En la 'pequeña Ucrania' española tras un año de guerra: "Aquí estamos sin trabajo; allí, sin casa"
En Guissona, un pequeño pueblo de la provincia de Lérida, uno de cada siete habitantes es ucraniano. 350 refugiados llegaron aquí después del inicio del conflicto.
18 febrero, 2023 02:58Cuando el 5 de marzo de 2022 Irina llegó a Guissona, un pequeño pueblo de la provincia de Lérida, sintió el alivio de haber culminado una larga odisea. Nadie hubiera dicho que a sus 55 años, esta veterinaria de Járkov, al norte de Ucrania, escaparía de su ciudad natal reducida a escombros por las bombas, acabaría en San Petersburgo y desde allí emprendería un largo viaje por los países bálticos hasta Polonia, desde donde volaría a España y encontraría un lugar seguro.
Irina forma parte de los 350 ucranianos que, desde el inicio de la invasión rusa el 24 de febrero de 2022, se refugiaron en Guissona. La mayoría lo hizo atraída por un hecho anómalo: en este municipio leridano se concentra una de las mayores colonias ucranianas en España. Llegaron a mediados de los 90 y principios de los 2000 a trabajar en la Corporación Alimentaria Guissona (CAGSA), y se quedaron. Al estallar la guerra dijeron a los suyos en Ucrania que aquí, en medio del campo, tenían un lugar seguro donde quedarse y acudieron a la llamada.
Este éxodo tras el inicio del conflicto provocó, de un día para otro, que la población de ucranianos pasara a ser la más numerosa entre las 43 nacionalidades que conviven en el municipio. En la actualidad, de los 7.390 censados en Guissona, 1.283 son ucranianos. Es decir, uno de cada siete, el 17,3% del total. La cifra convierte a este pueblo en una pequeña Ucrania española, incluso un año después de la guerra, cuando permanecen en la localidad 165 de los 350 refugiados que llegaron al poco de estallar la contienda.
La mayoría se quedaron en casas de familiares. Pero otros, como Irina, lo hicieron en viviendas que ofrecieron voluntariamente los vecinos. En total, son 14 ucranianos quienes están actualmente en esta situación. Irina no tiene familia, ni en Ucrania ni en España, y terminó en Guissona en un avión fletado desde Varsovia por el filántropo, empresario y consejero delegado de seguros DKV, Josep Santacreu, quien dejó recientemente su cargo tras 25 años, por jubilación.
La familia de Santacreu es originaria de Guissona y en la primera planta de las dos que componen la casa familiar en el pueblo se aloja Irina; junto a Tamara, Viktoria y el hijo de esta, Dominik. No se conocían entre ellas y su situación las ha obligado a una convivencia forzosa que se prolonga ya varios meses. En Guissona están lejos del peligro de la guerra, pero no tienen trabajo ni hablan el idioma. Tampoco pueden volver a Ucrania como ya lo hicieron otras refugiadas en una situación similar.
“Aquí no tengo trabajo, pero en Ucrania no tengo casa”, se queja a EL ESPAÑOL Irina con la ayuda de un intérprete, Vasyl, quien lleva 23 años en el pueblo. “Los rusos bombardearon el edificio donde vivía. Eran 16 apartamentos y ya no queda ninguno. No queda ni el tejado”, lamenta, recordando la que fuera su casa en Járkov.
Desde hace un año, la escena se ha vuelto común en las calles y plazas Guissona, donde silos agrícolas comparten espacio en el propio núcleo urbano con edificios modernistas y medievales: con carritos, con sus hijos en brazos o de la mano, solas, de dos en dos... Son todas mujeres que han huido de la guerra y algún que otro anciano. Los hombres permanecen en Ucrania; en el frente, o empleados en diversas tareas para contribuir al esfuerzo bélico. La ley marcial les impide abandonar el país para reunirse con sus mujeres e hijos.
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En Guissona, refugiadas como Irina viven enganchadas a las noticias que leen en sus teléfonos y matan las horas, tratando de conseguir un empleo que nunca llega. Esperan impacientes el fin de la guerra que les permita el ansiado regreso.
Aunque se ha adaptado bien, el día a día de Irina en Guissona, como el de sus compañeras de piso Tamara y Viktoria, está marcado por el tedio y la batalla burocrática casi diaria para conseguir ayudas públicas con las que mantenerse. El desconocimiento del castellano y del catalán es una traba más que ahonda en su precaria situación.
