“En esta vida hay dos clases de personas: los astrónomos y los astronautas. A los astrónomos les gusta contemplar el cielo. Los astronautas son aquellos que se ponen el traje y las botas y se lanzan al espacio”. Semejante secuencia gramatical -u oda al cuñadismo- salió de la mente perversa de un amigo hace sólo unos días, cuando le comenté con cierto escepticismo que me mandaban al Salón Erótico de Barcelona mientras comenzaban a resonar en mi cabeza las canciones de El Chivi que habían alumbrado mi tierna adolescencia.
Espoleado por el polémico spot en el que el producto ‘Amarna Miller: actriz porno intelectual y feminista’ cargaba contra la hipocresía de la sociedad e intentando obviar que, paradójicamente, es una empresa de prostitución -“tu marca de puterío”- la que patrocina el jolgorio, acepté la propuesta.
Con cientos de actuaciones de sexo salvaje en vivo -desde orgías a bukkakes, pasando por food fetish, sado o tickling- y siendo España el decimotercer país del mundo en el que más porno se consume, uno puede intuir que el público mayoritario que acude a este festival no lo hace precisamente animado por ese “espacio para la reflexión y el debate” que es su Aula de Sexo. Más bien, por lo que acontece en ‘Zorrilandia’, uno de sus escenarios estrella. Pero claro, una cosa es imaginarlo y otra vivirlo (ya saben: ser astrónomo o astronauta).
Así, me calcé las gafas de ver de lejos, compré tres bolsas enormes de palomitas en el chino como si fuese a la saga entera de 'la Guerra de las Galaxias', y me adentré en el pabellón deportivo Vall d’Hebron -también bautizado como 'sodoma y gomorra'- a las cinco y media de la tarde el día de su inauguración.
El templo del ‘voyeur’
Tras pasar la puerta de entrada, decenas de stands de páginas de sexo, de clubes de intercambios de parejas, de prostitución, de empresas de tapersex y casi de cualquier cosa que puedas imaginar relacionada con el sexo ofrecen sus bondades a los asistentes. Sin embargo, dónde realmente se concentra la gente es frente a los escenarios.
La jauría que se arremolina en torno al primero de ellos está compuesta mayoritariamente por hombres de mediana y avanzada edad. Hombres con una cámara de fotos en la mano izquierda y de vídeo en la derecha. Hombres calvos. Hombres de pelo cano. Hombres gordos y hombres delgados. Hombres con gafas. Una mujer con su marido. Y más hombres. Un par de pareja de jóvenes. Y más hombres. Hombres en mangas de camisa. Hombres con americana. Hombres en pantalón corto. Hombres hediendo a Brumel y Varon Dandy. Pero, sobre todo, hombres.
La cosa comienza con un striptease y acaba con un actor sacando un collar de perlas de la vagina de la actriz mientras ésta le realiza una mamada cuya eyaculación llega a salpicar a las primeras filas
Con la mirada clavada en el escenario y el gesto desencajado. A un palmo de ellos, un actor embiste con ímpetu a una actriz espatarrada mientras dos chicas le practican una felación a otro que empuja sus cabezas contra él.
Tras este show, el siguiente, casi a la par, tiene lugar en un escenario apenas 15 metros más allá. Esta vez, la música techno que suele marcar el ritmo de lo espectáculos es amenizada por los comentarios de un speaker que, antes de empezar, pregunta al público si “algún valiente quiere follárse” a la chica del escenario. La cosa comienza con un striptease y acaba con un actor sacando un collar de perlas de la vagina de la actriz mientras ésta le realiza una mamada cuya eyaculación llega a salpicar a las primeras filas, que asisten pasmadas a lo que allí acontece.
- ¿Qué es lo que te atrae de todo esto? -me atrevo a preguntar a un señor de pelo ralo y unos 50 años una vez ha terminado el show.
- Las chicas. El morbo. El olor. Que casi estás tú ahí arriba. Que a veces hasta puedes tocar -responde sin dudar.
- Y… ¿estás casado? ¿tienes pareja?
- Desde hace 25 años, pero no sabe que vengo.
