En los inicios del cine, el arquetipo femenino era el de un ser angelical. Rostros como los de Mary Pickford o Lilian Gish se convertían en epítomes de la inocencia hasta el empalago, flores surgidas en medio de un Hollywood en el que, en realidad, el escándalo y la depravación eran algo nada anecdótico. Sin embargo, contra este estereotipo surgió otro, el de la vamp, un tipo de mujer fatal sofisticada y consciente de su poder de manipulación y control, que toma del mito del vampiro la capacidad de fascinar a cada hombre que caía bajo su influjo, con el fin de conseguir todos sus propósitos.
Y la vamp por excelencia fue Musidora, nacida como Jeanne Roques (1889-1957), pero que utilizó su nombre artístico (que significa "regalo de las musas"), tomado de una obra de Théophile Gautier, tras su debut en 1909. Hija de un compositor y una pintora muy activa en la defensa de los derechos de la mujer, actuó en la hoy tristemente famosa sala Bataclan, por entonces dedicada a los vodeviles y las revistas, junto a la escritora y actriz Colette. Fue en el Folies-Bergère, el templo del cabaret parisino, donde la descubrió el director Luis Feulliade, que estaba preparando un folletín cinematográfico de diez episodios.
Los moldes de lo sexy
Musidora ya había debutado en el cine en 1913, pero fue Les Vampires, el folletón de Feulliade, que se estrenó en 1915, el que la lanzó a la fama. En él interpretaba a Irma Vep (un anagrama de "vampire", vampiro), un personaje que rompía todos los moldes de lo que se consideraba sexy en una pantalla: en un momento en el que era escandaloso ver a una mujer llevando pantalones, Musidora aparecía con mallas negras; si las largas melenas rubias enmarcaban los rostros de las estrellas más populares, su peinado era corto y oscuro; y el maquillaje, lejos de resaltar la femineidad, sorprendía, e inquietaba, con su blancura extrema y los grandes ojos que destacaban con un punto de alucinación.
Musidora vestía mallas negras, tenía el pelo corto y oscuro, y llevaba un maquillaje que resaltaba su blancura extrema y sus grandes ojos -con aquel punto de alucinación-
El serial, que contaba la historia de una banda criminal del mismo nombre que el folletín (y que, por cierto, no eran vampiros en sentido estricto), cautivó al público y llegó a contar con diez episodios en los que Irma Vep se convirtió en el personaje del que todo el mundo hablaba, y que luego influiría a toda una generación posterior de mujeres fatales, con Louise Brooks o Theda Bara a la cabeza.
El rejoneador
Sus maquinaciones, y unos guiones truculentos en los que llegaba a estar hipnotizada y utilizada por el malo de la serie, fascinaron a los surrealistas (Breton y Aragon escribieron en 1929 El tesoro de los jesuitas, una obra en la que los nombres de todos los personajes eran anagramas de Musidora) y a directores como Luis Buñuel o Fritz Lang. De hecho, aunque a Feulliade en ningún momento le movía el interés meramente artístico y sí el comercial, se considera que Les vampires es una de las obras esenciales de la vanguardia, y que marcó el camino al expresionismo que triunfaría en el período de entreguerras. Los recursos narrativos del francés dieron un enorme impulso a las posibilidades del cine como medio de expresión.
Convertida en una estrella, Musidora repitió éxito en otro folletín para Feulliade, Judex (1916), a la vez que se iniciaba como directora adaptando varias obras de Colette. Pero el giro más sorprendente lo dio al enamorarse perdidamente de un rejoneador español, Antonio Cañero, lo que la llevó a trasladarse a España y rodar aquí tres películas, La capitana Alegría (1920), Sol y sombra (1922) y La tierra de los toros (1924), de las que fue guionista, productora y co-directora, aunque disimulaba su autoría en un momento en el que no abundaban las mujeres realizadoras.
Estas tres cintas, aunque se basaban en obras muy populares en su momento, no tuvieron el éxito comercial que esperaba. Además, el fin de su romance con Cañero la hizo volver a Francia.
Un matrimonio con un médico, Clement Marot, con quien tuvo un hijo, la tuvo apartada del cine a partir de 1927 para volcarse en el teatro. Tras divorciarse en 1944 se volcó en la literatura (publicó un par de novelas, Arabella y Arlequín y Paroxysmes, así como numerosas canciones y el poemario Auréoles), y comenzó a trabajar en la Cinemateca Francesa con Henri Langlois, donde asistía divertida a la proyección de sus películas, sabiendo que muchos de los jóvenes que acudían a la sala (entre los que se encontraban los integrantes de la Nouvelle Vague) no reparaban en que la mujer que se encontraban en el vestíbulo era la misma que los hipnotizaba desde la pantalla. El juego llegó a su fin con la muerte de la actriz, el 7 de diciembre de 1957.
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