El niño de San Ildefonso que no pudo cantar el Gordo de 1936 por el estallido de la guerra
Blas Cabello ensayó en Madrid durante semanas, pero la República se trasladó a Valencia y con ella, el Sorteo. Aquel 22 de diciembre el número premiado, con 15 millones de pesetas, fue el 5.287.
21 diciembre, 2016 17:24Noticias relacionadas
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Blas Cabello Cespedosa tiene 90 años pero es un niño perpetuo. Todavía conserva el soniquete alegre y cantarín con el que se identifica la felicidad navideña, un canto agudo e inconfundible con el que España se despierta cada 22 de diciembre para soñar por unas horas que un trozo de papel se transforme en una lluvia de millones. Los protagonistas de ese canto no son otros que un grupo de infantes peinados con la ralla al lado luciendo sonrisa y el uniforme de uno de los colegios más antiguos de España. Blas ensayó ese canto hace mucho tiempo, y lo hizo hasta que quedó grabado a fuego como la letanía sagrada con la que llevar alegría a los hogares. Blas no entiende de patrias ni de banderas porque sólo tiene una, la única de la que formó parte: el colegio de los Niños de San Ildefonso.
Pese al paso de las décadas, el recuerdo acude fresco al invocarlo. Su infancia transcurrió entre los años negros de la guerra y los de la posterior y gris dictadura. Más que el yugo y los sueños de las bombas, en su memoria perdura la melodía aguda y entrañable que ensayó una y mil veces entre los ocho y los 14 años. De todo aquello le quedó una asignatura pendiente, un único anhelo que se tornó imposible de resolver: el sueño de cantar el premio gordo de la Lotería de Navidad se evaporó por el estallido de la Guerra Civil en el 36.
“Fueron unos años muy felices, aunque a mi me pilló la guerra”, recuerda. Cuando las bombas empezaron a caer en Madrid, los responsables del colegio se llevaron a los niños a un lugar más seguro, a Villanueva de Geltrú, una localidad costera a 50 kilómetros de Barcelona. Todo ocurrió de un día para otro: “Nos cogieron , montamos en unos coches y a los dos días estábamos en Barcelona. De lo que estaba ocurriendo nosotros no teníamos ni idea. No nos dijeron nada. ”. Así, aquella generación del colegio se mantuvo aislada del conflicto que dividía España, pero perdieron una de las cosas que más ansiaban: cantar el Gordo de Navidad en el Palacio de Sorteos de la Lotería Nacional.
El Madrid navideño bajo las bombas
A Blas le sorprendió la Guerra Civil cuando había cumplido diez años y llevaba dos en el centro. Era el más joven de siete hermanos, y el único al que la familia inscribió en el colegio de los niños de la lotería. Desde el año 34, y durante los seis años siguientes, solo veía a su familia una vez al mes. “Mi madre se quedó viuda y no podía cuidar de mí porque tenía que trabajar. Por eso cuando tenía ocho me mandó interno al colegio de San Ildefonso”.
Como muchas otras cosas durante la guerra, el Gordo de Navidad de 1936 fue muy distinto a como había sido hasta entonces. En aquella ocasión fue la única en la que no se celebró en Madrid y la única en la que no cantaron los niños de San Ildefonso.
Por el mismo motivo, y tras el traslado del gobierno republicano a Valencia, el sorteo del Gordo de Navidad encontró una nueva sede en la capital del Turia. Era una solución momentánea. El Madrid de aquellos años se encontraba inmerso en plena batalla. Por ese motivo, advirtiendo que los bombardeos no cesarían en la ciudad, la República de Manuel Azaña se trasladó a Valencia el dos de noviembre de 1936. Y con la administración, el sorteo de Navidad. Los niños de San Ildefonso, ya célebres en el imaginario popular, se quedaron sin cantar los números de la fortuna. Lo hicieron, en sustitución, los del Colegio Imperial San Vicente Ferrer de Valencia.
El álbum de fotos de un niño del franquismo
Blas vive hoy en Vallecas, al lado del estadio del Rayo. Su casa, un pequeño piso de cuatro habitaciones, es un álbum lleno de instantáneas en blanco y negro de su juventud como niño. Recuerda los cientos de ensayos que los niños de aquel colegio llevaban a cabo para perfeccionar la técnica del canto de la lotería. “Ensayábamos durante varias horas dos veces a la semana”. Durante la conversación, solo un enorme reloj de cuco de los de antes interrumpe de cuando en vez el silencio, actuando como música de ambiente.
Sus manos temblorosas extraen una a una las fotografías en las que posa un joven repeinado y engalanado en medio de la calle Alcalá. Sus ojos arrugados repasan los recuerdos del niño cantor que fue.
-Mira esta, ensayando para el sorteo. Y esa, cuando nos pusieron a todos la boina de Falange.Y aquella, en una visita de la hija de Franco.
-¿Ese eres tú, izando la bandera?.
-Sí, sí, ese de la izquierda. Y ahí atrás, la hija de Franco: Carmencita.
La hija del dictador aparece en el centro de la imagen con la mano derecha en alto, haciendo el saludo de La Falange. La instantánea pertenece a una visita de la familia Franco al colegio, ya con la guerra terminada y los niños de vuelta en la capital. Los niños, sanos y salvos tras el conflicto, recibían en ocasiones las visitas de Franco y su familia.
