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En una cárcel republicana aprendió a rezar y se negó a delatar a quien le había enseñado el catecismo. Beatificada hace unos días en Almería, habla una superviviente que la conoció.
12 de enero de 1939, finales de la Guerra Civil española. La tarde comienza a caer sobre la cárcel de mujeres de Gachas Colorás, en Almería capital, donde el gobierno republicano aún resiste frente a los alzados del bando nacional. Emilia la canastera, débil y delgaducha, grita de dolor mientras de su vientre nace su primera hija.
Tres mujeres atienden a la parturienta en una celda de castigo de apenas cinco metros cuadrados. La dirección del presidio la ha enviado aquí para que la joven, de 24 años, goce de cierta intimidad y dé a luz sobre un colchón sucio y agujereado por los mordiscos de los ratones. Cuando se va el sol, la noche se torna fría y húmeda tras aquellos cuatro barrotes mohosos.
A Emilia, gitana nacida en Tíjola, un pequeño pueblo del interior almeriense colindante con la provincia de Granada, le ponen trapos húmedos en la frente y le dan ánimos. “Vamos, chiquilla, que el bebé sale ya”. Mientras, rezan por ella. “Ave María, llena de eres de gracia…”.
Emilia, entre quejidos y contracciones, también ruega. “Virgen María, ayúdame. Ten misericordia conmigo”, repite con voz entrecortada. Dos de las mujeres que acompañan a la gitana son las creyentes Ángeles Párraga y Dolores del Olmo, conocida como la Loli en prisión.
Dolores es la mujer que dentro de la cárcel ha enseñado el catecismo a la analfabeta Emilia. Pese a que desde hace siete meses, cuando la gitana entró a Gachas Colorás, la subdirectora del centro, Pilar Salmerón, le pide insistentemente que cuente quién le ha enseñado a rezar, Emilia nunca delatará a su catequista, la mujer que ahora le asiste en el parto. Sabía que, de hacerlo, la Loli podría acabar con un tiro en la sien.
A las dos de la madrugada del 13 de enero, Emilia da a luz a una niña de tez morena y pelo negro. Tiene mucho vello en la frente y unos ojos grandes y oscuros. La Loli es quien baña al bebé tras cortarle el cordón umbilical. Luego, lo viste con ropas regaladas por otras presas, la mayoría de familias católicas y pudientes de Almería. Se las han pedido a sus familiares durante las visitas ya que a la gitana, pobre de solemnidad, casi nunca vienen a verla. Ni siquiera su marido, Juan Cortés, por el que ella ha entrado en prisión al intentar evitar que los republicanos lo enviasen al frente.
Una vez aseada la hija de la gitana, la Loli se la lleva debajo de una lamparilla que pende del techo de uno de los patios de la cárcel. Allí, rodeada de una quincena de condenadas, bautiza al bebé con el nombre de Ángeles. Una de las testigos es María de los Ángeles, que con 18 años recién cumplidos es la presa más joven del penal. Hoy, esa mujer tiene 97 años y es la única testigo viva de aquel bautizo.
Tras dar a luz, Emilia pasa unas horas junto a su hija en la celda de aislamiento. Sin embargo, durante la noche su salud se debilita aún más. Le golpean fiebres altísimas y abundantes hemorragias. Madre e hija son trasladadas al hospital provincial de Almería, donde pasan cuatro días.
De nuevo en prisión, de nuevo en la misma celda de castigo, Emilia y su hija viven juntas. Sin embargo, la vida las mantiene unidas durante poco tiempo. A las nueve y media de la mañana del 25 de enero de ese año, doce días después de parir, la gitana canastera necesita de nuevo atención médica. Está muriendo.
En coche de caballos, sin camilla y casi inconsciente, se le vuelve a trasladar al hospital de la capital almeriense, donde fallece pocas horas después de ingresar. Sus restos acaban en una fosa común. A su bebé, la pequeña Ángeles, se la llevan a la antigua casa-cuna de Almería para que sea entregada en adopción.
