Gerard Van Swieten, holandés, fue el médico personal de Maria Teresa de Austria. Llegó a ser ministro de Sanidad, instauró las autopsias, fundó el Hospital General de Viena e implantó la vacuna obligatoria de la viruela... Pero tras una vida dedicada a la ciencia, Maria Teresa le encargó investigar la existencia de vampiros.
En aquella época, se había convertido en tradición, en algunas regiones del Imperio austrohúngaro, desenterrar cadáveres y clavarles una estaca en el corazón para que no revivieran. Estos actos eran tan frecuentes que la emperatriz envió a su hombre de mayor confianza para investigar qué había de cierto en esa bárbara costumbre.
En 1755, el doctor Van Swieten viajó a los lugares donde había vivido Vlad Tepes El Empalador (personaje que inspiró a Drácula), aunque el médico no estaba interesado en Drácula sino en los ritos de los campesinos. La conclusión de su informe fue simple y clara: "Los vampiros aparecen solo donde la ignorancia todavía gobierna".
Tras su investigación, la emperatriz dictó una ley que prohibía la profanación y exhumación, así como la decapitación y quema de cadáveres, un hábito que continuó realizándose durante varios años a pesar de las fuertes multas. Lo que pocos saben es que Bram Stoker se basó en la figura de Gerard Van Swieten para crear a un cazador de vampiros que se convertiría en una leyenda: Abraham Van Helsing. Realmente nunca lo creó como un cazador de vampiros, sino como un estudioso experto en síntomas y tratamientos de enfermedades raras.
Pero Gerard Van Swieten no fue el primer “cazador de vampiros” documentado de la historia, sino que fue un valenciano. Años antes, había luchado en la Guerra de Sucesión española y que exhumó y ejecutó a tres “vampiros” en Hungría. Su nombre: Juan Gil de Cabrera i Perellós, el conde de Cabreras.
La Guerra de Sucesión
En el año 1700 fallecía, sin dejar descendencia, Carlos II, el último Rey de la casa de Habsburgo que gobernaría España. En su testamento dejaba la corona a Felipe de Anjou, un Borbón nieto de Luis XIV de Francia, con la única condición de que renunciara a sus derechos al trono francés, condición que aceptó para ser coronado Rey como Felipe V.
Pero ese mismo año, Luis XIV declaró públicamente que Felipe no tenía porque renunciar a sus derechos como sucesor a la corona de Francia, lo que acabó provocando que a Holanda e Inglaterra les entrase el pánico por lo que pudiera ocurrir si España y Francia se unían bajo un mismo Rey.
Por ese motivo, en 1701, se firmó el Tratado de La Haya, que reunió en la conocida como Gran Alianza a Austria, Inglaterra, Holanda, Dinamarca y, tiempo después, a Portugal y Saboya, para proclamar como Rey de España al archiduque Carlos, hijo de Leopoldo I, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, bajo el título de Carlos III de España.
A partir de ese momento, parte de la península ibérica se convirtió en un campo de batalla donde se iba a dirimir al nuevo Rey de España, aunque la balanza estaba claramente inclinada hacia el Borbón, a quien respaldaba tanto el pueblo como casi toda la nobleza española.
Un cazavampiros exiliado
Tras su derrota, los soldados enrolados en las filas de los Habsburgo (o Austrias), fueron replegándose y se vieron obligados a huir al exilio a territorios italianos y austriacos en cantidades tan ingentes que en Viena se llegó a crear el Consejo Supremo de España para poder atender sus asuntos.
Entre estos exiliados se encontraba Juan Gil de Cabrera i Perellós, capitán del regimiento de infantería nº 10 de la Diputación del Reino de Valencia, antiguo Tercio de Infantería del Reino de Valencia, quien se enrolaría en los ejércitos de su majestad de Habsburgo, para luchar contra los otomanos que asediaban el sur de Hungría y la actual Rumanía.
