Vamos camino del medio siglo de democracia en este país y estamos asistiendo, sin ningún tipo de duda, a sus horas más bajas.
Por un lado tenemos el bloqueo que la oposición está ejerciendo en la reforma del Poder Judicial, el cual suma ya cuatro años con el mandato caducado. Entre bambalinas, la neoguerra entre rojos y azules por hacerse con el control judicial, especialmente tribunales tan jugosos como la Sala Segunda del Tribunal Supremo (encargada de delitos penales cometidos por políticos) o el Tribunal Constitucional. Una muestra clara de lo precaria que es la división de poderes de esta democracia hispánica.
Por otro lado, tenemos a un Gobierno aprobando leyes exprés, sin apenas trámite parlamentario y lo que hace más grave todo esto, leyes tan sensibles como las que afectan al Código Penal o al funcionamiento del mismísimo Tribunal Constitucional. En apenas unos días se han aprobado leyes cuyo trámite en el parlamento debería durar normalmente meses.
El motivo de estas prisas es lo que abruma más por el daño efectuado a la democracia; contentar a sus socios nacionalistas para descargarles de su responsabilidad por haber efectuado un referéndum declarado ilegal por el Tribunal Constitucional y haber malversado fondos públicos de todos para sus aspiraciones separatistas. Lo esperpéntico de la situación es hasta difícil imaginarlo en repúblicas bananeras.
Es de sobra aceptado por la mayoría que desde el resultado de las últimas elecciones, la clase política actual española tiene el nivel más bajo desde que tenemos democracia y obviamente de aquellos barros, estos lodos, pero uno no puede evitar preguntarse, ¿a dónde vamos? ¿Cuál será el siguiente esperpento? Con esta situación y con la población tan polarizada que la mayoría ha perdido el sentido crítico y con ello la facultad de ver los errores de su partido, uno ya puede esperar cualquier cosa.