Ahora, ocho décadas después de su muerte, EL ESPAÑOL viaja hasta la tierra donde están los orígenes de Emilia la canastera.
MARÍA DE LOS ÁNGELES, ÚNICA TESTIGO
En un edificio antiguo próximo al paseo marítimo de Almería reside María de los Ángeles Roda. El pasado 21 de marzo cumplió 97 años. Es la única mujer que aún vive y que conoció a Emilia en la cárcel. Gracias a su testimonio y al de otras dos señoras ya fallecidas, la Santa Sede ha beatificado a la gitana.
María de los Ángeles, hija de un procurador de derechas, hermana de un falangista y de un sacerdote -estos dos últimos acabarían asesinados- ingresó en Gachas Colorás el 13 de octubre de 1937. Se le condenó por ser “perturbadora, peligrosísima y reaccionaria”, además de por “ser de una familia de extrema derecha”. Tenía sólo 17 años. “Ni siquiera tenía intereses políticos en ese tiempo, fíjese el peligro que yo podía suponer”, dice este miércoles con cierta ironía.
María de los Ángeles, con la vejez dibujada en forma de surcos en su rostro y en sus manos, conoció a La canastera ocho meses después de entrar en prisión. Fue el 21 de junio de 1938, día que ingresó la gitana. Cuando el periodista visita a la mujer en su casa, la señora hace gala de una lucidez y una memoria envidiables. “Recuerdo que durante las primeras semanas no hablaba con nadie. En medio de un patio, se sentaba en el suelo y no dejaba de llorar. Metía la cabeza entre sus rodillas y así pasaba horas y horas. Hasta que la Loli [Dolores del Olmo] se acercó a ella”.
Fue entonces, explica la anciana, cuando enseñaron a Emilia a rezar y empezó a tratar con otras reclusas, entre las cuales estaba ella misma. “Nos reuníamos cinco, diez, quince… Aunque yo estaba en otra brigada [barracón] porque allí no había celdas como tal, salvo las de aislamiento, nos encontrábamos en los patios. Tirábamos los colchones al suelo… Charlábamos, rezábamos juntas… Dolores le enseñó muy rápido a rezar. Aunque no se aprendió todas las oraciones al completo, a la gitana, como la llamábamos, se le despertó la fe ahí adentro”, explica la mujer.
"JAMÁS OLVIDARÉ SUS MANOS"
María de los Ángeles nunca olvidará la noche del 12 de enero de 1939. Aquel día, Emilia se puso de parto en torno a las seis de la tarde. Cuenta que la atendieron varias mujeres, entre ella Ángeles Párraga y Dolores del Olmo. Ella, en cambio, aún era muy joven para echar una mano. Tenía 18 años recién cumplidos. “Jamás olvidaré sus manos. Pese a ser joven, tenía cortes y costras por todos lados de tanto hacer canastas”.
“Yo escuchaba aquellos lamentos y gritos desde un patio cercano a la celda de aislamiento. Sabíamos que días antes de dar a la luz la Loli pidió que se la llevaran a un hospital a parir. Pero en la cárcel se negaron. Fue un martirio. De madrugada, cuando la chiquilla vino al mundo, unas doce mujeres nos pusimos en torno a una bombillica que alumbraba una esquina de mi brigada, y Dolores la bautizó con agua y un cacico”.
La anciana relata que vistieron al bebé con la ropa que otras reclusas les pidieron a sus madres para cuando las visitaran. Y que a la gitana muchas compañeras de Gachas Colorás le daban de comer trozos de pan o de galletas que sus familias les llevaban a la prisión.
“Era la única forma de subsistir. Allí nos ponían agua sucia que decían que era café. Y en el rancho [la comida o la cena] nos daban un plato de lentejas, de garbanzos o de habas con gusanos y otros bichos alrededor. Pero yo le puedo prometer que la Emilia no pasó hambre. La pena es que casi nadie fue a visitarla y que acabara muriendo”.
