-Vivo de mi empresa, no había ido a casi ninguna corrida de toros, no conocía nada la tauromaquia y ni siquiera el oficio.
-Entonces, ¿cómo te hiciste mozo de espadas?
-Víctor me lo pidió.
En aquel momento, hace dos años y medio, a José López, la sombra de Víctor Barrio, “su madre”, se le escapó primero un no. “Me miró de tal forma que tuve que decir sí de inmediato”, recuerda Pepe, como le conocen todos, a EL ESPAÑOL. Se conocieron cuando aún Víctor esbozaba un destino. “Me compré una casa en Grajera, de donde es él”. El uso del presente radiografía la tragedia.
“Él trabajaba en el campo de golf”, continúa, “y conectamos rápido”. El joven se convirtió en torero, amasando su abrupto final, y Pepe en confidente. “Iba con él a todas partes. Me enseñaba y explicaba: descubrí la dehesa, el toro en el campo, los entrenamientos, toda la tauromaquia, su trastienda”. "Víctor empezó solo. No tenía esa confianza con nadie hasta que apareció", cuenta alguien cercano. La amistad cuajó. Pepe era el hombre.
Después de acceder, Pepe, que es mayorista de audiovisuales (“no quiero dar el nombre de la empresa para no hacer publicidad”), empezó a simultanear ambas actividades. Con 60 años, sin apenas contacto previo con el toreo, apretaba machos en su tiempo libre, a las órdenes del amigo del alma. “No toreábamos mucho y siempre en fin de semana. Lo podía compaginar”.
No fue fácil empezar de cero. Los mozos de espada se mueven detrás del torero a tal velocidad que parecen la misma persona, fugaces, discretos y precisos lo gestionan todo: hoteles y viajes, tratan con la cuadrilla, visten al torero, limpian y cosen capotes y muletas, y lo asisten en la plaza.
Si Víctor hubiera sido bombero habría cargado la manguera
Un trabajo milimétrico, un laberinto de perfecciones y liturgia. “Era muy complicado para mí al principio. Algunos compañeros me trataron mal, despreciándome en la plaza. El toreo tiene ciertas reglas y al principio no me sentía bien. Quise dejarlo: no me hacía falta el dinero y no quería que le afectara”, y como al principio, Víctor lo fulminó con otro rayo en las pupilas. La flaqueza se convirtió en fuerza. “Fui aprendiendo el oficio de su mano. En los inicios casi se vestía él mismo. Me he llevado algunas broncas, pero siempre me lo agradecía después”.
Para Pepe, vestir a Víctor era escalar el Everest. “Él mide 1’90 y yo 1’60, imagínese cómo lo haría”, ríe resucitándolo. Para este empresario no hay duda: “Si Víctor hubiera sido bombero, habría cargado la manguera”.
El sábado negro
Y llegó el sábado negro. “Estábamos en la habitación 30 del hotel Reina Cristina”, le cambia la voz, de repente eclipsada. Ahora todo está oscuro. Él todavía recorre aquella estancia. “Le doy vueltas a la cabeza por si hubo algo en lo que fallé o que tenía que haber cambiado”. “Fue como siempre”, admite después, “él tan perfeccionista y yo algo patoso”. Ni una palabra más, ni una menos. Los mismos gestos repetidos centenares de veces. El rito callado. La solemnidad de calzar una zapatilla. ‘Lorenzo’ esperaba en chiqueros.
La vida cambió en un instante, hecha jirones. Pepe se encontró a la vuelta solo ante el número 30. Empujó la puerta. “Fue muy duro volver allí sin Víctor”. Esa sensación es inédita en este siglo, el vacío del torero que yace pálido en la camilla de la enfermería y su mozo de espadas adentrándose en la jungla más inmóvil. “Espero que nadie más tenga que vivir ese momento. Es tristísimo”.
Todo mordía y acechaba. “Recogimos sus pertenencias como si las tuviéramos que utilizar al día siguiente, vino conmigo el ayuda y no hablamos nada. Te pasa de todo por la cabeza. Me negaba a creerlo. El mundo se para. Es una película que pasa rapidísimo y no puedes asimilar”, visualiza sus movimientos. Ha ocurrido pero no.
Le doy vueltas a la cabeza por si hubo algo en lo que fallé o que tenía que haber cambiado
Quedaba el traje grana y oro, “destrozado, al que limpiaré hasta la última gota de sangre antes de entregarlo a la familia”, las llaves del coche, “utilizarlo para llevarlo a su casa, con sus trastos y todas sus cosas personales, fue el peor momento”, y pagar a la cuadrilla rota, “les di los últimos boletines”. Los pasos de la fatalidad.
Después, al día siguiente, durante la capilla ardiente, con Sepúlveda hirviendo de tristeza, no se movió de la cabeza del féretro, sosteniendo la toalla. “Es mi torero, no podía hacer otra cosa más que estar allí con él. Espero que estuviera orgulloso, era lo único que quería”, le envuelve la pena.
¿Volverá a trabajar de mozo de espadas? “Aunque he sido reconocido por algunos profesionales, Víctor me dio su toalla. Sin él está colgada. Mi paso por el toreo es fortuito y fugaz. Quizá en la otra vida...”, se aferra. No quiere hablar de los insultos recibidos. “He escrito en Facebook una carta al profesor que dijo aquello. Los toreros siempre han tenido respeto, esa es la diferencia”.
Junto a la caja, había montada una silla con un vestido catafalco y oro, el color del luto. Cuando se vació el pabellón, y la familia se trasladaba al tanatorio, allí se quedó Pepe López, con aquel zumbido eléctrico y artificial como de purgatorio, recogiéndola solo, paladeando, masticando la intimidad de siempre entre ellos dos. Con dificultad, metía por última vez la inabarcable taleguilla de Víctor Barrio en la funda y suspiró. “Qué largo era el cabrón este”.
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