Lo que pasó después de la final reunió todo la magia que no existió en el partido. Tras ganar el título de campeona del Abierto de los Estados Unidos (6-3 y 6-0), Sloane Stephens se sentó en el banquillo de Madison Keys y juntas se pusieron a hablar y reír con normalidad, como dos amigas que han quedado para ponerse al día y no como las dos rivales que se jugaron el último grande de la temporada en un cruce cargado de tensión. Las estadounidenses, que son muy cercanas (de la misma generación, con 24 y 22 años respectivamente), se abrazaron en la red con una sinceridad arrebatadora y luego la ganadora rompió con la lógica del protocolo: durante el momento de su vida, el del bautizo como campeona de Grand Slam, Stephens se fue junto a Keys y decidió compartir ese instante inolvidable con su oponente en un gesto tan humano como sencillo. A veces, el deporte no es solo una cuestión de ganar.
“Todavía no lo he asimilado, pero espero conseguirlo con un poco de tiempo”, se arrancó Stephens ante los periodistas. “Quizás, cuando me tumbe, me relaje y lo piense logre ser consciente de que soy la campeona del Abierto de los Estados Unidos”, prosiguió la campeona, que volvió al circuito en Wimbledon tras pasarse 11 meses KO como consecuencia de una lesión en el pie y con sus resultados (semifinales en Toronto y Cincinnati) ascendió más de 900 posiciones en la clasificación. “Hace cinco semanas estaba fuera de las 900 mejores, no era una amenaza. Y ahora… me hace mucha ilusión poderle enseñar algún día a mis hijos que gané el trofeo en este torneo”, cerró la estadounidense, que aparecerá el próximo lunes como 17 mundial después de las dos mejores semanas de toda su carrera.
Keys, la favorita, no pudo jugar con la libertad habitual porque la presión de las tremendas expectativas le causó un bloqueo que se tradujo rápidamente sobre la pista, primero con falta de claridad en la toma de decisiones, luego con pocos ganadores (18) y muchos errores (acabó con 30) y finalmente con las lágrimas con las que terminó jugando, pura impotencia al ver que la ocasión se le estaba escurriendo entre las manos sin poder hacer nada para remediarlo.
Ante los temblores de la número 16, Stephens estuvo increíble, creciendo desde su conocida capacidad para controlar los intercambios con firmeza y brillando al contragolpe sin descarrilar (solo seis errores), la aspirante pasó por encima de Keys como una apisonadora y dio un golpe encima de la mesa: por primera vez desde el Abierto de Australia de 2002 (Jennifer Capriati), una estadounidense diferente a las legendarias hermanas Williams (Serena y Venus) se coronó en un Grand Slam para escribir la página más valiosa de su historia, en la que seguramente no faltarán nunca ni la naturalidad ni el sentido de humor.
“¿Viste el cheque que me dio aquella señora?”, le dijo entre risas la estadounidense a un periodista que le preguntó por su ambición de ganar más títulos grandes. “Tío, si eso no te hace querer jugar al tenis… no sé qué será”.
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