar al pequeño de un país a otro bajo el paraguas de una falsa adopción que, añade, "también habría sido ilegal, pero menos sospechosa".
No obstante, aunque el proceso culminó con la llegada del niño y su posterior registro, la correspondencia a ambos lados del Atlántico no se detuvo hasta años más tarde, tras varias idas y venidas de facturas pendientes y depósitos bancarios que nunca llegaron. No duró mucho. El niño estaba donde debía, y eso era suficiente. Ahora, incluso más de 60 años después, Fernando sigue buscando un acta de adopción que, se teme, nunca ha existido. Lo mismo ocurre con su verdadera madre.
Buscar a una madre
Aunque guarda un buen recuerdo de sus padres, fallecidos él en 1996 y ella en 2005, no puede evitar pensar que, a pesar de todo, le secuestraron sin conocerle. Los dos le pidieron que mantuviera en secreto los papeles para evitar problemas con la Justicia, así que Fernando esperó. Hasta que no pudo más.
“Mi madre me pidió romper esos papeles o quemarlos. Le dije: ‘Cuando mueras se acabará mi familia, y necesito conocer mis orígenes’. Cuando pasó, guardé luto y ahora estoy intentando descubrir la verdad”, apunta Fernando. No sabe ni siquiera sus nombres, ocultos entre los registros de la Comunidad de Madrid, ni su procedencia. Ahora quiere llevar su caso a la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Sólo ha podido viajar a España dos veces en todos estos años, en 2011 y 2012. Consiguió la nacionalidad bajo el nombre de Luis Aguirre García, el que le puso su madre biológica, pero poco más. Ahora, jubilado y con cinco hijos, vive de la pensión, de las rentas de una parcela heredada y de vender salmones. “Me es demasiado caro viajar a España para buscar pistas, y en Madrid no me lo han puesto fácil para encontrar de dónde vengo. Creo que es mi derecho saberlo”, lamenta.
Lo dice por teléfono, a casi 10.000 kilómetros de su Madrid natal, aquel que no recuerda pero, dice, “olió a casa” la primera vez que volvió. Espera volver, con más inercia que ganas, y terminar lo que empezó hace 15 años. Con los ojos llorosos y las manos sudorosas, se decide por cuando acabe la pandemia.
Arrastra una pequeña maleta llena de toda una vida, incluso dos, y una carga de derrotas e incertidumbres de la que será difícil desprenderse. Todavía cree en encontrarla, a su madre, sea quien sea. Se imagina así, reflejado por primera vez en otra cara, y abrazándola como a alguien a quien apenas conoce, pero que dejará de ser una desconocida para siempre.