“Golpe de Estado: 2. Desmantelamiento de las instituciones constitucionales sin seguir el procedimiento establecido.”
(Diccionario panhispánico de español jurídico).
Érase un presidente del Gobierno que, en su primera orden, expulsó a la cúpula del principal grupo de comunicación privado del país, el Grupo Prisa (El País y la SER), para hacerse con su control.
Quebrantando hasta la última de sus grandes promesas electorales, se alió con una amalgama de partidos cuya única filiación consistía en la destrucción del orden constitucional que había jurado proteger. Uno de sus mayores socios, recluido tras un Golpe de Estado, supedita su apoyo a cambio de tres medidas: el indulto arbitrario de los condenados, la construcción de un Código Penal a medida de los presos y la constitución de un nuevo órgano, la “Mesa de Diálogo”, que sortee a los Parlamentos representativos para alcanzar “la manera de devolver la vigencia a los artículos del Estatuto de Cataluña que fueron declarados inconstitucionales”.
Otro aliado, expresidiario, exterrorista y portavoz oficioso del Gobierno, se jacta de que solo “hay Gobierno de progreso en el Estado español si los que nos queremos marchar lo sostenemos”. Aprovechando su influencia, consigue promulgar un proyecto de revisión histórica para aupar su relato del conflicto entre bandos, relegando, oficialmente, a la Transición como parte de la dictadura franquista. Con ello se derrumba el patrimonio moral y fuente de legitimidad de las Instituciones del Reino y Carta Magna. También el obstáculo ético que impidió que, las víctimas del socialnacionalismo etarra, se tomasen su propia justicia contra unos asesinos hoy recibidos como héroes en los mismos pueblos donde los asesinaron a sangre fría.
El Gobierno, entretanto, se ha encargado de colonizar mediante reparto clientelar todas las depauperadas instituciones del Estado (Defensor del Pueblo, Fiscalía General, Tribunal de Cuentas, Consejo de Estado, INE, RTVE, CIS…) mientras intentaba invadir el último órgano semiindependiente, la justicia, bajo el pretexto de que su legitimidad “nace del pueblo”.
Esta historia, como la autoritaria idea de que los jueces deben de reflejar, y ejecutar, la ideología del Gobierno, podría retrotraernos a una crónica política española de 1930. Pero es Pedro Sánchez quien sigue los pasos del húngaro Orban y, después de este viernes negro, ya podemos comprobar las ansias de Sánchez de pasar a la historia e “ir a por todas”.
Tal vez sea casualidad, o no, que Sánchez haya impulsado su órdago de liquidar la independencia judicial dos días después del fracasado Golpe de Estado del presidente peruano Castillo. No le bastaba con que en España no pudiese ser constitutivo de delito. Las prisas han sido tales que la fórmula elegida, a través de una enmienda parlamentaria, ya había sido declarada inconstitucional (STC 119/2011). Nada importa. Limitado el margen interpretativo de los jueces, elimina cualquier riesgo de que sus designios, como ya ha ocurrido hasta tres veces, puedan ser derogados por el nimio inconveniente de contravenir la Constitución.
Los fontaneros del presidente ya se encargarán de legalizar que el Gobierno pueda designar candidatos sin control o que las renovaciones se designen por sextos. No es baladí que, para más inri, el Gobierno imponga una nueva disposición penal contra los jueces que no se plieguen a sus dictados.
¡El Gobierno amenazando penalmente a los jueces! Un Estado que se vacía de contrapesos democráticos, de justicia independiente, para instaurar un modelo presidencial caudillista, un régimen radicalmente distinto al del 1978, muerto de mil pequeñas y grandes cuchilladas, no puede llamarse democracia liberal.
Aquí también entra la despenalización de los piquetes sindicales, la tecla para el control de las calles. También la atenuación de la malversación, la base sobre la que construir nuevas redes clientelares o iniciativas como los GAL.
Las encuestas muestran que España deglutirá el cambio. Si ya tragó con indiferencia el favor a agresores sexuales, ¿por qué no con corruptos? Hemos atestiguado que media España está dispuesta a todo con tal de que la derecha no llegue al poder. Amargo trago, pues, aunque se derrote al caudillo, nada impedirá que otros césares retomen sus pasos. Sus votantes, al menos, no están dispuestos a evitarlo.
Sánchez primero copió a Thomas de Quincey en su banalidad del mal, intentando evitar su cese mediante un “pucherazo” en el Comité Federal de su propio partido. A su vuelta, mejoró el método: como a nadie le importó que plagiase su tesis continuó normalizando el fraude, hirviendo lentamente la olla de nuestra democracia.
Nuestra democracia, con la Corona como vanguardia, ha resistido al terrorismo y las sonadas de Tejero y el independentismo. Pero la misma fórmula utilizada por Torcuato Fernández-Miranda para crearla, “de la ley a la ley”, será la encargada de enterrarla.
¿En qué momento se jodió España?