De charla con Max Estrella
Escultura de Max Estrella y Don Latino en Vilanova de Arousa, Pontevedra
Esta vez he llegado a tiempo para impedir que don Latino le guinde la cartera a Max Estrella, moribundo en su madrugada de lutos.
-Quieto ahí, llamemos a un médico- impero yo, con urgencia-. No permitamos que una gloria de nuestras letras muera así, desamparado, a la vista de un mundo indiferente con los hombres que ha parido.
En cuanto escucha mi voz, don Latino pega un respingo y disimula sacando una tos gruñona. Luego se ajusta las gafas para decirme que Max Estrella no está muerto, que está borracho y que si le ha cogido su cartera ha sido por evitar a los ladrones.
-Abundan mucho a estas horas. -Señala don Latino a las demás estatuas que pueblan la madrugada de este rincón de Vilanova de Arousa. Es la alucinación de una noche llevada al bronce. La noche en la que Valle-Inclán contó su vida y junto a ella la de sus compañeros de viaje. Dirigiendo los pasos de todos, andaba un poeta con los ojos alunados. Ese que tuvo un final de rey de tragedia. Loco, furioso y ciego, despojado de noche Max Estrella cayó rendido, una madrugada como esta.
-Pero no vamos a moralizar ahora -apunta el poeta, agonizante ya-. Tan sólo iluminemos la sombra con nuestra desdicha y que de las sombras surja la grandeza de lo grotesco. Como hizo Goya, creador del esperpento.
-Este hombre está como un carro de indios -suelta don Latino la lengua sin soltar la cartera.
-Este hombre está muriéndose -le digo y agarro por las solapas a Max Estrella, por si acaso no es verdad. Pero nada.
Miro a don Latino. Hay un momento en el que tras sus lentes de fondo de botella, vislumbro el brillo fugaz de la picardía. Don Latino me tienta, enroscando sus dedos alrededor de los billetes que carga la cartera del moribundo. No hace falta que diga ahora lo que vino después. Con un guiño de ojo, negoció llevarse la mitad; la otra mitad la dejaría conmigo en la cartera.
-Como le iba diciendo aquí hay mucho listo -sigue don Latino con su excusa y me señala de barbilla las estatuas que se perfilan bajo el manto lechoso de la madrugada gallega, y se moja los dedos para contar los billetes y me advierte:
-Hay que andarse con cuidado. Lo mejor es que usted se haga cargo de la otra mitad del dinero. Pero ya le digo, el poeta no está muerto, tal vez esté dormido o sea una simple catalepsia. Se le pasará pronto. No se le ocurra llamar al médico si no quiere verse interrogado.
Me dan ganas de agarrar el bastón y meterle con él a don Latino hasta romper su alma pero se me hace difícil. En el fondo sus palabras son conocimientos de vida y con tales cosas don Latino me está invitando a participar en el festín de un muerto, pero no de un muerto cualquiera.
Se trata de Max Estrella, seudónimo de Mala estrella, santo y patrón de los poetas a prueba de bombas que sueñan con destripar el terrón maldito de España.