Cientos de soldados vestidos con pieles, cintos de cuero y cascos con cornamentas hunden sus rodillas en un lodazal, espada en mano, escudo al pecho, mientras tres drakkares repletos de vikingos surcan las aguas del río Ulla. El éxtasis de la batalla. Los avezados marineros vociferan 'Úrsula', su grito de guerra, y emiten tal rugido que hasta los espíritus telúricos se estremecen con pavor. El cántico de lo salvaje. Los navegantes armados arriban a la bahía y desembarcan frente a los emboscados, que están envueltos en un barro tan oscuro como sus almas. Respiraciones nerviosas, miradas de plomo, los pechos suben y bajan avivados por un fuelle que sopla adrenalina.
De pronto, la marabunta de hombres que espera en tierra emerge de entre las viejas Torres del Oeste de Catoira, sus espadas cortan las matas de junquillos de la marisma verde que colinda la enfangada bahía; el escuadrón se une a los invasores que, tras bajar de los barcos, se hunden asimismo en el lodo. Entre unos y otros, casi doscientos vikingos, organizan un perfecto ariete para tomar la fortificación. La manada desprende un fuerte olor a alcohol, a sudor, a barro. Tras tomar su objetivo, desfilan, se escupen vino, se lanzan cieno, se enfrentan en un violento cuerpo a cuerpo, hierro y martillo en mano. Comienza el frenesí de la batalla, el desfase, un estallido de emociones que sólo se puede describir con la única palabra que define al ser humano en su estado natural.
Libertad. Es el leit motiv que hace latir los corazones de los hombres y mujeres que, desde 1960, participan en la Romería Vikinga de Catoira, una de las celebraciones más espectaculares de la vasta tradición festiva española, que este año celebra su 64 edición. Canonizada como Fiesta de Interés Turístico Internacional en 2002, la también conocida como Romaría aglutina cada año a entre 30.000 y 50.000 personas de todas las nacionalidades, hasta el punto de que se ha convertido en uno de los mayores activos turísticos de Pontevedra.
Esta celebración, organizada el ayuntamiento del concello, honra la memoria de aquellos gallegos que, entre los siglos IX y X, perecieron a golpe de espada en las costas de Galicia mientras trataban de resistir los sangrientos envites de los vikingos. Mientras los salvajes buscaban saquear las verdes costas de estas tierras custodiadas por espíritus de meigas y nubeiros, los nativos los arrostraban con valentía entre los patios de armas, saeteras y almenas de las Torres del Oeste catoirenses, pues este enclave de la Ría de Arousa era una de las llaves de acceso por mar hacia Santiago de Compostela; un punto estratégico de la España medieval.
Los vikingos, pesadilla de los pueblos cristianos, buscaban la sangre, la violación, el pillaje, el fuego que todo lo destruye. Sin embargo, un milenio después, las tornas han cambiado, y los que entonces eran temidos hoy son recibidos entre vítores y aplausos. El tiempo concede la redención a los fantasmas del pasado.
Entre salvas de petardos, rataplanes de tambores, rugidos del Gjallarhorn –similar a los tradicionales shofares, cuernos animales que se utilizaban como instrumentos ceremoniales– y, por supuesto, odres repletos de tinto e hidromiel con los que tanto vikingos como turistas riegan sus barbas y gargantas, los usurpadores nórdicos son abrazados con júbilo mientras desembarcan y recrean el pasado folclórico que amenazó a su patria.
"Para nosotros es libertad, es desahogo, es adrenalina, es olvidarte del mundo; ser tú, ser Odín. Todos mandamos. ¿Quiero pasar por ahí? Apártese usted", señala, teatral, Miguel Ángel Lorenzo, agente de seguros y vecino de Catoira reconvertido en vikingo. Lleva acudiendo a la Romería desde 1973, y la conoce como si fuesen la autopistas de hendiduras que surcan las palmas de sus manos. "Somos tan especiales que también somos los únicos que celebramos una derrota. Aquí entraron los vikingos, los normandos, buscando los tesoros de Santiago; luchamos contra ellos, a veces los contuvimos, pero al final acabaron pasando".