Para preservar la inocencia de aquellos jóvenes, los responsables del colegio les alejaron del conflicto armado. Por eso, a Blas le viene a la cabeza el recuerdo de una infancia apacible cuando echa la vista atrás durante los años de la guerra. “Yo la guerra no la viví, porque en Villanueva de Geltrú estábamos muy tranquilos. Nos llevaron balones, juegos y de todo. Allí no nos faltaba de nada”. Solo en una ocasión tuvo consciencia de lo que sucedía en el país. Fue en ese viaje de camino a Barcelona cuando vio por primera vez las bombas cayendo desde el cielo. “Estaban los aviones, recuerdo el ruido y cómo bombardeaban. Preguntábamos a los profesores que qué pasaba. Y ellos nos decían: ‘No esto no es nada, aquí no pasa nada’. Pero por el resto, todo fue como si no hubiera habido guerra. Vivimos completamente apartados de la población".
Blas recuerda, emocionado, pese a la tranquilidad de verse alejado del conflicto, cómo lo más difícil de aquellos días fue verse apartado de su familia. Su madre se quedó con sus hermanos en Madrid durante la guerra. Durante meses no se pudieron ver. “Ella consiguió un salvoconducto para venir a verme, porque ella estaba en el otro lado, donde los rojos. Y a los pocos meses vino a Barcelona a verme”. De eso ya pasó mucho tiempo.
La crónica del sorteo
Mientras los niños de San Ildefonso estaban recluidos en Barcelona, el sorteo tenía lugar en Valencia. Formados en equipos de cuatro, los niños del San Vicente Ferrer comenzaron a cantar a las nueve de la mañana de aquel 22 de diciembre. Con menos expectación que otros años, según los reporteros locales. En sustitución del salón de sorteos de Madrid, una nave propiedad del empresario Nebot, la cedió voluntariamente. En ella, más de 2.000 personas presenciaron, en un escenario presidido por la senyera y la bandera nacional. Los niños del Colegio Imperial San Vicente Ferrer acudieron elegantes al evento. Pantalón bombacho, calcetines y jersey de lana. Era su día.
“Por primera vez en la historia de la Lotería española, desde que fue fundada en 1763, se celebró ayer el sorteo denominado de Navidad en Valencia, habiéndose trasladado aquí el parte del personal y útiles de trabajo de este departamento del Estado”. Así arrancaba la crónica del sorteo de la edición del día posterior en el Diario Pueblo. En plena batalla, el país se detenía unas horas para jugar a otra ruleta diferente a las balas: la ruleta de una fortuna cuya sonrisa podía revertir el futuro de algunos agraciados incluso en los peores momentos.
Sin embargo, el ambiente no dejaba de ser el de un país que se comía a sí mismo desde un lado y desde el otro, sumido en las ruinas y los escombros. Así lo percibían algunos diarios, como el periódico La Voz Valenciana. Al día siguiente del sorteo, el diario mostraba un cierto pesimismo con respecto al mismo: “Las trágicas circunstancias que ensangrientan la tierra española han impedido que el sorteo pudiera celebrarse en Madrid con su cola y su frío y su pintoresquismo famoso. Allí, con el mismo frío se está jugando con los números rojos de una lotería más trascendental”.
El Primer Premio tardó horas y horas en salir, tanto que el juego al que todos juegan en las fiestas navideñas se convirtió en una soporífera espera prorrogada durante toda la mañana. Tanto que el cronista lo reflejó al día siguiente a su manera: “ A partir de este instante, el acto perdió todo su interés, terminando a poco, pues no recordamos haya tardado nunca tanto el primer premio en salir del bombo”, escribía el Diario Pueblo. Mientras tanto, en Barcelona, Blas y el resto de sus compañeros sentían la nostalgia por algo que nunca pudieron vivir. “Yo aquel año me quedé con las ganas”, recuerda.
Al día siguiente del sorteo, algunos periódicos trataban de aleccionar a las tropas aprovechando la celebración del sorteo. El agraciado fue el 5.287, número vendido en Madrid y Reserva y premiado con 15 millones de las antiguas pesetas. El segundo, premiado con 6 millones de pesetas fue el 27.471, vendido en Valencia. El tercero se fue para Barcelona. Pero en la España de aquel diciembre, según los periódicos del momento, no había lugar para la alegría. “Ha terminado el sorteo. La guerra sigue. Duro y terrible contraste. Que nadie lo olvide. En la fortuna como en la desgracia hay que tener siempre fe en la vitoria. En la lotería de la Vida, como en la vida de la Lotería, el desánimo y la cobardía no juegan, no tienen número, ni color, ni signo. Para que la muerte nos llegue alguna vez hay que jugar con fe, aun a trueque de que no nos toque muchas veces. Para ganar la guerra hay que trabajar y hay que combatir con tenacidad permanente, hasta lograr la victoria final”.
El tiempo pasa para todos
Blas salió del colegio a los 14 años, en 1940. No perdió ni un minuto en ponerse a trabajar. “Había que ayudar en casa. Trabajé de albañil, luego abrí una tienda; después durante muchos años, en el mundo de la banca”.
“A los niños de este jueves les deseo mucha suerte. Y sobre todo, que no se equivoquen al cantar el número. Que lo canten bien”, señala. En últimos veinte años, el anciano que nunca dejó de ser aquel niño de la voz cantora recibió múltiples homenajes, le obsequiaron con la orla de honor del colegio, que aún luce orgulloso en cuanto tiene ocasión. Ahora vive solo en Vallecas, en la misma casa desde hace treinta años. Muchas cosas se le pueden olvidar a Blas tras casi un siglo de vida, pero lo que no se le borrará es el agudo gorjeo, el sonido de su número de la suerte, ese que juega cada año y que entona, en cuanto puede, como si fuera el Gordo de aquella Navidad en la que el destino del país le arruinó la oportunidad de canturrearlo: “Para mi, el trece es mi número de la suerte. A mí siempre me ha ido bien con él. Y se canta así: "¡Trecemiltrescieeeeentostreeeeceee! ¡Quince millooooneeeees de peeeeseeetaas!”.