“Entiendo que ella no va a tener una carrera larga. No sé si va a jugar el resto de la temporada o seguirá una más. La decisión está en sus manos…”.
Piotr Wozniacki, el padre y entrenador de Caroline Wozniacki, dice palabras de las que inmediatamente se arrepiente. Se celebra el Abierto de los Estados Unidos de 2016, al que su hija llega hundida en una crisis de juego (74 del mundo), y el progenitor de la danesa desliza que se acerca el final de la tenista, que sus días están contados, que ya ha tenido suficiente tras llegar a ser número uno con 20 años y verse obligada a soportar las críticas de la mayoría por no respaldar esa conquista de la cima con un Grand Slam (dos finales perdidas, en el Abierto de los Estados Unidos de 2009 y 2014), para muchos lo mínimo que debe lucir una número uno en la pechera.
El sábado por la noche, con las gaviotas trazando círculos amplios en una calurosa noche del verano australiano, al padre de Wozniacki se le remueve el corazón cuando ve desde la grada cómo su hija se tira al suelo de la Rod Laver Arena para festejar que acaba de ganar el Abierto de Australia a Simona Halep (7-6, 3-6 y 6-4 en 2h49m), la copa que confirma que olvidarse de la retirada fue un acierto brillante. A los 27 años, y coronada ya como campeona de un grande, la danesa regresa al número uno (seis años después de perderlo, nunca antes había pasado tanto tiempo entre que una jugadora cedía y reconquistaba la primera posición de la clasificación) y cierra una cuenta pendiente, aunque intente asegurar lo contrario.
“Quiero ser sincera”, se arranca Wozniacki más de dos horas después de hacerse con el trofeo, refugiada en la sala de prensa del torneo. “Independientemente de este título, creo que he tenido una carrera increíble, a mucha gente le gustaría estar en mi posición”, añade con voz firme. “Nadie sabe cuánto trabajas… Por eso, lo único que podía decirme era: ‘Has dado todo lo que tienes y puedes estar orgullosa de ello”, sigue la tenista. “Lógicamente, estar aquí esta noche como campeona de Grand Slam, como campeona del Abierto de Australia, es algo muy increíble”.
Sólo la combinación que forman el trabajo y la persistencia explica la victoria de Wozniacki en Melbourne. Que en 2016 la danesa llegase a Nueva York pensando en irse para siempre de la élite, fuera de las 70 mejores, y que cerrase 2017 en el número dos, y tras ganar la Copa de Maestras de Singapur (su primer gran título), habla de una recuperación meteórica, a la altura de una creyente en la cultura del sudor, fantástica perseverante pese a los imprevistos del destino.
“En ciertos momentos, especialmente cuando empiezas a tener lesiones y cosas así, comienzas a dudar si alguna vez vas a estar 100% saludable durante períodos de tiempo más largos”, explica Wozniacki, derrotada en sus otras dos finales grandes por Kim Clijsters (2009) y Serena Williams (2014). “Creo que el año pasado, desde la última temporada y media, he demostrado que puedo ganarle a cualquier rival en cualquier pista. Cuando estás en una final… no voy a mentir: estaba nerviosa antes de salir a jugar, pero una vez que calentamos pensé que lo tenía todo para poder ganar”, reconoce la danesa. “Siempre es igual. Pase lo que pase voy a salir a pelear. Quizás a veces no sea suficiente, pero yo me sentiré orgullosa de todo mi esfuerzo”.
La mayoría de las veces, casi siempre realmente, ese esfuerzo cultivado con paciencia suele tener premio. Que se lo digan a Wozniacki.
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