El tercer escenario es tanto o más de lo mismo. Y el cuarto. Y el quinto. Y el sexto. En todos se repite la misma escena: una nube de curiosos eleva sus cámaras, pulsa rec y apunta a sus objetos de deseo lo más cerca posible, hasta casi tocarlos. Colocándolos prácticamente a un palmo de los actores o valiéndose del zoom para enfocar los lugares más recónditos de la geografía femenina. Así, siento que el pabellón Vall d’Hebron se convierte en una suerte de ruta de la tapa de la perversión en la que los asistentes van de un show a otro sin tregua, salivando bajo un instinto insaciable y haciendo acopio de tanto material audiovisual como para no tener que teclear en los próximos tres años ‘YouPorn’ en sus ordenadores.
BDSM y otras fantasías
El ‘EnclaveGay’ ofrece shows para el público homosexual. Sin embargo, las dinámicas se repiten: sexo salvaje entre seres musculados ante una marabunta de señores ávidos de acción que posan sus barbillas sobre el escenario. En un momento determinado, los tres actores que se encuentran actuando deciden mezclarse con el público. Así, bajan de las tablas y dos de ellos comienzan a realizar una felación al tercero. A apenas medio metro, un hombre barrigón de pelo blanco, decide que, cámara en mano es el momento de desabrocharse el cinturón y los pantalones y utilizar la otra para su apaño personal. Decido huir.
Siento que el pabellón Vall d’Hebron se convierte en una suerte de ruta de la tapa de la perversión en la que los asistentes van de un show a otro sin tregua
La próxima etapa del Tour del Desparrame no es un sitio mucho más amable. Frente a una turba de impertérritos espectadores, una doma, Mistress Minerva, clava más de una decena de agujas en la espalda a Lady Gore Flogger, una joven a la que ha despojado de su corsé y a quien le tiemblan las piernas con cada incisión. Tras arrancárselas, la sangre comienza a brotar por su espalda y la doma la utiliza para escribirle con los dedos “Amma”. La joven se tambalea al bajar del escenario y asegura estar en el “limbo” a un espectador que se acerca a preguntarle si está bien.
Son casi las 10 de la noche y hago recuento: calculo que, en cosa de cuatro horas, he podido ver una treintena de shows de sexo en vivo y sin ambages. De todo los tipos. Entre medias, me he colado en una charla sobre “squirting”, he asistido a un show de BDSM y a otro donde cinco ninfas se despojaban de sus velos, abrían sus piernas, se enredaban entre ellas y danzaban al compás de una música oriental. Han caído las tres bolsas de palomitas, un par de cervezas y una hamburguesa. Y ya no sé qué más puedo ver que no haya visto ya.
El público mayoritario no acude precisamente animado por ese “espacio para la reflexión y el debate” que es su Aula de Sexo. Más bien, por lo que acontece en ‘Zorrilandia’, uno de sus escenarios estrella.
Sobre los escenarios se repiten una y otra vez espectáculos similares, con los mismos actores que actuaban a las cinco de la tarde en un circo de la carne convertido en el súmmum del voyeurismo creepy. Algunos han salido ya hasta tres veces. Ni un rastro de placer más allá de los gestos impostados de las pornostars. Ni de erotismo. Ni siquiera de eso que se ha venido a denominar como “porno de autor”. Sexo, sexo y más sexo bajo los roles machistas y los estereotipos de caperucitas y conejitas que la industria del porno viene repitiendo desde hace años. Sí, un festival, con reductos para otras tendencias, con espacios divulgativos, pero eminentemente creado para el escroto y la testiculina.
Pienso en ello mientras camino hacia las puertas del recinto y una chica me ofrece un flyer de Apricots en el que se puede leer el lema del prostíbulo: “Follamos en la primera cita”. Antes de salir, me cruzo con Amarna Miller, portavoz del Salón, que acude con su melena pelirroja hacia uno de los escenarios donde va a conceder una entrevista a una televisión. Es entonces cuando recuerdo la última frase que pronuncia la actriz en el vídeo de ‘Patria’, un spot igualitario, moderno e inteligente que casi nos nubla la vista: “Vivimos en un país asquerosamente hipócrita, pero algunos no nos conformamos”. Creo que estoy de acuerdo. Amén, Amarna.
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