En el otoño de 1966, John Lennon viajó a Almería para interpretar al soldado Gripweed en la película de Richard Lester How I Won the War, una comedia negra con tintes surrealistas mediante la que se parodiaba el cine bélico. Debido a la caracterización del personaje, Lennon, que había popularizado el peinado mop-top y hasta entonces siempre había usado lentillas, comenzó a aparecer públicamente con el pelo muy corto y gafas redondas, llamando la atención de la prensa.
Para cuando la película se estrenó, en octubre de 1967, su nuevo aspecto ya era un icono. Un mes después, en noviembre de ese mismo año, una fotografía suya tomada durante el rodaje se convertía en la portada del primer número de la mítica revista Rolling Stone. John no volvería a usar lentillas jamás, y las “teashades” pasaron a ser, en el lenguaje popular, las gafas de Lennon.
Todo este asunto no deja de ser un ejemplo de la dictadura del estereotipo, de la que es imposible escapar
Y todavía hoy continuamos realizando esa asociación entre el objeto y la persona. Resulta curioso cómo los grandes personajes históricos sobreviven, en cierto sentido, a través de sus símbolos. Los recordamos por su historia; por sus hallazgos, sus creaciones o sus grandes gestas. Pero siempre hay algún elemento cotidiano que, de un modo casi automático, los devuelve de inmediato a nuestra memoria.
En algunos casos, la relación que se produce entre el símbolo y el personaje es tan intensa que los elementos que encarnan dicha representación son, por así decirlo, retirados del mercado de la simbología. Hoy en día nadie se recortaría el bigote como Dalí o usaría el gorro y la pipa de Sherlock Holmes. Son objetos que han sido apropiados para siempre por la imagen de otro. Le pertenecen como símbolo.
El historiador Román Gubern (Barcelona, 1934), especialista en la cultura de la imagen, opina que en el fondo no deja de ser una cuestión de connotación: “En cuanto se representa a un personaje –me comentaba a propósito de este tema-, tenemos en mente los atributos que connotan a ese personaje. Los elementos que forman parte de su aureola. La connotación de una persona que destaca por llevar una pulsera tal vez no sea muy fuerte, pero sí lo es la connotación de alguien que, por ejemplo, lleve habitualmente un cuchillo entre los dientes”.
El que mira, define
Es innegable. La connotación de la bacía de Don Quijote o el bombín y el bastón de Charlot es mucho más marcada que la del flequillo de Julio César o el bolso de Margaret Thatcher. No obstante, y al respecto de este último ejemplo, el profesor Gubern aporta un interesante matiz: “En el caso del bolso de Margaret Thatcher, se produce una connotación acentuada del personaje. Algunos interpretan la constante del bolso como una virtud. El refuerzo de una imagen o una ideología determinada, que en este caso aplaudirían los capitalistas. Siempre son dos los elementos que intervienen: el que connota al sujeto y la mirada del observador. Porque en la mirada está la interpretación”.
El caso del bolso de la Thatcher es paradigmático. Cuando falleció en el año 2013, el alcalde de Londres, Boris Johnson, puso en marcha una colecta municipal para la financiación pública de una estatua de la Dama de Hierro que se colocaría en Parliament Square, frente al Palacio de Westminster. Una vez se alcanzó la cifra de 300.000 libras (aproximadamente 400.000 euros), se encargó su construcción a un artista con el compromiso del alcalde de que el monumento contaría en todo caso con la aprobación de la familia de la difunta Primera Ministra.
En la construcción de la figura dedicada a su madre se han olvidado de incluir su icónico bolso
La escultura está construida desde hace un año, pero no puede ser instalada en la plaza del parlamento porque Carol Thatcher, hija de Margaret, tiene dos objeciones. La primera es que se trata de una estatua de bronce cuando lo lógico –y aquí interviene la exactitud británica- es que fuese de hierro. Pero es un defecto que está dispuesta a ignorar. La segunda, sin embargo, es insalvable: en la construcción de la figura dedicada a su madre se han olvidado de incluir su icónico bolso.
Es indudable que cualquier símbolo es, por naturaleza, inexacto. Ningún objeto cotidiano puede representar con precisión la amplitud de la personalidad de John Lennon, Nerón o Margaret Thatcher. Ya se trate de unas gafas, un arpa o un bolso. Pero precisamente por eso se trata de un símbolo. Porque consiste en un objeto que, desde lo particular, alude a una entidad, una persona o una idea en toda su dimensión. La parte por el todo.
Sin embargo, cuando la asociación es tan intensa que el símbolo llega a eclipsar al concepto representado, esa imprecisión puede resultar injusta. ¿Dejaría Margaret Thatcher de ser Margaret Thatcher por el mero hecho de omitir su bolso? ¿O Abraham Lincoln si se le representase sin su célebre barba?
Román Gubern opina que, más allá de la idea de justicia, habría que preguntarse si es acaso evitable: “El mundo del símbolo es muy complejo. El vínculo existente entre símbolo y personaje es muchas veces irrompible. Ocurre con Groucho Marx y su bigote, o Cantinflas y sus pantalones. En realidad no dejan de ser estereotipos. Desde que existe el arte, ha existido la forma de dibujar a los demás. La necesidad humana de identificar a los demás con un símbolo. La representación de una personalidad es algo que sucede desde los egipcios. Y muchas veces eso se convierte en un estereotipo universal. Piensa si no, en la imagen de Jesús como un cordero. Piensa en el crucifijo. O en la cruz gamada. Independientemente de si es más o menos justo, no podemos escapar al reinado del estereotipo”.
