La democracia ha pseudodeificado al ciudadano
Cuando cualquier mediocre de cualquier pelaje puede llegar a ser el hombre más poderoso de su país o incluso del mundo, y la identidad personal, incluso los estudios, pueden comprarse en el supermercado; cuando podemos comer sin alterarnos mientras oímos el telediario; cuando la razón mercantil utiliza el horror como espectáculo; cuando todo eso ocurre en plena normalidad es lógico que se busque el paraíso universal en la apariencia.
Los rasgos de la apariencia han pasado a formar parte principal del lenguaje transnacional de la cultura y la realidad. Ya no existe el ridículo, ni siquiera el buen humor, que sólo puede existir allí donde la gente distingue alguna frontera entre lo relevante y lo irrelevante, hoy cosa imposible.
La exaltación seria de lo ridículo y de lo irrelevante deja fuera de juego al sentido del humor y, por supuesto, a la inteligencia. Inteligente es ya equivalente a quien gana dinero; admirado siempre e indistintamente del modo por el cual lo consiga. El éxito proviene siempre del exceso, y está en manos de lo mediático, médium de la nueva realidad banal.
La propia democracia, el menos malo de los sistemas, se ha convertido en una chuchería de moda, en una banalidad más. Se llegó en el Parlamento español hace años a diputados votar con los pies para encubrir ausencias de compañeros de escaño... Nada cambia. La democracia inconsistente es aquella en que la moda o la tendencia de lo que está bien o mal, en este momento, ha sustituido a los programas y a las convicciones, y en la cual la pasividad ciudadana contrasta con el exceso de agitación y movilidad de una clase política sólo pendiente de su propia apariencia, que es la clave del voto. Dictar tendencia e imagen es la clave del control del poder, y hacer de ellas un lenguaje es controlar la comunicación.
La democracia ha aprendido los trucos del efectismo, y lo ha desarrollado como una mercancía. La democracia ha pseudodeificado al ciudadano, ha asumido la protección de todos sus derechos, ha devuelto al ciudadano a una infancia irresponsable, y le ha enchufado a la cultura infantil que le corresponde. La democracia quiere ser, y es ya, Disneylandia, y se atreve a proclamarlo abiertamente. Por eso la avalancha de países del tercer mundo a nuestro continente comienza a ser imparable convencidos de que esto es Jauja.
¿Qué pasará el día en que los ciudadanos descubran que todo es apariencia, y que el creernos tan ricos sólo ha servido para que los verdaderamente ricos pasen desapercibidos porque cada día son más ricos? ¿Qué pasará el día que muchos se den cuenta que su vida ha sido un constante ridículo defendiendo ideas y tendencias elaboradas por una ingeniería social dirigida por los mismos de siempre? Preguntas impertinentes, a las que el ciudadano responderá siguiendo pedaleando, manteniendo el equilibrio y convenciéndose de que la crisis pasará, que el medio ambiente se arreglará, de que no podemos hacer nada por el tercer mundo, ni por los conflictos asimétricos, etc. La mejor solución no escuchar a los catastrofistas.
Aranguren afirmaba que el parlamento era mera apariencia; la democracia de la tecnología absoluta, las ceremonias, los héroes-robot, las identidades de consumo, la confortable irresponsabilidad cívica, y la libertad light son un encantador repollo de igualdad ficción, riqueza ficción y tontería real. Si todo ello nos protegiera del totalitarismo sería incluso magnífico pero no podemos asegurarlo. Hay en esta nueva alfabetización de la sociedad la conformación de un nuevo paraíso, producto de la utopía del capitalismo real.
La realidad ha caído en manos de la utopía y del infantilismo de Disney, que la destruido. Lo que ha querido ser un estado del bienestar, una construcción paradisiaca y artificial del hombre empieza a mostrarse como una sofisticada y modélica fórmula de destrucción paulatina de lo humano. Algunos afirman que los fundamentalismos y totalitarismos son un revulsivo para el mantenimiento de esta realidad ficción.
Lo efímero, y aun más lo instantáneo, pone de relieve que lo que cuenta es lo actual; el fugaz y eterno presente, justificador de lo arbitrario, lo irracional, y aun más del consumismo de todo tipo, y de la eterna huída hacia adelante.