Lorenzo porta su cuerno, su casco de latón cuya guinda es el cuerpo disecado de una alimaña. No le faltan abalorios de combate con simbología vikinga, unas enormes cadenas de las que cuelga un medallón con reminiscencias de Thor y Odín; es pronto, pero las cervezas y el vino ya han hecho mella en algunos de los grupos que participan o participarán en la Romería. Estimulados por la copa dorada en la que brillan la luna, el fuego y el abismo del vaso que hace que las almas naveguen sin timón, se preparan para sumergir su alma en el placer efímero de la musa desquiciada de la embriaguez, pero también en el éxtasis de aquel puente que, recordaba Lorca, une pasado y entrega: la fiesta de España, que el corazón no engaña.
"Lo de los cuernos [se señala la cabeza] tiene su historia", continúa Lorenzo, ahora con un aura mística, la mirada huidiza y una media sonrisa en los labios. "Hoy hablan de ellos en el Bernabéu, en las películas, pero son originarios de aquí, los pusimos por primera vez en 1968 para tunear los cascos. Recuerdo a un religioso de Noruega que dijo: 'Bienaventurados los vikingos de Catoira, pues sus cuernos siempre serán postizos'". Emite una fuerte carcajada. "¡Siempre me negaré a que nos los quiten! ¡Los cuernos son intocables!". Acto seguido, el grupo, en el que también se encuentra su hijo, Abraham, líder de la comitiva, vocifera un grito de guerra al unísono. Están listos para la batalla.
"No nos disfrazamos: somos vikingos"
La Romería Vikinga se desarrolla durante semana y media. Sin embargo, el día culminante es el primer domingo de cada mes, el Día D de Desembarco, que es cuando, desde la ría de Arousa, se realiza el asalto de los tres drakkares que llevan a bordo alrededor de 70 vikingos –otros años los organizadores han contado con un galeón con capacidad para 90 personas más, pero se encuentra en reparación–.
Todo comienza a las 8:00 de la mañana, cuando los navegantes se pertrechan en sus casas y se caracterizan de vikingos. "No nos gusta que nos digan que nos disfrazamos", sentencia Miguel Ángel Lorenzo. Hacia las 10:00, un grupo de participantes acude al pantalán de las Torres del Oeste, en el que reposan las tres embarcaciones con velas. Una vez se lanzan al agua, esperan entre dos y tres horas para lanzarse a tierra y tomar las torres junto al grupo de 90 hombres y mujeres armados –entre ellos los Lorenzo– que les esperan en tierra.
"Todo el pueblo quiere participar defendiendo las torres frente a los ataques de los barcos", asegura Raúl Gómez Pato, concejal delegado titular de Cultura, Patrimonio, Promoción Turística y Deportes de Catoira, uno de los máximos responsables de la organización del festival. "El número de asistentes es variable, pero de los locales puede haber entre 150 y 200 personas. Después, calculamos que entre 40.000 y 50.000 visitantes participan en la Romería de una u otra manera", continúa el concejal, del BNG. "Mañana haremos un desembarco vikinguiño, destinado a que continúe la tradición. Van a desembarcar pequeños, desde bebés hasta chavales de 12 años, ya caracterizados, acompañados de sus padres, madres o tutores, y van a ser recibidos por más vikingos en tierra. Es una suerte de bautizo".
Además, este año se celebró en Catoira la reunión anual de Follow The Vikings, un proyecto transnacional financiado por el programa Creative Europe de la Unión Europea, cuyo objetivo es hacer que el patrimonio vikingo sea accesible y comprensible para el mundo entero. "Dieciséis representantes de distintos países vinieron... y no dieron crédito. Cuando enseñamos los vídeos del desembarco se quedaron boquiabiertos. En Noruega, Islandia, Suecia y Dinamarca hay muchas fiestas de este tipo, porque son los países de origen vikingo, pero hoy apenas reúnen a 500 o 1.000 personas. Compáralo con esto. Es como si un sevillano va a Japón y se encuentra con 50.000 personas bailando sevillanas".
PREGUNTA.– ¿Cómo nace la Romería? ¿Qué da origen a esta festividad?