En 1714 Cabrera servía como capitán de granaderos en el regimiento de Ahumada del Ejército austriaco, que acabaría fusionándose en el Regimiento Imperial nº50, o de Alcaudete, cuando le fue encomendada una peculiar misión.
El relato de lo ocurrido en aquellas fechas nos llegaría a través de un libro del benedictino Dom Antoine Agustín Calmet, considerado el primer vampirólogo de la historia, gracias a una carta que llegó a sus manos en la que el conde de Cabreras, título que el valenciano recibiría de Carlos VI por sus servicios a los Austrias, contaba su investigación de varios casos de vampirismo en la región en la que su regimiento se encontraba estacionado.
Los tres vampiros
Según cuenta Calmet, todo comenzó con un hecho escalofriante del que fue testigo un soldado que se encontraba de guarnición en la casa de un civil en la frontera húngara. Mientras este soldado estaba sentado a la mesa junto a su anfitrión, un hombre entró de repente en la estancia y se sentó con ellos ante el estupor del dueño de la casa.
Al día siguiente, el hombre que había hospedado al soldado falleció. Cuando preguntó lo ocurrido, le contaron que el hombre misterioso era el padre del anfitrión, que había muerto hacía más de diez años y que había regresado de la tumba para anunciar a su hijo su muerte. El soldado informó inmediatamente al regimiento, en donde se ordenó a Cabrera que investigara el asunto.
El valenciano se desplazó al lugar de los hechos junto a varios oficiales, un cirujano y un auditor e interrogó a cuantos pudiesen arrojar algo de luz al caso, ordenando, tras todo lo escuchado, que se exhumara el cuerpo, el cual descubrieron que se encontraba en perfecto estado de conservación tras 10 años bajo tierra. De hecho, parecía dormido, por lo que ordenó que se le cortara la cabeza y se volviera a enterrar.
En aquel momento, los vecinos le contaron de otros casos similares en regiones cercanas, como el de un hombre que también retornó a su hogar tras 30 años en el cementerio para chupar la sangre de uno de sus hijos, su hermano y un criado de la casa.
De nuevo, tras realizar interrogatorios y diversas investigaciones ordenó desenterrar a este hombre, al que encontraron como el primero, con su cadáver en perfecto estado, por lo que dispuso que le atravesaran la cabeza con un gran clavo y que lo devolvieran inmediatamente a su tumba.
Cabrera fue informado de un tercer “vampiro”, enterrado desde hacía más de 16 años, que también había retornado para chupar la sangre y causar la muerte de dos de sus hijos, al que también se exhumó. Viendo su estado, igual que los anteriores, dio orden de quemarlo y devolver sus restos a su lugar de reposo.
Tras realizar su informe, Cabrera fue enviado a la corte del emperador, quien ordenó que se enviaran a oficiales de guerra, médicos, cirujanos y sabios para examinar las causas de estos extraordinarios acontecimientos, que el español contó en la carta que recibiría años más tarde Dom Antoine Agustín Calmet.
¿Realidad o ficción?
Los hechos que se relatan en la carta fueron expresados por el propio conde Cabreras en 1730, en la ciudad de Friburgo de Brisgovia, su figura es real y estuvo al servicio de los Austrias en el sur de Hungría. También sabemos que los casos de vampirismo, en algunas regiones de Europa, han sido algo frecuentes desde hace siglos, motivo por el cual Maria Teresa de Austria, como ya contamos al inicio, mandó a su mejor estudioso e instauró leyes para evitar que este folclore se extendiese por su imperio.
Un dato que permite validar lo ocurrido, al menos respecto a las exhumaciones, es el hecho de que Cabrera utilizó con cada supuesto vampiro un método diferente de ejecución, algo que cobra sentido si tenemos en cuenta que, en cada región y cada pueblo, las costumbres serían diferentes.
A lo largo de la historia, el vampirismo ha sido confundido en múltiples ocasiones con enfermedades reales, por lo que es probable que en casos de epidemias la sugestión haya dado lugar a la histeria colectiva, relacionando males comunes con vampirismo. O no…