En 1811, el príncipe de Gales, el futuro Jorge IV, comenzó su proyecto de construcción de una nueva bóveda funeraria real en la Capilla de San Jorge. Dos años más tarde, durante los trabajos de excavación de un pasadizo, los trabajadores descubrieron accidentalmente varios féretros.
Habían encontrado la tumba olvidada de Enrique VIII, quien estaba enterrado junto a su tercera esposa, Jane Seymour, y al rey Carlos I, cuyo ataúd había sido ubicado allí en 1648, tras su ejecución. El príncipe de Gales ordenó al médico real que los examinase, descubriendo que el féretro de Enrique VIII estaba completamente destrozado.
Además, su cuerpo se había convertido en un esqueleto irreconocible y quebrado y parecía que había sufrido algún tipo de accidente, por lo que se cree que se cumplió una profecía que decía que el rey que tuvo seis esposas, que rompió con el Vaticano y que creó su propia iglesia para poder divorciarse, explotaría dentro de su ataúd y sus despojos serían comidos por los perros.
El nacimiento de una iglesia
Enrique VIII, tercer hijo de Enrique VII e Isabel de York, fue rey de Inglaterra entre 1509 y 1547 y pasó a la historia por ser el monarca que rompió con la Iglesia católica. Además, se le recuerda más por el trato que daba a sus esposas que por sus logros políticos.
En 1525, tras no haber conseguido tener descendencia con su esposa Catalina de Aragón, consideró el matrimonio inválido, por lo que pidió al Vaticano la anulación de su compromiso, algo a lo que el papa Clemente VII se negó. Enrique desobedeció a Roma y en 1535 se casó con Ana Bolena, motivo por el cual fue excomulgado. Un año después, mediante la llamada Ley de Supremacía, se proclamó líder de la tierra de la Iglesia de Inglaterra. Nacía la Iglesia anglicana.
Enrique se conservó en buena forma física durante buena parte de su vida, pero en 1536 sufrió un accidente durante una justa que le produjo una lesión que le impedía realizar actividad física. Esto, y las suculentas y grasientas comidas que ingería, hicieron que fuese ganando más y más peso, provocando que al final de su vida se viese obligado a permanecer postrado debido a sus casi 180 kilos.
Nadie quería hablar de ello
El 27 de enero de 1547, parecía más que evidente que el rey no permanecería mucho más tiempo en este mundo. Sin embargo, predecir su muerte era considerado traición, así que sus médicos no se atrevieron a anticiparle su inminente final.
Sería su leal mozo de cuadra el único con valor para adelantarle que se estaba muriendo, además de recordarle que, como cualquier otro hombre, quizá debería arrepentirse de sus pecados como buen cristiano. Se llamó al arzobispo de Canterbury para que confesara al rey y el 28 de enero, poco después de las 2 de la madrugada, fallecía en el palacio de Whitehall.
Su testamento ordenaba ser enterrado junto a una de sus esposas, Jane Seymour, la única con la que había tenido un heredero varón legítimo, en una bóveda bajo el coro de San Jorge, en el palacio de Windsor. Sin embargo, su última voluntad tardó varios días en cumplirse, pues su muerte se mantuvo en secreto e incluso seguían llevándole las comidas para mantener la ficción de que el rey aún estaba vivo. Durante ese tiempo, los embalsamadores no pudieron trabajar con el cuerpo y, cuando lo hicieron, la descomposición ya estaba bastante avanzada.
Explosión real
Finalmente, el 14 de febrero, el cadáver inició su viaje a Windsor. El rey fue colocado en un ataúd forrado con plomo sobre un gigantesco coche fúnebre tirado por ocho caballos dirigidos por niños. El enorme cortejo fúnebre tenía seis kilómetros de largo y estaba compuesto por más de mil aristócratas a caballo y centenares de personas a pie que los acompañaban.
La procesión se detuvo en la abadía de Syon a pasar la noche y el ataúd fue llevado a la capilla, donde ocurrió algo inimaginable. Debido a que los embalsamadores no pudieron hacer su trabajo en condiciones, la gran cantidad de fluidos corporales que desprendía el cuerpo del monarca hicieron que estallara, desparramando sus restos por los suelos y provocando que unos perros que se encontraban cerca de la capilla entraran en el recinto dándose un festín con lo esparcido tras la explosión.
Al día siguiente, arreglado el desastre, el cortejo reanudó su viaje. A su llegada, dieciséis miembros de la Guardia Real portaron su ataúd cubierto por un tapiz negro (quizá para ocultar el desastre ocurrido durante la noche anterior) hasta la capilla de San Jorge, donde fue depositado bajo la bóveda del coro, donde ya reposaba la madre de su hijo y heredero, Eduardo VI.
La tumba olvidada
El rey dejó dinero suficiente para que se rezaran misas diarias por su alma hasta el fin de los tiempos, pero su hijo las detuvo un año después y su tumba fue olvidada y abandonada durante 270 años.
Hay quien afirma que todo esto no es más que una leyenda. Sin embargo, cuando el príncipe de Gales examinó en 1813 el ataud del rey, lo encontró destrozado, al igual que su cadáver. Algunas teorías afirman que esto es debido al apresurado entierro de Carlos I, cuyo féretro probablemente chocó con el de Enrique, destrozándolo.
Otros, en cambio, aseguran que se cumplió la profecía que el fraile franciscano William Petow, había pronunciado el 31 de marzo de 1532 en la capilla de Greenwich, en su sermón delante del rey. En lugar de orar sobre la resurrección de Cristo, Petow predicó sobre un pasaje de la Biblia (1 Reyes 22:35-38) en el cual el rey Acab muere tras una batalla y los perros lamen su sangre.
Petow profetizó ese día que, si el rey no enmendaba su relación con la iglesia católica, acabaría igual que Acab. Quizá esta historia fue exagerada por los católicos, pero pocos dudan de que del ataúd del rey se filtraran líquidos que luego fueron lamidos por los perros, cumpliéndose la profecía.