La señora cuenta que le gustaría saber qué fue de aquella niña dada en adopción. Dice que aunque hace “tres o cuatro” años le llamó una joven diciendo ser la nieta de Emilia y dándole las gracias “por haber ayudado tanto a su abuela” (es decir, se trataría de la hija de la niña que dio a luz en la cárcel), María de los Ángeles piensa que se trató de una “simple broma” de alguien que sabía que ambas coincidieron entre rejas.
“Eso, o que los padres adoptivos de la recién nacida le contaran en algún momento a su hija la verdadera historia de su vida”, añade la anciana. “Aunque me parece muy extraño porque a esa niña supongo que le cambiarían hasta el nombre y la entregarían a una familia rica de la época, que es lo que se solía hacer”.
TÍJOLA: EMILIA Y JUAN SE CONOCIERON ENTRE CUEVAS
Si uno viaja hasta Tíjola en coche desde Madrid, la mejor opción para llegar hasta el pueblo de la beatificada es dirigirse por autovía hasta Guadix. De allí, a Baza. Y luego, por carretera nacional hasta la localidad en la que nació la gitana. Desde ahora, el pueblo se ha convertido en lugar de culto.
La biografía de Emilia tiene muchas lagunas. Se sabe que vino al mundo el 13 de abril de 1914. Fue a las cuatro de la madrugada, en la calle Bodeguicas número 4. En la actualidad, en ese lugar hay una casa de un vecino del pueblo. En cambio, en aquel año se trataba de una simple cueva de la montaña sobre la que se asienta Tíjola.
El mismo día de su nacimiento fue bautizada en la Iglesia parroquial de Santa María. Sin embargo, sus padres, Juan José Fernández y Pilar Rodríguez, no la inscribieron en el registro municipal del Ayuntamiento. Aunque era obligatorio desde 1870, por entonces muchos gitanos aún no acostumbraban a hacerlo porque muchos de ellos vivían aislados o se dedicaban a la trashumancia.
Varios tijoleños coinciden en explicarle al periodista que Emilia creció junto a sus cuatro hermanos (dos hombres, Eugenio y Juan; y dos mujeres, Isabel y Custodia) en las cuevas-grutas que hay en la parte más alta del pueblo.
Junto a ellos vivían otras familias calés que también se dedicaban a vender por los mercadillos de los pueblos cercanos los productos que ellos mismos hacían a mano: canastas de caña o de mimbre, utensilios de cocina forjados en fragua… El padre de Emilia solía esquilar a las bestias de los ganaderos de las localidades de alrededor.
"Los gitanos nunca estuvieron mal 'miraos'"
“Las mujeres también iban pidiendo por las calles. Usaban a sus hijitos para que nos compadeciéramos y les diéramos algo de comida: patatas, huevos, legumbres…”, explica Consuelo Jordá, una vecina de 82 años. “En Tíjola, los gitanos nunca han estado mal miraos”.
Emilia creció en este ambiente de semiexclusión. Se piensa que apenas pisó el colegio y que con 7 u 8 años su madre le enseñó a hacer canastas con cañas. De ahí procede su apodo, Emilia la canastera.
Cuando llegó a la adolescencia, se enamoró de Juan Cortés, un gitanillo nacido en Purchena (Almería), enjuto y de piel color oscura. Era un año menor que ella. Eran familia, aunque no directa.
Se casaron por el rito gitano, por lo que tampoco hay registro de la fecha del enlace. En Tíjola aseguran que fue a principios de 1938, cuando Emilia aún no había cumplido los 24 años. Bailaron, comieron y festejaron en las mismas cuevas donde se habían conocido y donde el joven matrimonio empezó a convivir tras su enlace.
Un par de meses después de casarse por el rito calé, y en medio de la guerra que dividía a España en republicanos y nacionales, las milicias del Gobierno lo reclamaron para unirse al frente y combatir a las huestes de Franco. Pero Juan no quería ir a combatir. Ni con unos ni con otros.
