“¿Sabes, mamá? Un día tu chico será campeón del mundo”. Anthony Joshua pronunció estas palabras hace ya mucho tiempo. Entonces, era apenas un púgil con guantes de becario. Uno de muchos. Problemático, irreverente y conflictivo. Había nacido en un barrio pobre, y allí cosechó aspiraciones, pero no metas. Sus sueños, aún lejanos, se debatían entre el rumor de la calle: drogas, peleas sin guantes, sirenas de detención… Tentaciones para un chaval que encontró refugio en el cuadrilátero, entre cuatro paredes con olor a cuero de saco. Allí, empezó a bailar sin pastillas que consumir. Hasta que, tras ver sus pies levitando entre los pasillos de la cárcel, cambió de rumbo, varió la escena, dejó de traficar y acabó cumpliendo su sueño -y el de su madre-: en 2016 se proclamó campeón de los pesos pesados por la IBF (Federación Internacional de Boxeo). Y este sábado, en Wembley, hizo lo propio alzándose con el título Mundial de la IBF y la WBA (Asociación Mundial de Boxeo).



Anthony Joshua. Un nombre y un apellido. Un anónimo hasta hace poco; un rey con corona de estrellas a partir de ahora. Suyo fue un combate de leyenda, un estadio que se iluminó bajo los colores de la bandera británica: himno, jubileo y explosión…. Espectáculo. Hubo fuegos artificiales, tambores de guerra resonando y nervios, muchos nervios. A un lado, un ‘viejo’ -perdón, un sabio de este deporte-, con 41 años; y al otro, un aspirante a la gloria, un campeón del mundo por la IBF. Wladimir Klitschko, veterano de guerra, contra el chico que con siete años, entre las paredes de su casa, visionaba el corazón de un ucraniano que avanzaba hacia la consagración de su propio destino, el de ser uno de los mejores púgiles de su tiempo.



La lona, 90.000 personas, Wembley y la historia contemplando desde su sillón. A priori, una pelea más, dos pesados luchando por el título, pero ya está. A posteriori, una pelea de escándalo, un viejo y un aprendiz luchando sin tregua, exorcizando los puntos, evitando acabar sin épica. Primero, una caída, la de Joshua; y un renacimiento, el de Klitschko. Después, un emerger desde abajo, un levantarse hasta acabar a hombros: Anthony batiendo a Wladimir por KO en el undécimo asalto. El final de un principio, el que puede aupar al británico muy alto. Quién sabe dónde. Lo tiene todo, sólo le queda no fallar.



Eso queda de la noche, de los resquicios del tiempo que ya es pretérito. Por delante, muchas cosas por hacer; por detrás, en su propio historial, algunas que recordar. Su vida y la de su familia no fueron fáciles. Él podría haber sido un delincuente. Puede, incluso, que hubiera acabado entre rejas. Los orígenes pesan. Bien lo sabe él, nacido cerca de Watford (Inglaterra), en la periferia. Hijo de padres nigerianos, inmigrantes, él fue, según sus propias palabras, uno más de los muchos chicos que frecuentaban el barrio. Se crió bebiendo en los bares y jugando al fútbol. Joshua quería llegar a la selección. Pero, eso sí, su realidad distaba mucho de lo que se prometía. En aquellos campos, en esas pachangas, se llegaba hasta la violencia. No era sano, pero era lo que se estilaba en el barrio.



DROGAS, PRISIÓN Y BOXEO



Su mundo no era el más idóneo. De hecho, en 2009, llegó a estar en prisión preventiva. Le obligaron a llevar grilletes y a no salir de casa más allá de las 20:00 horas. Entonces, el boxeo pasó a ser su vida. Alejado de las calles, se refugió en el gimnasio. Entrenó, sudó y progresó. Los guantes eran su bálsamo en aquellos días de lluvia británica plomiza. Joshua se pasaba el día golpeando. Uno, dos; uno, dos; uno, dos… y pega. Tenía madera, decían. Y vaya si la tenía…

Anthony Joshua celebra su victoria. Reuters



Joshua era una de las grandes esperanzas de Inglaterra para los Juegos Olímpicos de 2012. A él le correspondía ganar el oro. Eso se decía en los corrillos. Pero mientras, entre entrenamiento y entrenamiento, se dedicaba a otras cosas, como traficar con drogas. Hasta que un día lo detuvieron. Era 20 de enero de 2011, conducía un Mercedes y llevaba puesto el chándal de la selección. “Párese”, le gritó la policía. Y él hizo lo propio. Iba a más velocidad de la permitida y llevaba marihuana en el maletero. En ese punto, todo el firmamento se cayó sobre sus hombros.



La selección británica lo suspendió, fue a prisión y, finalmente, lo condenaron a estar 12 meses haciendo trabajos comunitarios y a 100 horas sin derecho a salario. ¿Y qué hizo Joshua? Cumplir con rigor lo impuesto. Dejó la calle -“no tenía el mejor grupo de amigos”, reconoció- y se preparó para los Juegos. Y, finalmente, llegó. El combinado nacional le dejó participar y él ganó el oro en Londres 2012. Se lo dedicó a su país, a su familia y a sus amigos, a todos los que lo habían visto fallar. 



Ese fue su punto de inflexión, el que le permitió seguir unos años como amateur y después saltar al profesionalismo. Ganó el campeonato del mundo de la IBF y afrontó su pelea contra Klitschko sin haber perdido un combate (18 de 18, el 19 contando este último). El primero, precisamente, podría haber sido este, el de este sábado por la noche en Wembley. Pero no. Cayó y se levantó, como los grandes. Y ganó. Cumplió la promesa que le hizo a su madre -que, por cierto, no vio el combate (nunca lo hace)-. Eso sí, seguirá viviendo con ella. Eso no lo ha cambiado. Su lugar de residencia sigue siendo un apartamento de dos habitaciones en un bloque londinense. Allí regresará el chico que, como él mismo dijo, “de no ser por el boxeo, seguramente, habría acabado en la cárcel”. Ahora, es campeón del mundo. 

Anthony Joshua, durante la pelea. Reuters

Noticias relacionadas