En el Ayuntamiento, una persona, Júlia, se dedica casi exclusivamente desde hace un año, todas las mañanas, a ayudar con el papeleo a estas refugiadas. Ahora, en febrero de 2023, intentan conseguir los 463 euros del Subsidio por Insuficiencia de Cotización. Al igual que la búsqueda de empleo, la captación de ayudas se ha convertido en otra constante. Viven con la incertidumbre de saber si se las darán.
La larga huida
Detrás de las tres mujeres que viven en la casa familiar de los Santacreu en Guissona está la historia de una huida que, por el momento, no encuentra fecha de finalización. Irina, la veterinaria, se marchó de Járkov al poco de ser ocupada por las tropas rusas. Eran los primeros días de la guerra. Los rusos le dijeron que la única forma de abandonar la ciudad era en dirección a Rusia e hizo las maletas hacia Belgorod, al otro lado de la frontera. Desde ahí viajó en tren hasta Moscú, y desde la capital rusa se dirigió a San Petersburgo, con la intención secreta de pasar a Europa occidental.
En San Petersburgo, Irina vivió en instalaciones temporales que las autoridades rusas habilitaron para civiles ucranianos forzados a refugiarse en Rusia. Ahora, en la seguridad de su nuevo hogar en Guissona, muestra en la pantalla de su teléfono móvil las imágenes de aquellos días: “Vivíamos en polideportivos y no nos podíamos mover de ahí, hasta que un día decidí que me iría para no volver”, relata Irina.
A principios de marzo, la mujer ya había urdido un plan y se escapó en autobús hacia Narva, Estonia, a apenas 160 kilómetros por carretera de San Petersburgo. Cruzó la frontera con su pasaporte ucraniano. Desde Estonia, con la ayuda de sus ahorros, atravesó Letonia y Lituania hasta llegar a Varsovia. En el aeropuerto buscó comprar un billete de avión a cualquier país europeo para empezar de nuevo. Al menos, el tiempo que durase la guerra hasta que pudiera regresar a su casa.
Pero en la terminal de Varsovia la encontraron los voluntarios que la llevaron a España. El directivo de DKV Josep Santacreu, junto a Óscar Camps, de Open Arms; la monja argentina sor Lucía Caram, de la Fundación Santa Clara; el vicepresidente del F.C. Barcelona Eduard Romeu; el padre Ángel, de Mensajeros de la Paz, con la ayuda de empresas como Audax o la propia DKV, trajeron el 4 de marzo a Madrid a 220 refugiados ucranianos.
En el mismo avión viajaba Tamara, de 56 años y natural de Kiev. En la capital ucraniana trabajaba como costurera en una fábrica textil. Su marido y su hijo de 38 años siguen allí: “No están en el frente porque no tienen condiciones de salud para combatir, pero trabajan en la logística donde les ha puesto el Gobierno”, dice la mujer. “Yo tampoco puedo volver a mi casa, está en ruinas, y aquí es difícil encontrar trabajo. Con 56 años, ¿quién me va a contratar?”, añade.
Por su parte, Viktoria, de 25, natural de Luhansk, en la región separatista del Donbass, escapó a Kiev en 2014 cuando estalló el conflicto que años después daría pie a la invasión rusa. En la capital trabajaba como presentadora de concursos de televisión y se casó con quien hoy es su marido, Maxym. El pasado 24 de febrero, la joven tuvo que huir nuevamente, con su hijo Dominik, de 2 años y medio, dejando a su marido atrás. Este sigue en Kiev, donde trabaja para una empresa de seguridad privada.
Viktoria cruzó la frontera polaca por Przemyśl y desde ahí llegó a Varsovia. Tenía la intención de instalarse en cualquier país europeo. “Iba a decidir al azar, aunque ya había escuchado cosas buenas de España. Entonces me encontré a Josep [Santacreu] y me dijo que en su avión había sitio para mí y para mi hijo Dominik”, recuerda la joven.
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Como los demás, aterrizó en Madrid, y desde allí llegó a Guissona porque así le tocó en la distribución de lugares de acogida que hicieron las empresas y oenegés que fletaron el avión. El 25 de diciembre, en casa de los Santacreu, se encontró con Josep, quien la había rescatado del caos de la terminal de Varsovia. “Fue una gran casualidad. Yo no sabía que él era de aquí y nos encontramos por el día de Navidad con su familia”, dice Viktoria.
Al igual que Irina y Tamara, Viktoria lucha por encontrar trabajo. Pero en su caso, además de la barrera del idioma, se añade la dificultad de tener que cuidar del pequeño Dominik. “Hace unos días, una guardería se ha ofrecido a tener a mi hijo gratis ocho horas, pero sigo sin encontrar nada con qué ganar dinero”, señala en conversación con este periódico, con la esperanza de que su situación sea conocida y alguien le pueda echar una mano.
