Image: De charla con William Faulkner

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El Cultural

De charla con William Faulkner

15 febrero, 2010 01:00

Escultura de William Faulkner en Oxford, Mississippi



Dispuesto a profundizar en las aguas viciadas del Mississippi, me armo con una botella de güisqui y no me lo pienso más. En el fondo, no me atrevo a ser de otra forma y eso mismo es lo que me lleva hasta la estatua que tiene William Faulkner, cerca del río de los tahures.

Me recibe con una mueca de desagrado que yo devuelvo a manera de saludo. Luego arranco el tapón de la botella con los dientes y bebo a morro, sin ofrecerle. Lo hago porque sé lo que para él representa la amabilidad, no más que una distinción común a los cobardes.

-A que sí, Bill.
A William Faulkner yo le llamo Bill, igual que llamo Juan Daniel al Jack Daniel´s. Me permito esas libertades. Así que le arrimo la botella pero no parece que sea gesto muy cortés para él. No hay que olvidar que es un caballero del sur, aunque a veces lo oculte.

Yo sigo bebiendo y él me mira por el rabillo del ojo mientras intenta arrancar algo de humo a su pipa, que no consigue encender. Desiste, y le sale la voz pantanosa para afirmar:
-Algunas personas son amables sólo porque no se atreven a ser de otra forma. Pero tú, por mucho que disimules con falso valor, eres de naturaleza amable. A mí no me engañas -me asegura William Faulkner. Me limpio la boca con el brazo. El güisqui raspa mi garganta.

-No, yo no intento engañarte, pero no te voy a mentir si te digo que lo único que quiero es engañar a tanta gente como tú. Me gustaría tener legión de lectores. Tantos como tú, ya te digo. Que se tragasen también mi cuento.
-Para eso te queda largo camino todavía, -dice él- has de ser antes todo lo que fui yo.

Entonces empieza a enumerar un sinfín de profesiones. Pintor de techos, piloto de aviones, minero que aprovechaba la soledad de la cueva para dar la vuelta a la carretilla y escribir sobre ella, cartero.
-¿Cartero? -pregunto sorprendido.
-Sí, cartero -me dice-. Duré poco, fui despedido por no entregar unas revistas al destinatario.
-¿Pornográficas?- Le inquiero sin vergüenza, culpa del güisqui que enciende mi coraje.

Hace como que no me escucha y sigue hablando de lo dura que tuvo la vida, de la tanda de trabajos a los que tuvo que sobrevivir para llegar al Nobel.
-Pruebas que hay que superar para dedicarse a esto -dice seco.
-Por lo que escucho, Bill, ya has trabajado lo tuyo. Lo has hecho por ti y por todos los demás que nos dedicamos a esto.
-Confía en mí -me dice, a la vez que intenta encender de nuevo su pipa con poca fortuna-. Confía en mí y hazme caso.

Advierto en sus ojos todo lo que se le pasa por la cabeza. Caballos, perros, escopetas, coches que tosen, mazorcas de maíz, ojos tuertos y así hasta conseguir una pintura decadente con fondo de familias esclavistas venidas a menos.

-Confía en mí -me vuelve a decir en tono bronco- pues en las únicas personas que has de confiar es en las malas. Son como el Jack Daniel´s. Nunca te defraudarán. -Me declara. Parece que ha conseguido encender la pipa y me hace un gesto con la mano, para que le alcance la botella.