España ya es un país democráticamente disfuncional donde las anomalías políticas se han tornado, lamentablemente, en rutina. La última, que tras las elecciones generales estemos siquiera contemplando la posibilidad de que el candidato más votado pueda acabar liderando la oposición.
Es inédito y una puñalada irreversible a nuestra democracia. Se lo cuentas a un estadounidense y se ríe de ti. Y un alemán te preguntaría por qué los dos grandes partidos, de centroderecha y centroizquierda, esos que en total han recibido casi 16 millones de votos, no pactan un Gobierno de concentración constitucional para alejar a los extremos y a los independentistas. Lo que no sabe el germano es que hace tiempo que Sánchez abandonó la centralidad para, voluntariamente, elegir a Frankenstein aun no siendo él el más votado en los comicios.
¿Qué dirían de nosotros en Europa? ¿Y las editoriales de los periódicos de todo el mundo? Probablemente, los mejores columnistas del otro lado del Atlántico, esos que firman columnas tan chics en el New York Times o en el Wall Street Journal, afirmarían que España tiene un problema de fondo, hondamente estructural, y no se equivocarían.
Acusarían a la clase política española, de izquierdas a derechas, de ser plenamente responsables de una sociedad crispada, rota por la mitad, en la que intentar el entendimiento ya es imposible. Antes polarización que hablar con el vecino en el ascensor. En la madrugada electoral, en Génova se cantaba "¡Qué te vote Txapote!" y Ferraz se trasladaba a la guerra civil para entonar el "¡No pasarán!".
Mientras, sobre los hastiados españoles sobrevuela la sombra de una posible repetición electoral. De unos comicios en bañador y chanclas a otros cantando villancicos, con gorros de Papá Noel y escribiendo la carta a los Reyes Magos, probablemente pidiéndoles un regalo mundano: eludir la mesa electoral, porque siempre es más divertido comer el pavo con la familia y las uvas con la abuela que recontar papeletas.
Eso si Sánchez no pone a España a la venta en Wallapop y hace realidad las oníricas y profundamente anticonstitucionales ensoñaciones de Puigdemont: el indulto y el referéndum de autodeterminación vinculante, travestido de una bella consulta sin importancia alguna, para que lo que el prófugo instalado en Waterloo llama "República Catalana" se separe de esa otra cosa que hace un tiempo denominó "Estado Español". Y lo que tirita no es que gobierne Feijóo en lugar de Sánchez sino el orden político salido de la Transición y de la oratoria de Adolfo Suárez.
Suponiendo que Sánchez consiga conformar un nuevo Frankenstein, sumándole el tornillo de Junts, se enfrentaría a una legislatura infernal, donde para aprobar la más mínima proposición no de ley necesitaría ceder Mercurio a Esquerra, Marte a Bildu y Júpiter a Junts. Y todo ello con una oposición más fortalecida en cuanto a escaños que en la anterior legislatura y con un Senado eminentemente bloqueado donde el PP es rey con una holgada mayoría absoluta (lo habitual: que el vencedor en el Congreso lo sea más abrumadoramente en la Cámara Alta). Y este tipo de legislatura es abismalmente inestable, una ruleta rusa continua donde en cualquier momento la bala puede impactar desencadenando en un cruento final abrupto.
En suma, o Sánchez cede tantas hectáreas de terreno como Puigdemont le pida, o el país está abocado a una ineluctable repetición electoral. A no ser que Feijóo convenza a Vox de quedarse fuera del Ejecutivo, condición particularmente necesaria para que el PNV pudiera negociar con él su investidura a cambio de a saber cuántas cesiones programáticas, y sumando a UPN y a Coalición Canaria obtuviera un ajustado apoyo de 177 escaños. Aunque los nacionalistas vascos, antes de tomar el primer café con Feijóo, le empiezan a anticipar su palpable rechazo por "haber blanqueado a Vox".
Insólitamente, y contra el ganador de las elecciones, las dos únicas opciones factibles, porque Sánchez tiene una compulsiva fobia a la derrota, es que gobierne el partido que ha quedado segundo o que en torno a diciembre volvamos a votar observando cómo beben los peces en el río.