La mayoría del trabajo en Guissona se concentra en la industria cárnica, agrícola y alimentaria. CAGSA tiene su sede en el pueblo y su planta duplica en tamaño al municipio. Es la compañía detrás de la marca de alimentación y servicios BonÀrea, además de ser una de las principales productoras de piensos del país. Se trata de la empresa más grande de la provincia de Lérida, con 4.809 empleados. Cerró el último ejercicio con datos públicos disponibles, 2021, con una facturación de 2.250 millones de euros.
La primera familia
La primera familia de refugiados que llegó a Guissona desde Ucrania fueron las nueras y los nietos de Volodimir. Él es natural de Ivano-Frankivsk, a 130 kilómetros de Lviv, la principal ciudad al Oeste de Ucrania. Llegó a España hace 42 años, primero a Olot (Gerona), donde trabajó en una empresa textil. Luego encontró un empleo como primer oficial en la brigada de mantenimiento de BonÀrea en Guissona, donde finalmente se estableció.
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“Los primeros meses de 2022 ya veíamos que la situación estaba muy delicada entre Rusia y Ucrania. En cualquier momento podía haber una invasión. El 24 de febrero, nada más conocerse que los rusos habían comenzado a bombardear, llamé a mis nueras y les dije que vinieran aquí”, relata el Volodimir.
A los pocos días, después de otro largo periplo, llegaron a Guissona las nueras de Volodimir, Irina y María, junto a los hijos de ambas, Bogdan, de 8 años; Sofía y Olga, de 5; e Irina, de 3 años. Los hijos de Volodimir y padres de los niños, Taras y Nikolai, como todos los hombres, se quedaron en Ucrania. Sus mujeres e hijos se instalaron primero en casa de Magí, un vecino de Guissona que trabaja en el Ayuntamiento y que tiene buena relación con Volodimir.
“La casa se quedó pequeña muy pronto y expuse el problema al Ayuntamiento. Me dijeron que ya había otros vecinos que habían ofrecido sus viviendas, como el caso de los Santacreu”, dice Magí a este periódico.
Así, la familia de Volodimir terminó en casa de los Santacreu, donde Cisco, uno de los hermanos, se encarga de todo, al tiempo que atiende la Fundación que lleva el apellido de su familia en la parte trasera del edificio. Esta desarrolla actividades para personas con discapacidad. “Cisco es uno más de nosotros”, dice Volodimir.
La familia de Volodimir estuvo en el piso de los Santacreu hasta octubre, cuando desde Ucrania llamaron a Irina, médico radióloga, para reincorporarse a su puesto de trabajo. Lo mismo ocurrió con María, contable en una empresa química que reanudó su actividad. Cogieron a los niños y regresaron. La casa quedó libre para acoger entonces a Irina, Tamara, Viktoria y su hijo Dominik, que hasta entonces vivían en el piso de otro vecino, donde no tenían calefacción.
“No hay día que no tengan que esconderse en los refugios antiaéreos. Los misiles rusos alcanzan todo el país y pueden caer en cualquier sitio”, dice Volodimir sobre su familia, ya de vuelta en Ucrania. Desde que empezó la guerra, el hombre dedica sus horas libres a la pintura, una afición que cultiva desde hace años. “Todo lo que gano con mis obras lo entrego en forma de ayuda a mi país”, dice.
Bastión patriótico
En los meses previos al inicio de la guerra, la numerosa comunidad ucraniana de Guissona comenzó a organizarse para dar respuesta a la emergencia. Su principal punto de reunión fue la iglesia del pueblo, donde los ucranianos tienen una capilla dedicada al culto católico greco-ortodoxo, con sus propios iconos. Cuentan incluso con un sacerdote que oficia la misa en este rito particular, que comparten con la comunidad rumana del pueblo.
Allí, el coro que dirige Igor Gordetski, ha celebrado conciertos benéficos y otras actividades con el objetivo de recaudar fondos para el país. Lo mismo sucede en el otro punto neurálgico de la comunidad ucraniana en el pueblo, el locutorio que regenta Mykola Grynkiv, de 60 años, donde Volodimir ha expuesto sus obras de arte con fines benéficos.
Grynkiv, como la gran mayoría de ucranianos residentes desde hace años en Guissona, llegó al pueblo en 2001 con un precontrato de BonÀrea, cuando la compañía atraía a centenares de trabajadores del Este de Europa. Tras establecerse, trajo al resto de su familia. En la empresa trabajó como empleado de mantenimiento hasta que, tras una baja por accidente laboral, se puso al frente del locutorio.
