Ahora que internet ha convertido la sátira en vicio -con su banquete de memes, vídeos virales y coñas con los caracteres contados- la ciudadanía ha olvidado que una vez, no hace tanto, el humor gráfico significó de verdad una válvula de escape, una libertad creativa que rebañar cuando el sistema afilaba. Las dictaduras -unas y otras-, el colonialismo, el terrorismo, la guerra, la caída de la bolsa y el abuso de poder -incluso del democrático- han sido engendros ciegos de diez cabezas incapaces de entender -y de esquivar- el poder del lápiz, su bofetada sin mano.
Las caricaturas de lo peor de cada época han ayudado a activar la mirada inteligente de la población, a movilizarla sobre el papel y a inclinar la balanza ideológica. En 50 viñetas que cambiaron el mundo (Ariel), Roberto Fandiño recoge los mejores retratos -bañados en ácido- de la historia contemporánea desde la Revolución Francesa hasta el ataque a las Torres Gemelas: una mirada irónica del pasado al servicio del presente.
Claro que, como explica el autor, "ver en una viñeta de prensa a Caperucita y al lobo siempre conduce al lector a contemplar a una víctima indefensa y a un verdugo abusón": por eso el espíritu crítico del receptor nunca debe ceder a creerse una imagen satírica a pies juntillas, igual que es iluso tragarse en bloque -sin masticar- un programa político. "Nuestro trabajo, el de quienes observamos estas caricaturas siglos después, es desvelar en qué contexto se creó el mensaje, con qué intenciones y a qué público iba destinado". Sostiene Fandiño que si el humor gráfico ha costado cárceles, exilios y vidas, es porque es capaz de toquetear la opinión pública creando dioses y demonios. A veces sólo representándolos: ahí está la imagen de Aylan, el niño ahogado en la playa turca, convertido por dibujantes de todo el mundo en un símbolo de la doble moral y de la indiferencia de la Europa desarrollada antre el drama de los refugiados sirios.
Todos dictadores
Lo que es obvio es que las viñetas nunca han dejado que se cierre el debate sobre la libertad de expresión. "Es lícito interrogarse sobre su alcance", apunta Fandiño, "pero erigirse en guardianes de la moralidad de toda una colectividad, censurar o amordazar aquello que nos incomoda o somete a crítica, es un acto de autoritarismo: una sociedad avanzada es capaz de tolerar la crítica, por mordaz, perveras o grosera que esta sea". En diciembre de 1936, el dibujante Kimon Evan Marengo -más conocido por su acróstico, Kem- editaba su habitual tarjeta de Navidad dedicada a captar la esencia política del año. "El resultado fue este Mussolini transformado en una loba capitolina ataviada con el traje fascista y de cuyas ubres se alimentan unas dictaduras aún en pañales", esboza el autor. Adolf Hiter lleva tres años en el poder y ya se mantiene en pie, pero viste aún el camisoncito de bebé y tiene algunos problemas para mantener el brazo en perfecta verticalidad.
A su lado está Kemal Atatürk, que ha cambiado la el fez -sombrero típico de su país- por una chistera y un conjunto de frac mucho más apropiados para su proyecto de modernización capitalista. Ioannis Metaxas -emulador del fascismo de Mussolini en Grecia- acompaña a Francisco Franco, que esquiva de un salto la embestida de un toro que materializa la resistencia española. Ahí está el caudillo: "Es un tirano folklórico con pantalones de torero y espadón decimonónico, encaramado a las mamas de una lupa capitolina buscando ayuda y protección militar", señala el autor. Por último, Oswald Mosley, parlamentario británico deslumbrado por la tercera vía mussoliana. Los más expertos en el arte del totalitarismo -Hitler y Atatürk- tienen los pies en el suelo: los demás requieren de botes o escaleritas.
Prostitución ideológica
La viñeta de Clyford Berryman data de 1939 y reza "¿Cuánto durará la luna de miel?" (ver imagen de apertura). Hace alusión al pacto germánico-soviético , un negocio que sobre el papel no era más que un tratado de no agresión, pero que ocultaba las pretensiones rupturistas de ambas potencias respecto al orden europeo sellado por Versalles. "El objetivo no era otro que repartirse las áreas de influencia en el este de Europa y los estados independientes de Finlandia, Estonia, Letonia, Lituania, Polonia y Rumanía". Qué extraño: los dos regímenes totalitarios de Europa, antes enfrentados a muerte, parecían ponerse de acuerdo para hablar un lenguaje común. Todo un matrimonio de conveniencia digno de esperpento.
Con una ironía aplastante, Valtman subrayaba la circunstancia de que la ideología política podía convertirse también en un inflexible dogma, tan intolerante e inmovilista como la fe
En 1991, el sueño comunista era sólo eso: un sueño. La sorna de Edmund Valtman retrata a Karl Marx -dios todopoderoso- con su ceño fruncido, sosteniendo una vara rematada por su hoz y su martillo. No parece seducirle lo que está contemplando. Tampoco a sus dos más aventajados discípulos, Lenin y Stalin: allá abajo, en la miserable tierra -donde el comunismo puro no acaba de plantar el huevo- una comitiva fúnebre encabezada por el secretario general del Partido Comunista Soviético, Mijail Gorbachov, se dispone a dar sepultura a su ideología. Ahí el comunismo relegado al evanescente mundo de las ideas. "Sus profecías de futuro resultaban tan cargadas de mito, superstición y elucubración como cualquier religión", explica el autor. "Con una ironía aplastante, Valtman subrayaba la circunstancia de que la ideología política podía convertirse también en un inflexible dogma, tan intolerante e inmovilista como la fe".
Una última: Sigfried Woldhek representa "la voz de Bush" en 2004. Recuerda el autor que en marzo de 1991, "un George Herbert Bush, pletórico y lleno de entusiasmo tras la victoria estadounidense en la primera guerra del Golfo y consciente del colapso de la URSS, se dirigía en un discurso al mundo para poner fin oficial a la guerra fría: en su lugar, proponía una paz duradera capaz de propiciar un nuevo orden mundial basado en los principios de justicia y juego limpio emanados de unas Naciones Unidas ecuánimes".
La paz duradera
Ah, de repente es septiembre de 2002. Su hijo, George Walker Bush, anuncia su deseo estadounidense de actuar en solitario y sin tomar en consideración a la ONU: va a recurrir a la guerra preventiva contra Irak, porque, total, "nuestra mejor defensa es un buen ataque". Adiós, en sólo una década, al sueño de la paz duradera. Hola al eje del mal. El viñetista coloca a un plácido y pequeño Bush escuchando a la figura colosal de un Dick Cheney [su vicepresidente] que maneja el cotarro.
"El retrato describe al presidente Bush como un pelele, una marioneta de guante, un muñeco de palancas en manos de un ventrílocuo perverso, encarnación del sector dominante en su gobierno", explica el autor. "Un belicoso grupo con intereses en las grandes industrias estratégicas y militares del país, obsesionados por una ideología religiosa cristiana integrista, convencida de que Dios está de su parte frente a la gran amenaza musulmana". Lo decía Ambrose Bierce en El diccionario del diablo: la historia, al final, es un relato casi siempre medio falso protagonizado por gobernantes casi siempre bribones y militares casi siempre estúpidos.
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