RESPUESTA.– La Romería surge en el año 1960 gracias al colectivo Ateneo do Ullán, un grupo de intelectuales relacionado con el galleguismo y el nacionalismo. Lo hace con intención de conmemorar la resistencia del pueblo de Catoira a las invasiones vikingas. Posteriormente, la fiesta fue asumida por Cedonosa, una empresa de cerámica local, y más tarde por el propio ayuntamiento. Pasó de ser una romería centrada en la defensa de las Torres del Oeste a que, curiosamente, los vecinos y vecinas se identificaran más con los vikingos, por lo que nos convertimos en ellos. Más del 50% de catoirenses que llevan tatuajes en su cuerpo están relacionados con el mundo vikingo. Hasta ese punto es indisociable de nuestro adn. Nos identificamos totalmente con esa cultura, con esa realidad, en el sentido de que fue un aporte del cual nos apropiamos. Nos consideramos vikingos.
P.– ¿Existe alguna vinculación entre el nacionalismo y el mundo vikingo?
R.– Nosotros somos gallegos universalistas. Catoira no lo es menos. Estamos interesados en acoger a todo el mundo. Incluso desde el gobierno, que en este caso es nacionalista, queremos llevar tanto a Galicia como a los vikingos a todo el mundo. Básicamente, lo que pretendemos homenajear es el encuentro de dos culturas distintas. Las vecinas y vecinos de Catoira fueron inteligentes al hermanar la cultura foránea que venía a invadir la local, al conjuntarla. Al fin y al cabo, los vikingos fueron una de las civilizaciones que se cristianizaron más rápidamente; de hecho, Normandía, una zona absolutamente relacionada con lo vikingo, pertenece al mundo más cristiano.
P.– ¿Cuál es la repercusión económica del festival?
R.– Económicamente tiene una repercusión incalculable, porque somos un ayuntamiento pequeño y los restaurantes están a tope. Muchos bares han tenido que cerrar porque ya no daban abasto y sus dueños han preferido sumarse a la fiesta. Lo más importante es el valor inmaterial de la Romaría, que da significación a este enclave. Entendemos que mucha gente dice que la cultura no da dinero, pero nosotros estamos en el punto contrario. Santiago de Compostela es un ejemplo: sin catedral no tendría tanta relevancia. Nosotros, sin la Romería, tampoco. Nos hemos internacionalizado tanto que hasta tenemos un acuerdo con IGG [un desarrollador de videojuegos chinos, el segundo más importante del país] y su juego Viking's Rise, que nos da visibilidad mundial porque tiene más de 10 millones de descargas a nivel mundial y patrocina la celebración en todas sus plataformas.
P.– ¿Cuál es la importancia simbólica que tienen las torres?
R.– Hoy son Bien de Interés Cultural. Fueron el primer punto de defensa para evitar la entrada de los vikingos hacia Santiago de Compostela. Históricamente, los enemigos llegaban siempre por mar, pero también por río, lo subían, se iban encontrando enclaves interesantes, los saqueaban, hacían razias, en algunos casos se quedaban. Las torres son lo primero; por eso se dice que este pueblo es el sello de Galicia. Éramos la llave que cerraba la puerta de acceso o la abría a los vikingos.
Ya es de noche. Mientras los últimos vikingos participan en una rave a las afueras del pueblo, en el mercadillo medieval que cruza la avenida de la Estación se respira un ambiente alegre y festivo. En los puestos se venden cervezas tradicionales, hidromiel, artesanías manufacturadas, cuernos de bisontes o uros; un joven polaco, Lukasz, prepara una selección de cócteles tradicionales mientras arenga a los viandantes a que se sumen al espectáculo de fuego y luces que se celebra a escasos metros; allí, un escupefuego ilumina de rojo y naranja las calles del concello mientras, a su espalda, varios malabaristas seducen al público con sus movimientos de antorchas, tras las cuales estallan fuegos artificiales y petardos.
Al final de la calle, separadas del espectáculo de fuego por una argamasa humana de pieles de becerro, botas de cuero, cascos de latón, rostros quemados por el sol abrasador y turistas cautivados por el fastuoso despliegue de magín vikingo, las artistas Caamaño & Ameixeiras rasgan el violín y oprimen el acordeón mientras entonan la canción Quitar o aire. "Humo de la santa bahía, limpia el mal de este cuerpo", reza la letra. "Saca esta alma de pena, quítale el aire muerto. Verás las puertas del cielo floridas y decoradas, y las del infierno confundidas y abrasadas". Como un recital místico, el viento y la cuerda acallan la bulla y la jarana y envuelven a Catoira en un misterioso y hechizante letargo.