Él y Emilia pergeñaron un plan. Crearon un ungüento a partir de la mezcla de plantas del campo y acetato de cobre. La gitana se lo untó por el rostro al marido y éste quedó ciego durante varias horas. Cuando los milicianos vieron que carecía de vista, lo invalidaron para unirse a la lucha.
Sin embargo, meses después volvieron a Tíjola en busca de nuevos combatientes y comprobaron que Juan, en realidad, no sufría ninguna ceguera. Él huyó, aunque poco después fue encarcelado. Ella, en cambio, fue enviada directamente a Gachas Gordas.
Allí, condenada a seis años de prisión por encubrir a su esposo, llegó el 21 de junio de 1938. Siete meses después acabaría muriendo y dejando una niña en adopción. Sin embargo, encontró la fe en Dios. La misma que ahora la ha elevado hasta los altares.
EL VIUDO SE CASA
Fue hace dos décadas, dice Ramona Rodríguez. La mujer, con el pelo rubio recogido en un moño y con jersey rojizo, es hija de Eugenio, uno de los cuatro hermanos de Emilia. La señora, sobrina carnal de la canastera, abre las puertas de su casa en Tíjola. “Qué alegría es saber que mi tía ha sido beatificada”, dice Ramona.
La mujer cuenta que hace aproximadamente dos décadas ella estaba barriendo el cementerio cuando dos sacerdotes [procedentes de la diócesis de Milán] se presentaron en el camposanto buscando la lápida de Juan Cortés. “Ese es mi suegro, ¿qué quieren?”, les dijo. A partir de ahí, en su familia una verdad hasta el momento insospechada en su familia.
Aquellos dos sacerdotes enviados por el mismísimo Juan Pablo II acudieron a la casa de Ramona. Allí, conocieron a su marido, José María Cortés, y le contaron que el padre de éste, antes de casarse con su madre, contrajo matrimonio con su tía Emilia. Finalizada la guerra y fuera de prisión, él se casó con una hermana de la fallecida. En concreto, con la menor, Isabel.
Sin embargo, el nuevo matrimonio lo ocultó a sus descendientes. Muerta la canastera, quisieron que la losa del tiempo la enterrara. Ambos rehicieron su vida juntos. Tuvieron siete hijos.
Uno de ellos, José María, tiene ahora 70 años. Luce bigote, piel morena y, aunque habla castellano perfectamente, usa palabras del caló en sus frases. Junto a un hijo, su nuera y su nieta, reside en la casa-cueva que su padre, Juan Cortés, compró cuando se casó con la hermana de Emilia.
“Nuestro padre jamás nos comentó nada. Hasta que el Vaticano no vino aquí, ya muerto él, no supimos que se había casado antes con una tía mía y que había dejado una hija. Eran otros tiempos. Él salió de la cárcel al poco de terminar la guerra y luego nos tuvo a nosotros”. “Ahora –añade- sólo quiero conocer a esa hermana que tengo y que, como yo, tiene sangre de mi padre”.
Aunque José María pide que se le crea, en Tíjola mucha gente piensa que los descendientes de Juan Cortés y que los hermanos de Emilia, entre ellos Isabel, quisieron ocultar el nuevo matrimonio. “Sus costumbres no son las nuestras”, dice Adolfo Guiard, primer teniente de alcalde de Tíjola, cuyo gobierno, del PP, espera sacar provecho de que en sus calles creciera Emilia.
El pasado fin de semana, la canastera fue beatificada junto a otras 114 personas a las que la Iglesia católica considera mártires de la persecución religiosa durante la Guerra Civil. Fue en un acto celebrado en Roquetas de Mar (Almería). Desde entonces, la madre de la niña que nació en la cárcel de Gachas Gordas, donde Emilia encontró la fe, es la primera gitana del mundo con esta distinción. Este 1 de abril de 2017 se han cumplido 78 años del fin de aquella guerra. De los 12 millones de gitanos que hay, en torno a 600.000 viven en España. Sólo otro hombre de su etnia, Ceferino Jiménez, fue beatificado antes, en 1997.