Aquello que los simboliza se ha convertido en un estereotipo universal que los identifica
La conclusión juega en contra de Boris Johnson. Aunque Dalí sea mucho más que un excéntrico bigote, Einstein mucho más que una cabellera despeinada o Margaret Thatcher mucho más que un bolso de mano, aquello que los simboliza se ha convertido en un estereotipo universal que los identifica y los evoca en el imaginario colectivo mediante una asociación de ideas inquebrantable. Sea justo o injusto, y a pesar de la imposibilidad de reducir a un solo objeto toda la magnitud de un determinado personaje histórico, los elementos que los representan son ya inherentes a ellos del mismo modo en que su imagen se ha apropiado, por su valor simbólico, de tales elementos.
No sin el artista
Surge, por tanto, la duda de si se podría modificar la escultura de Margaret Thatcher para incorporar su emblemático bolso, con todas las implicaciones que eso conlleva desde el punto de vista de la propiedad intelectual del artista. El profesor y jurista Miguel Diéguez (Lugo, 1972) me ofrece su punto de vista sobre el asunto, basado en el derecho moral reconocido, desde su revisión en 1928, en el apartado 1 del artículo 6° bis del Convenio de Berna de 9 de septiembre de 1886 para la Protección de las Obras Literarias y Artísticas.
Convenio ratificado por el Reino Unido y que, en su última redacción, dada en París en 1971, dispone: “Independientemente de los derechos patrimoniales del autor e incluso después de la cesión de estos derechos, el autor conservará el derecho de reivindicar la paternidad de la obra y de oponerse a cualquier deformación, mutilación u otra modificación de la misma”.
No se puede modificar la obra sin consentimiento del artista por la protección absoluta que la misma tiene
Me explica Miguel que esa es la línea que sigue, en el caso de España, la Ley de Propiedad Intelectual, y abunda, a modo de analogía, en la jurisprudencia del Tribunal Supremo: “Existe una maravillosa Sentencia de 18 de enero de 2013 que nos habla del derecho del autor, en el supuesto de un escultor, como “un derecho que va más allá de la obra considerada aisladamente, (…) que puede comprender, incluso, el lugar de la ubicación de la obra, cuando ello haya sido un elemento o circunstancia con incidencia en el proceso de creación del autor y en el aspecto estético final de la obra”. El artículo 14 de la mencionada ley obliga, además, a “exigir el respeto a la integridad de la obra e impedir cualquier deformación, modificación, alteración o atentado contra ella que suponga perjuicio a sus legítimos intereses o menoscabo a su reputación". En mi opinión, por lo tanto, no se puede modificar la obra sin consentimiento del artista por la protección absoluta que la misma tiene al amparo de la protección de la propiedad intelectual del autor”.
Respecto a si el ayuntamiento de Londres podría instalar la estatua de Margareth Thatcher sin su bolso a pesar de la negativa de su hija Carol, Miguel realiza de nuevo una comparación con el ordenamiento jurídico español: “Es clarificador lo que dispone, insisto, en España, el art. 8 de la Ley 1/1982 sobre las intromisiones legítimas de la autoridad competente. El ayuntamiento podría instalar la estatua siempre y cuando la misma no atente contra la imagen de la señora Thatcher. Por ejemplo, si es hecha con mofa o escarnio. Y, desde luego, no entiendo que la ausencia del bolso suponga un ataque a su imagen. No obstante, si ha existido un contrato entre la Administración y la familia, o cualquier otro documento vinculante, habría que estar a lo que dispone el mismo”.
Difícilmente verá la luz la estatua porque es esclava de un símbolo. Y lo es porque, en realidad, la propia Thatcher también lo era.
En otras palabras, habiéndose comprometido Boris Johnson a que la escultura contaría en todo caso con la aprobación de la familia, y no pudiendo obligar al autor a añadir el dichoso bolso, sospecho que la estatua está condenada a cubrirse de polvo en un almacén.
Todo este asunto no deja de ser, como el profesor Gubern señalaba, un ejemplo de la dictadura del estereotipo, de la que es imposible escapar. La estatua de Margaret Thatcher fue proyectada con la mejor intención por el ayuntamiento de Londres, financiada por los londinenses mediante una colecta y, sin embargo, difícilmente verá la luz porque es esclava de un símbolo. Y lo es porque, en realidad, la propia Thatcher también lo era.
En cierta forma, todos somos esclavos de aquello que nos representa, ya que rechazarlo sería llevarnos la contraria a nosotros mismos. Comentando el tema de este artículo con la escritora y catedrática de comunicación audiovisual Margarita Ledo Andión (Lugo, 1951), me decía: “Godard comentó, a propósito de la expo “Hitchcok y el arte” que el Centro Pompidou presentó en el año 2000, que de las películas del maestro del terror nos acordábamos de un icono: el bolso de “Marnie, la ladrona”, por ejemplo, o el cuchillo de “Psicosis”. Tal vez porque también la Thatcher nos hace sentir miedo –el hundimiento del Belgrano, la muerte en huelga de hambre de los presos del IRA-, el subconsciente de los suyos la representa en un bolso de mano. En cuanto a mí, nunca iré a ver tal estatuta”.
Algo me dice que su hija tampoco.