De charla con Julio Cortázar
Escultura de Julio Cortazar en la Plaza Brugmann, en Bruselas
Tengo más de cuarenta años, por lo tanto, mi verdadera cara está en la nuca, que mira de forma desesperada hacia atrás hasta llegar al principio. Y en el principio fue Rayuela; un juego que es una novela y que empezaba de muchas formas posibles.
El sentido astrológico de la literatura me tiró del abrigo cuando leí aquello. Así le digo a Julio Cortázar convertido ahora en estatua. Un despilfarro inútil para el Cronopio que nunca quiso ser sedentario, ni tampoco dejarse viajar por ninguna cosa ni hombre. Pero él sigue inmóvil, yo sé que me escucha aunque no me conteste pues en realidad me está tomando el pelo. Puedo oírle ahora, en cada palabra escrita por él, pronunciando la "erre" igual que si fuese "ge", como si en vez de haber nacido en Bruselas hubiera nacido en París o "Paguís".
Ya puestos, le digo que vengo huido pues aplicaron los artículos del reglamento interno para que guíe mis pasos y resulta que yo no me dejé y mis pasos tampoco. Mis pasos se guían solos a la que huyen de los discursos fúnebres y de los banquetes de trabajo.
Por eso siempre llego tarde, o no llego pues los trenes ya partieron y los taxistas no me quieren subir ya que mi piel no hace juego con el cuero del asiento. Pero nunca hice inventario de agravios; tampoco me desanimé, seguí tirando la piedra a la casilla, como si sólo los astros pudieran marcar mi camino.
Así sigo hablándole, seguro de que él lo entiende, él y cualquier niño que sepa interpretar las señales literarias que hay escritas en el suelo de cualquier barrio. Él también fue un niño que se manejó como gigante con sus barbas de bronce y sus ojos de darle al porro más de la cuenta hasta conseguir el ciego que le pusiera a contar por los codos, a contar que fue aquí mismo donde nació, mientras los alemanes bombardeaban Bélgica.
A veces pienso que todo lo que me dijeron de él es mentira, le digo, y que no hay instrucciones para saber la verdad de su vida como no las hay para saber la verdad de su muerte; de la misma manera que no hay instrucciones para tocar la trompeta ni para hacer hablar a una estatua. Estoy seguro de que para Julio Cortázar, lo de jugar sin reglas, formaba parte del juego. Moverse en el caos interpretando señales no escritas. Porque si se escriben dejan de existir, por eso hay que borrarlas, como se borra una raya de tiza en el suelo. Yo no le paro de hablar y él sigue sin contestarme. Julio Cortázar tuvo el don de saber escuchar. Ahora lo hace su estatua o por lo menos eso pienso, aunque en realidad me esté tomando el pelo.