Si vivieran hoy, Cristóbal Colón o el Dr. Livingstone tendrían que embutirse en una burbuja rodeada de grueso acero para descubrir nuevos territorios. La superficie de nuestro planeta ya apenas oculta secretos, y menos aún desde que los satélites fotografían hasta el último rincón para traernos las imágenes a la pantalla de nuestros dispositivos digitales.
Pero el fondo del mar es otra cosa. Se cuenta que en 1521 el explorador portugués Fernando de Magallanes ató un peso a un cabo de 400 brazas, más de 730 metros, para medir la profundidad del océano al que puso nombre, el Pacífico. No logró tocar fondo, concluyendo que había llegado al punto más profundo. Magallanes apenas había rascado la superficie. Casi 500 años después, todavía el 95% del océano está inexplorado, es desconocido y jamás ha sido visto por ojos humanos, según la Administración Oceánica y Atmosférica de EEUU (NOAA).
La NOAA tiene en sus manos uno de los instrumentos más poderosos para sacarnos de esta ignorancia. El buque Okeanos Explorer, aclara la agencia, no es un barco de investigación, sino que está destinado en exclusiva a la exploración, algo que lleva haciendo alrededor del mundo desde 2010. En su campaña de 2016, el Okeanos acaba de concluir su expedición dedicada a los fondos marinos de Hawái para dirigirse ahora hacia un grupo de islas estadounidenses dispersas por el Pacífico y después a la Fosa de las islas Marianas, donde se sitúa el punto más profundo de los océanos terrestres.
Cien elefantes sobre tu cabeza
La Fosa de las Marianas es como la hendidura de una uña gigante en el fondo marino, situada entre Japón y Papúa Nueva Guinea, con una longitud de 2.550 kilómetros y una anchura de 69. El punto más profundo es la Sima de Challenger, un hoyo en su parte sur cuya profundidad fue medida por primera vez en 1875 por el navío británico del mismo nombre. El valor obtenido entonces fue de 8.184 metros, pero mediciones posteriores confirmaron que la profundidad de la sima supera ampliamente a una réplica en negativo del monte Everest: unos 10.900 metros, aún con cierto grado de incertidumbre.
En el fondo de la sima la presión es más de 1.000 veces mayor que al nivel del mar. El biólogo marino Paul Yancey lo pinta de modo más gráfico: como 100 elefantes de pie sobre tu cabeza. Tan intensa es la presión que el agua se comprime un 5%, lo que convierte el descenso en una aventura muy arriesgada. Hasta hoy sólo dos naves tripuladas han tocado fondo en este confín del planeta, menos de las que han llegado a la Luna. En 1960 lo hizo el batiscafo Trieste al mando de dos oceanógrafos, el belga Jacques Piccard y el teniente de la Marina estadounidense Don Walsh.
En 2012 el cineasta canadiense James Cameron, director de Titanic y Avatar, descendió en solitario en el sumergible Deepsea Challenger, filmando la misión en alta definición y en 3D. Otros dos vehículos no tripulados han tocado fondo en la sima, el japonés Kaikō y el estadounidense Nereus. Este último se perdió el 10 de mayo de 2014 en la Fosa de Kermadec, junto a Nueva Zelanda, donde quedó aplastado como una lata a 10.000 metros de profundidad.
A esta zona hadal (por el Hades, el inframundo griego), como se conoce a las profundidades por debajo de los 6.000 metros, la luz no llega. Es un reino de completa oscuridad; pero curiosamente, no de silencio. El pasado año, científicos de la NOAA lograron bajar un hidrófono, un micrófono subacuático, hasta el fondo de la Sima de Challenger. Durante 23 días, el aparato grabó el sonido ambiente, y los resultados sorprendieron a los científicos. El agua transmite las ondas sonoras a tal distancia que el hidrófono grabó cantos de ballenas, el rumor de terremotos e incluso el ruido de las hélices de los barcos a casi 11 kilómetros por encima. Según el director del proyecto, Robert Dziak, "el ruido creado por los humanos ha aumentado de forma constante en las últimas décadas". Escuchando cómo ruidos tan lejanos rebotan en el rincón más profundo del mar, no es difícil imaginar cómo esta interferencia humana puede afectar a la vida oceánica.
Una selva tropical a 10.000 metros
Y vida oceánica es lo que tampoco falta en la zona hadal. Cameron observó algunos pequeños anfípodos, crustáceos parecidos a gambas. Piccard y Walsh dijeron haber visto un pez plano, aunque se ha sugerido que podría tratarse de un pepino de mar u holoturia. Se ha confirmado la existencia de gusanos poliquetos y una enorme variedad de foraminíferos, organismos unicelulares con esqueleto; algunos de ellos, los xenofióforos, con un tamaño gigantesco para una célula: hasta 20 centímetros. Y como no podía faltar, también hay una intensa actividad microbiana; tanto que según un estudio publicado en 2013 el consumo de oxígeno por los microorganismos en la Sima de Challenger duplica el de otro lugar cercano a solo 6.000 metros de profundidad.
