Janis Joplin quería ser guapa. O, al menos, delicada. Quería fotos felices en el jardín de casa y alguien que la invitara al baile de final de curso. Quería la postal y, al final, tuvo la vida: en toda su sordidez, su fenómeno, su velocidad. En unos premios del instituto, había una categoría para el estudiante más feo. "Algún desgraciado la nominó y el resto siguió la gracia votándola. Nunca la había visto tan triste". Lo cuenta un amigo de la época en el nuevo documental sobre la reina del blues dirigido por Amy Berg que se estrena el 4 de marzo y en el que participan grandes personalidades como Peter Albin (Big Brother and the Holding Company), el presentador Dick Cavett o la artista Cat Power. Janis ya no sería nunca una madre tierna que prepara postres ni aguarda cosiendo a que el mundo escampe: era "una de esas mujeres ruidosas de Texas", era salvajemente parecida al hombre.
Se enroló en un grupo marginal del instituto y pasaban las tardes escuchando discos de artistas de blues afroamericanos como Bessie Smith o Ma Rainey. Una noche, en un garito, se topó con su admirado Bob Dylan y le espetó: "Ah, Bob, te quiero. ¿Sabes que seré famosa?". "Sí. Todos lo seremos", contestó él, lacónico. Janis respondió al rechazo montando guerras por menos de nada: a los 17 años, cuando descubrió que sabía cantar, actuaba en clubs de folk a cambio de bebida. Luego sus colegas tenían que pasar un sombrero y reunir el dinero necesario para mandarla en taxi a casa. Joplin, detrás de la carcajada y la forma brusca, llevaba dentro el dolor del mundo.
Escribió Pablo D'Ors que "cuanto mayor es el ideal por el que se vive, mayor es la necesidad de contrarrestarlo con el cuerpo". A Janis le pasaba algo así. Embestía la angustia existencial a golpe de sexo. Con hombres y con mujeres, en extraña comunión con el ser humano. Cuando huyó de Texas a San Francisco, estuvo un tiempo viviendo con una chica llamada Linda. Luego empezó a chutarse y Linda la dejó. "Vivía de metanfetaminas en una habitación sin muebles, llegó a pesar 35 kilos", explica su amiga en el documental. El filme cuenta la historia de Janis no sólo a partir de voces cercanas, sino a través de las cartas que escribió durante años a sus familiares, parejas y amigos. "A mis queridos padres: no creo tanto en el talento. La ambición es el factor decisivo. En realidad, no busco status ni dinero... busco amor. Mucho amor".
Música y jeringuillas
Las hostias seguían llegando como el temporal lógico de la vida. Tuvo un novio, Peter. Decían que se querían, que se iban a casar. Janis no sabía que él vivía con una mujer a la que luego dejó embarazada. Así que la abandonó. Ah, todos lo hacían. "Hostia puta -escribió-, tengo muchísimas ganas de ser feliz". Música, más música, jeringuillas. Muchos amigos murieron esos años. Cuando se unió a la banda Big Brother and the Holding Company en el 66, las cosas empezaron a marchar mejor. Actuaron en el Festival de Monterrey -con Jimi Hendrix, The Mamas and The Papas, The Who...- y el público se puso a sus pies.
Janis nació en el Festival de Monterrey del 67, el público se puso a sus pies: ahí la Joplin de exorcismo, chulería, carisma y desgarro
Ahí nació Janis. Ahí sangre, vísceras, y el embrión del genio desperezándose. Una Joplin de desnudos y collares, de plumas, caladas largas y gorros rusos, de conversaciones de tasca y beso con sus compadres del grupo. Joplin de exorcismo, chulería, carisma y desgarro. La primera. Fue la primera y la mejor. Una vagina intrusa en el mundo masculino del rock and roll. Agarraba el pie del micrófono como si fuera un cuello. Los diarios decían que sus canciones eran "desesperados gritos de apareamiento". Lo mismo la veías abierta en canal con Cry que pedía un Mercedes Benz y uno quería envolverle todo el concesionario y abrazarla al dormir. La contracultura de los 60 tenía ojos y boca y muslos. Era Janis.
Chelsea hotel
Se supo Dios, cambió de banda -Kozmic Blues Band-, recibió malas críticas, echó de menos a Big Brother y era tarde: se había hecho mayor. Janis era ya una gigante interior, un tifón de fuerza absurda que escupía creación maldita poro a poro. No podía mezclarse de verdad con la gente. No podía disolverse con nadie. Era fácil admirarla; pero quién se iba a atrever a amarla túnel adentro, con ese riesgo de derrumbe. Contaba Leonard Cohen que una vez cogió el ascensor de un hotel de Nueva York esperando encontrarse con Brigitte Bardot, pero con quien se topó fue con Janis.
La noche que pasaron juntos se convirtió en canción: "Te recuerdo muy bien en el Chelsea Hotel / hablando tan dulce y valiente / mamándomela sobre una cama deshecha / mientras la limusina esperaba en la calle". Cohen contaba en Chelsea Hotel que Janis le dijo que prefería a los hombres guapos, pero que con él haría una excepción. "Y cerrando el puño por los que, como nosotros, / están oprimidos por los cánones de belleza / te arreglaste un poco y dijiste: No importa / somos feos, pero tenemos la música".
En febrero de 1970 -el año de su muerte- se fue a con una amiga a Río de Janeiro a desintoxicarse. Allí conoció a David Niehouse, el que sería su amor abortado. Janis andaba en pleno síndrome de abstinencia, temblorosa y perdida. "La abracé dos días y se calmó", recuerda él en el documental. "Ella sentía el dolor de todos los que tenía cerca. Por eso tomaba heroína. Para no implicarse". Fueron felices viviendo silvestres unos meses, recorriendo la selva de Brasil, hasta que él la dejó por sus adicciones.
La mula y la zanahoria
Cuando veía las fotos de esos viajes, Janis decía "Vaya, a su lado parezco una mujer, no una estrella del rock. Sí, puedo poner a bailar a un país... pero no sé hacer pan". Al principio, pensaba que las mujeres eran la mula y los hombres la zanahoria; que el amor era la persecución errática de un dulce visible pero inmasticable. Después se hizo dueña de sus decisiones: "Eres lo que te conformas con ser. Si te conformas con ser el lavavajillas de alguien, es tu problema". Pero lloraba cantando "Honey, welcome back home" y pensaba en David.
La encontraron una mañana desplomada en la habitación de un hotel, con las venas del brazo izquierdo agujereadas. Tenía 27 años: entraba de lleno en el club de los mitos tristes. En su testamento había dejado 2500 dólares para que sus amigos se emborracharan el día de su funeral. No le dio tiempo a leer la carta que David le había enviado diciendo que no quería ver más mundo ya, que quería estar con ella.
Qué importa si había otra vida posible para Janis Joplin. Al carajo con su postal infantil de jardines y tartas. De haberlo sabido, ella se habría reído muy loco, muy amargo, muy irónico. Habría calado su cigarro. Y habría silbado aquello de "Libertad es sinónimo de no tener nada que perder", como cantaba en Me and Bobby McGee, dando uno de sus tragos largos.