En la victoria no hay ni rastro de épica, pero sí unos brazos abiertos que se quedan fotografiados para siempre. Rafael Nadal acaba de ganar por tercera vez el Abierto de los Estados Unidos (6-3, 6-3 y 6-4 a Kevin Anderson) y el tiempo se ha detenido en la pista Arthur Ashe. Bajo las paredes del estadio más grande del mundo se escuchan los gritos de celebración del mallorquín, se ven sus saltos de alegría y se reconoce su cara de felicidad cuando se gira hacia a los suyos, que están abrazados en la grada. A los 31 años, el español ha estirado a 16 torneos del Grand Slam su palmarés para apretar el histórico mano a mano que mantiene con Roger Federer (19 grandes) por pasar a la historia como el mejor jugador de todos los tiempos. Aunque no lo consiga, aunque sea el suizo el que mantenga la ventaja y finalice en ese lugar de privilegio, Nadal puede retirarse tranquilo cuando quiera: la eternidad se le ha quedado muy pequeña. [Narración y estadísticas]
“Ganar un Grand Slam significa muchísimo”, se arranca Nadal, que con la victoria le saca casi 2000 puntos (1960) de ventaja a Federer en la pelea por el número uno. “Es algo que queda para el resto de mi vida. Estoy muy feliz”, sigue el mallorquín, rota la racha de no poder celebrar un título en pista dura desde 2014 (Doha). “El partido ante Mayer supuso un cambio de dinámica, a partir de ahí jugué a un nivel alto y mentalmente he estado siempre bien. Hoy era un encuentro complicado, sabía que él sacaba y pegaba muy fuerte, pero por suerte la final se ha ido abriendo hacia mi lado”.
“Ha sido un poco más fácil de lo que esperábamos”, reconoce luego Toni Nadal, tío y entrenador del tenista. “Habíamos visto a Anderson contra Pablo Carreño y jugó muy bien, sacando a mucha velocidad”, prosigue sobre el sudafricano. “Teníamos el miedo de que sacara igual en este partido, porque era complicado. Rafael acertó en la decisión de restar atrás. A Anderson le incomodó bastante ver que podía devolverle todas las pelotas desde atrás y que le hacía jugar todos los puntos”, se despide el preparador del vencedor.
“Fácil tampoco puedo decir que haya sido”, analiza Carlos Moyà, otro de los técnicos del español. “Ha hecho jugar mucho a Anderson, ha sido una táctica de desgaste. Ha funcionado, ha neutralizado su mejor golpe que es el saque y a partir de ahí ha habido muchos puntos jugados que los ha ganado cuando se han estirado”, radiografía el campeón de un grande. “Ha sido un torneo que no empezó de la mejor manera, no ha sido fácil, pero poco a poco se fue enderezando. Empezó con muchos nervios, pero después del partido de Mayer cambió todo. Fue capaz de jugar con seguridad y encontró un gran tenis”.
Los cazas estadounidenses que surcan los cielos antes de empezar a jugar escupen el mismo fuego que acompaña al balear durante todo el partido. Nadal, vestido de negro, sale del vestuario rugiendo y enseñando los dientes. Llega a la pista con los ojos echando chispas, comiéndose a Anderson con la vista y buscando imponer respeto desde el calentamiento. Su forma de marcar terreno es la experiencia: yo he jugado 22 finales grandes antes de esta, tú vas a inaugurar hoy la cuenta y de las mariposas que tienes en el estómago tengo hasta los números de teléfono, tanto tiempo hace que nos conocemos.
Como se espera, el saque de Anderson condiciona todo el partido. El gigante, el más alto (2,03m) de la historia en disputar una final de Grand Slam, pone en juego bombas que el español decide esperar siete metros tras la línea de fondo, en lugar de adelantar su posición para restar metido dentro de la pista. Tan atrás está el balear, tan bien atrincherado, que los espectadores sentados en las primeras filas del fondo le pierden del campo de visión y se quedan contemplando el suelo verde y azul vacío, con el tenista invisible tras el muro en el que se anuncian las marcas publicitarias que patrocinan el torneo.
Aunque deja escapar las cuatro primeras bolas de rotura del encuentro (dos con 1-1 y otras dos con 2-2), Nadal no cambia de idea ni por un momento. El español, que parece el prisionero del cuento, insiste en restar los saques de Anderson con la espalda bien pegada a la pared y la jugada le sale exactamente como quiere porque la coordinación que tiene le permite cazar los saques del sudafricano haciendo un gesto larguísimo y dándole una rotación endiablada a la pelota, que el número 32 sufre horrores para leer y repeler.
Además, poco a poco el mallorquín consigue lo que se propone en la reunión que tiene antes de jugar con sus entrenadores. Pasan 35 minutos y los rivales todavía están en el quinto juego de la final. El sudafricano, que al principio está fresco y no renuncia a correr ni a una sola bola, va perdiendo la energía y su erosión es inevitable, consecuencia de tener que desplazar ese enorme corpachón como un limpiaparabrisas por todos los rincones de la pista. Cuando Nadal le gana la primera manga, después de romperle dos veces el saque a su contrario, el partido se ha terminado y la copa está a su lado.
A partir de entonces, en los dos parciales siguientes, Nadal juega muy bien, atacando a Anderson sin concesiones ni dudas, con un tan tenis afilado (30 golpes ganadores) como certero (16 puntos ganados de 16 jugados en la red), lo poco que distrae a la gente (“¡Olé Rafa!”, grita la grada en uno de los descansos del tercer set) en una final que nunca se compite de poder a poder, casi aburrida por lo claro que está el desenlace.
Así, sin sufrir ni un poquito en un partido plano y previsible (no se enfrenta a una sola pelota de break), el mallorquín se abre paso hasta la copa, que asegura su posición de segundo mejor jugador de siempre y le mete de lleno en la lucha con Federer por ser el primero. En cualquier caso, el mito y la leyenda ya no tienen sentido. Rafael Nadal Parera está por encima de esas dos palabras de significado infinito.
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