Pero aunque los peces, que se sepa, no llegan al fondo de la Sima de Challenger, tampoco andan muy lejos: en diciembre de 2014 se descubrió el plusmarquista a una profundidad de 8.143 metros, un extraño miembro de los llamados peces babosos, los lipáridos. Los científicos estiman que este ejemplar se encontraba en el límite de sus dominios. Según Yancey, una molécula llamada óxido de trimetilamina (TMAO), que permite a los peces mantener su equilibrio osmótico en el mar y que es también la que origina el típico olor a pescado, es asimismo la que permite mantener la estructura de sus proteínas a alta presión. Pero la cantidad de TMAO tiene un límite, y esto impone a los peces una frontera máxima de profundidad: según Yancey, 8.200 metros.
Algo por encima pero aún en total oscuridad, en las llanuras abisales entre los 3.000 y los 6.000 metros de profundidad, la biodiversidad es tan amplia que "sería comparable a las pluviselvas tropicales", sugiere a EL ESPAÑOL Pedro Martínez Arbizu, director del Centro Alemán para la Investigación en Biodiversidad Marina. El biólogo español es el codirector del proyecto CeDAMar (Censo de Diversidad de Vida Marina Abisal), que entre 2000 y 2010 exploró la vida marina entre los 4.000 y 5.000 metros de profundidad, con la participación de 56 instituciones de 17 países.
El último ejemplo de la sorprendente fauna abisal lo ha revelado este mes la recién concluida expedición del buque Okeanos en los fondos hawaianos, gracias a su sumergible robótico Deep Discoverer: un pulpo blanco, de aspecto tan fantasmal que ha sido bautizado informalmente como Cásper. A 4.290 metros de profundidad, Cásper ha marcado un nuevo récord. Por debajo de los 4.000 metros solo se habían encontrado extraños pulpos de los llamados cirrinos, con aletas en su cabeza y filamentos en los tentáculos, como los llamados dumbos por su movimiento que recuerda al elefante de Walt Disney. Los pulpos incirrinos como Cásper, de aspecto más reconocible para nosotros, nunca se habían hallado a tanta profundidad.
Un mundo delicado
Tanto el pulpo Cásper como el pez baboso son probablemente nuevas especies. La ventaja de explorar un mundo cuyo 95% aún se desconoce es que "el 80 o 90% de las especies presentes en las llanuras abisales son nuevas para la ciencia", dice Martínez Arbizu. "La diversidad es enorme", apunta. Aunque hay una diferencia con las selvas tropicales, y es que "la biomasa y la abundancia de individuos por metro cuadrado son muy bajas".
El motivo es la baja disponibilidad de alimento. Los habitantes de las profundidades dependen para su sustento de la llamada nieve marina, un flujo de detritus que transporta hasta lo más hondo la energía que el sol aporta donde la luz aún llega. Por esta dependencia, las poblaciones de seres abisales se ven limitadas por la cantidad de esta nieve marina: "Las zonas más oligotróficas [con menos nutrientes] como el Mediterráneo o las zonas tropicales del Atlántico tienen menos densidad de organismos", señala Martínez Arbizu. La conclusión es que no se trata solo de explorar la biodiversidad a miles de metros de profundidad, sino de hacerlo en cada región particular de los océanos, ya que las especies varían de un lugar a otro.
En resumen, aún es casi todo lo que no sabemos de los habitantes del espacio interior. "No sabemos cómo viven, cómo se reproducen; probablemente son especies muy longevas, que crecen muy despacio", razona Martínez Arbizu. Pero algo sí sabemos: escuchan nuestros ruidos y comen de lo que reciben de nuestro mundo.
Por ello "el abisal es muy sensible a los impactos producidos por el hombre", concluye el biólogo. Hay propuestas de emplear la Fosa de las Marianas y otras como cementerios nucleares. Entre 1973 y 1978, la Fosa de Puerto Rico sirvió de vertedero para más de 387.000 toneladas de residuos farmacéuticos, más o menos el equivalente a 880 Boeing 747. En julio de 2002, un carguero con destino a Oriente Medio lanzó al mar 270.400 ovejas muertas, una práctica habitual en los transportes marinos de ganado cuando mueren animales. Y en la Fosa de Tonga aún yacen los 3,9 kilos de plutonio-238 del generador de la malograda misión lunar Apolo 13. Aún queda por ver si llegamos a conocer el 95% restante antes de destruirlo.