El establecimiento se ha convertido en una especie de centro logístico de ayuda a Ucrania: las paredes están abarrotadas de símbolos patrióticos como banderas o fotos de los soldados que combaten en el frente. En los pasillos se amontonan cajas con material para enviar a las zonas más afectadas, desde chalecos antibalas de camuflaje sin placas, hasta medicinas y aparatos médicos avanzados que han conseguido comprar después de un incansable trabajo de captación de fondos.
“No solo enviamos ayuda humanitaria: enviamos todo el material que puede contribuir a la victoria de nuestros soldados en el campo de batalla porque la única manera de que acabe la guerra es ganándola”, dice Grynkiv, en referencia a los chalecos. El hombre solo tiene a su suegra, de 73 años, en Ucrania, pero está preocupado por la población sometida a los constantes bombardeos. “No miran a quién bombardean”, dice.
Grynkiv es también de Ivano-Frankivsk, como sus compatriotas Volodimir y Vasyl. En Guissona, la mayoría de ucranianos procede de las tres provincias del Oeste, fronterizas con Polonia. Es donde el sentimiento nacionalista está más arraigado. “Si no fuera por el impulso de estas provincias, ya habríamos perdido la guerra”, dice, por su parte Vasyl, el hombre que hace de traductor. “El resto del país tiene una confusión de sentimientos rusos y ucranianos, somos nosotros quienes empujamos para expulsar al invasor”, añade.
Emergencia normalizada
Jaume Ars, alcalde de Guissona, se siente orgulloso del esfuerzo de su pueblo para ayudar con la crisis ucraniana. “Todo el mundo se ha volcado con esta causa”, dice. Pero reconoce que, transcurrido un año, sus recursos comienzan a agotarse. “Estamos frente a una emergencia para la que teníamos respuesta, pero ahora, esa situación extraordinaria se ha normalizado”, dice en conversación con EL ESPAÑOL.
Poco antes del inicio de la guerra, el Ayuntamiento que dirige Ars se puso a trabajar con la comunidad ucraniana, con entidades benéficas como Cáritas y empresas como la propia BonÀrea. También implicó a los vecinos que, como Cisco Santacreu, no dudaron en dar una respuesta generosa.
El consistorio, por ejemplo, llegó a un acuerdo con la empresa de agua para que el suministro fuera gratis en las cuatro viviendas particulares de acogida que se encargan de los 14 refugiados sin familia arraigada que hay actualmente en el pueblo. El Ayuntamiento también dedica, desde hace un año y de forma casi exclusiva, a una empleada municipal que ayuda a las refugiadas con los trámites administrativos y a captar ayudas.
“Llegamos a abrir una hucha de donaciones privadas para hacer frente a esta emergencia. Alcanzó los 39.000 euros, pero ahora solo nos quedan unos 800”, dice Ars. “No tenemos ninguna ayuda y no sabemos por cuánto tiempo podremos ayudar a esta gente como lo hemos hecho hasta ahora”, dice.
“Hemos recibido todo el apoyo moral, del Estado, de la Generalitat, de la Diputación… Pero, ayuda material… Solo nos apoyaron haciéndose cargo del salario de una persona que trabajó en el Ayuntamiento de septiembre a diciembre de 2022. Luego nos la quitaron. La ayuda real, económica, ha sido cero”, lamenta el alcalde.
El regidor también incide en que otro de sus problemas es hacer labor pedagógica con otras comunidades que viven desde hace años en el municipio: “Muchos -de Senegal, de Marruecos, de otros países- me dicen: ‘¿Por qué ayudamos a los ucranianos pero no hacemos lo mismo por los nuestros, que también están sufriendo en sus países?’. Ahora todo el mundo quiere ayudar, con los terremotos de Siria y Turquía, a sus propios países, pero no podemos llegar a todo. Somos muy pequeños”, dice Ars.
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Con todo, el espíritu que la invasión rusa de Ucrania ha despertado en el cóctel multicultural de 43 nacionalidades que forman los 7.309 habitantes de Guissona, es innegable. En el mercado de frutas y hortalizas que se celebra una vez por semana, las refugiadas ucranianas hablan con costamarfileños que trabajan en la corporación alimentaria, las señoras guisonenses hablan de precios con los tenderos marroquíes… Todos conviven en un microcosmos que la invasión rusa solo ha hecho que consolidar.
El sábado 25 de febrero, los ucranianos de Guissona tienen previsto concentrarse una vez más para rememorar el inicio de una guerra que ha cambiado su país para siempre. Irina, Tamara, Viktoria y su hijo Dominik seguirán esperando la vuelta. De momento, con un horizonte demasiado borroso. “El tiempo pasa muy despacio, pero es mejor esto que nada”, concluye Irina.