Donde Amália Rodrigues reinventó el fado
Su padre era zapatero y tocaba el cornetín en una banda, pero tenía muchas bocas que alimentar y emigró a Lisboa en busca de trabajo. Allí nació Amália en 1920 en el barrio de la Pena, y allí se quedó con los abuelos maternos cuando su familia volvió al campo. Su abuela, una mujer analfabeta y muy estricta, la envió a la escuela primaria de Tapada da Ajuda, donde actuó por primera vez en público en 1929. Amália era una niña tímida que cantaba cuando iba con su abuelo por la calle y paraba si se le acercaba la gente. Tenía la voz de una sirena y la actitud de un personaje de tragedia griega. "Una vez comí cerillas para castigar a mi abuela, que había dicho algo que no me gustó. Cuando vi La dama de las camelias lloré, bebí vinagre para ser como ella... Me ponía en la ventana para que me diera el aire, pillar la tuberculosis y morir. No entendía nada, sólo que el padre era muy malo y que se mató por eso. Quería morir así".
Con doce años dejó de estudiar y empezó a trabajar como bordadora, y al poco tiempo entró en una fábrica de pasteles. A los catorce comenzó a vender fruta por el puerto con su hermana Celeste. Cantaba mientras vendía, y su voz atraía a los viandantes. En 1938 le insistieron para que se inscribiera en el certamen de nuevos talentos donde elegían a la "Reina del Fado de los Barrios", pero no participó porque el resto de concursantes se negó a competir con ella. Luego llegó la exitosa audición para el director de la Casa del Fado, su debut en 1939 en el Retiro da Severa y el intento de suicidio con matarratas por el amor de un guitarrista.
Pronto se convirtió en una fadista profesional y logró ser cabeza de cartel. Su primera actuación en el extranjero fue en Madrid en 1943. Allí conoció a Imperio Argentina y a Manolete y se enamoró del flamenco. Dos años después llegó a Río de Janeiro y cantó con su hermana en Copacabana, el casino más grande de Sudamérica. A partir de ese momento voló. Grabó docenas de discos, actuó en Nueva York, París, Londres, Tokio y Buenos Aires y recibió una invitación de la 20th Century Fox para ir a Hollywood, que rechazó porque quería seguir haciendo cine portugués. Fue a México e hizo una película con Édith Piaf. Interpretó canciones de Charles Aznavour y Francia se rindió a sus pies. En 1959, la revista Variety la nombró la cuarta mejor cantante del mundo.
Y ahí todo se detuvo, como pasa en los sueños cuando uno despierta. En 1954 había comprado un edificio en el número 193 de la Rua de São Bento, al que se mudó al año siguiente. Siguió actuando y cosechando aplausos y en 1961 anunció que abandonaba su carrera para vivir en Brasil junto a su marido. Pero fado significa destino, y al cabo de un año volvió a Lisboa y a su casa amarilla de São Bento, que visité una tarde de agosto y de la que salí con la sensación de haber conocido a "la voz de Portugal".
Paseo entre azulejos del siglo XVIII, muebles del XVII y un tapiz con escenas de caza. Al entrar en el comedor me fijo en las paredes. No en el mobiliario inglés, ni en los cristales italianos, ni en las platas portuguesas, ni en la vajilla de la Compañía de las Indias, sino en la fruta repetida en bucle bajo las molduras. Cuando Amália le preguntó a sus padres qué día había nacido exactamente, le dijeron: "En la época de las cerezas". De ahí que mandara pintar cerezas en las paredes y celebrara su cumpleaños dos veces, el 1 y el 23 de julio.
En ese comedor cenaba con sus amigos antes de las reuniones que celebraban casi todas las noches en el salón, revestido también de azulejos y decorado con mobiliario portugués e italiano del siglo XVIII, alfombras orientales y porcelanas. Sobre el piano Petrof de media cola hay una mandolina y dos guitarras, una de ellas de 1620. En estas tertulias, que acababan a las seis o siete de la mañana, se reunían intelectuales, escritores, músicos, poetas y amigos. El salón era también el escenario de las entrevistas en las que Amália siempre se sentaba en la misma butaca, con el florero gigante detrás para que saliera en las fotos. Le encantaban las flores, las robaba de los jardines. También adoraba el té, bebía litros al día. Su favorito era el Earl Grey. Lo que no le gustaba era guisar ni tomar alcohol, pese a los rumores que la acusaban de lo contrario.
