Si Sartre fue capaz de afirmar que el infierno eran los otros sin haber conocido personalmente a Christian Bale, imaginen el tratado filosófico que habríamos heredado si el escritor y el actor hubiesen llegado a ser contemporáneos, rodando una adaptación cinematográfica de A puerta cerrada o La náusea. Cuentan quienes valen más por lo que callan, que lo que se dice de Christian Bale no es cierto. Es aún peor. Natalie Portman fue de las primeras actrices –fue su compañera de reparto en Knight of cups- que sin pudor le definió como un tipo arrogante con el que resultaba imposible trabajar. Ignoro si realmente estamos ante una personalidad diagnosticada o ante el estratega que sabe que solo se convierten en leyendas aquellos que convierten su trayectoria en un problema.
Piensen ustedes en actores y actrices excelentes, en genios de la interpretación capaces de conmoverle con un gesto, con una mirada, basta una palabra. Piensen en actrices y actores que se implican en sus proyectos hasta dejarse las entrañas en ellos, que viven el acto dramático hasta sus últimas consecuencias, que ansían un nivel de perfección que ya ni los premios de interpretación pueden saciar. Seguro que ya tienen algunos nombres en mente. Españoles y extranjeros. Ahora, pregúntense por qué, si son tan buenos, trabajan tan poco.
Los más ingenuos del lugar pensarán que eligen muy bien los proyectos en los que participan, que son exigentes, pero ya les digo yo que ser actor o actriz, artista plástico, escritor o músico, no exime de pagar facturas. Quiero decir que hay que trabajar para vivir y que no siempre la excelencia condiciona nuestra toma de decisiones. A veces solo elegimos el dinero. Y les advierto que me parece una decisión tremendamente honorable. O sea, que a no ser que el actor o la actriz sean ricos herederos, necesitan trabajar. Volvamos pues a la pregunta. Si son tan buenos, ¿por qué trabajan tan poco? La respuesta está en su carácter.
Ningún actor o actriz es lo suficientemente rentable en taquilla como para que un productor arriesgue por él la estabilidad psíquica y emocional de todo un equipo
Ningún actor o actriz es lo suficientemente rentable en taquilla como para que un productor arriesgue por él la estabilidad psíquica y emocional de todo un equipo. Al final, la fama de actor problemático se extiende como un sarpullido por la profesión y aunque se pronuncie el nombre del artista maldito como pieza clave del proyecto, el productor encontrará diez nombres igual de resolutivos que harán la convivencia en el rodaje mucho más fácil. Así de claro.
Christian Bale, que hoy estrena La promesa, ha logrado que su carácter sea más legendario que sus interpretaciones. Es capaz de obligar a sus compañeros a repetir una secuencia infinidad de veces hasta que a él le complace su interpretación, cuando sabemos que alguien inseguro se cava su propia fosa al convertir la perfección en una meta siempre insatisfactoria al estar a merced de su propia inseguridad. No hará falta que les recuerde aquel famoso audio, que aún circula por Internet, en el que Bale insultaba y menospreciaba a un técnico de fotografía que le había distraído en plena escena de Terminator Salvation. Creo que fueron treinta y siete insultos en menos de cuatro minutos. Cuatro minutos de humillaciones, prepotencia y ego desmedido. Características que, con facilidad, pueden hacer que, por muy bueno que sea, empiece a trabajar menos.
Bale está en la lista negra de Hollywood desde hace años. Es un actor con un Oscar, camaleónico, eficaz ante la cámara, comprometido con el oficio, al que deberían rifarse en los despachos, pero que parece haber chocado, a los cuarenta y tres años, con un techo de cristal que se ha construido él mismo.
Dicen que Bale es uno de esos actores que se lleva el personaje a casa. No hubiese querido ponerme en la piel de su entorno más próximo durante el rodaje de American Psycho. La leyenda ya cuenta que obliga al equipo a que le llamen con el nombre del personaje. Confieso que los actores que piensan que el mundo empieza y acaba en su estricta interpretación me provocan una pereza infinita. Su nivel de autoexigencia contamina todo lo demás. Bale forma parte de una escuela de actores excesivos, con propensión a la intensidad, capaces de adelgazar y engordar solo para asombrarnos. Convierten el reto no en una motivación sino en la meta ambiciosa de un plusmarquista. Trabajan la interpretación como el deportista de élite que pone a prueba su resistencia física en un triatlón.
Al final, cuando trabajar con ellos simula un castigo, los proyectos, los buenos papeles, se van espaciando. Eso provoca que el actor, que también opina, como escribió Sartre, que el infierno son los demás, crea que la culpa de su desgracia esté en los otros y decida invertir en sus propios proyectos. Ahí es cuando el mal adquiere dimensiones apocalípticas. Cuando el actor problemático se mete a producir sus propias películas. Pero esa es otra historia.