Estrela, la secretaria y confidente de Amália que pasó a su lado los últimos treinta años, pronuncia el nombre de su amiga y un ave gris le responde desde la pared del fondo de la cocina, reconstruida en 1955 y con muebles y utensilios de esa época. Es uno de los papagayos de la cantante, que vivió con ella diez años. Normalmente está fuera, en el jardín, un espacio tranquilo donde el verano parece detenerse entre las mesas azules y el nombre de la artista clavado en el muro con grandes letras rojas. Cuando los vecinos la oían cantar, no sabían si era ella o un disco. Si había suerte y su diva aparecía, se asomaban a la ventana y disfrutaban del espectáculo. Pero Amália era muy presumida y no le gustaba que la vieran sin maquillar, así que rara vez salía.
Cuando iba a nadar tenía que estar sola, no podía haber nadie más en la piscina. Tampoco salía de casa sin sus gafas de sol. Era una forma de protegerse o de pensar que así no la reconocerían. Porque en el fondo, detrás de esa imagen de diosa que proyectaba, era una persona insegura, demasiado lúcida para ser feliz. Debajo de la máscara que llevaba en el escenario, seguía estando la niña pobre que cantaba mientras vendía fruta, bordados de Madeira o ron de las colonias. Pero ante todo era una mujer independiente y rebelde. Una vez, en los años sesenta, se cortó el pelo y fue muy criticada, porque en esa época se creía que las fadistas debían llevar el pelo largo. Lo mismo pasó con los trajes. Fue ella la que introdujo el color negro en el fado, dándole la dignidad que hasta entonces no tenía. También fue la primera en actuar con un vestido de colores. Sentía la necesidad de presentarse de forma diferente, y el público la recibía siempre con asombro y admiración.
El tabaco era su gran vicio y la ropa su pasión. En la casa se conservan cientos de vestidos que le diseñaba su costurera en una sala que pronto abrirá al público, y decenas de pares de zapatos, casi todos de tacón pues era una mujer de baja estatura. Se probaba siempre la ropa en el espejo de su suite, frente a una vitrina llena de joyas que impresiona aún más que las que albergan las múltiples condecoraciones que recibió a lo largo de su vida. Pero a pesar de su aparente frivolidad y su tendencia al suicidio, era una mujer muy religiosa. Su dormitorio es un pequeño templo repleto de crucifijos, vírgenes, retablos, imágenes de santos y figuras del Niño Jesús. Por eso llama la atención que en su mesilla de noche haya un marquito con una foto en blanco y negro donde aparece al lado de su ídolo Fred Astaire, usurpándole el puesto a Ginger Rogers por obra y gracia de las tijeras y el pegamento. La "Reina del Fado" quería haber sido bailarina.
Entre cuadros de artistas portugueses, galardones y un sinfín de objetos personales, en la planta de arriba encontramos una pequeña biblioteca. Pese a haber abandonado pronto sus estudios, Amália era muy inteligente, hablaba varios idiomas y leía mucho. Algunos de sus libros están dedicados por los propios autores, que se los ofrecían esperando que algún día cantara sus versos. No en vano era la figura más conocida e influyente fuera del país y la encargada de introducir la poesía portuguesa en el fado gracias a la ayuda del compositor francés Alain Oulman. Con ella la canción popular cargada de saudade y de fatalismo cambió para siempre. Y no sólo por las letras, que también, sino por su voz y por la creación de nuevas armonías. Amália no se cerraba a nada. Cantaba canciones españolas, mexicanas, francesas, inglesas, brasileñas e italianas y las acompañaba con guitarras portuguesas. Cantaba mucho más que fados tradicionales, y por eso traspasó las fronteras y logró el reconocimiento internacional. Pese a todo, tuvo que retirarse de la vida pública durante la década posterior a la Revolución de los Claveles del 74 tras ser acusada de apoyar el régimen fascista y la Tripe F de Salazar (fado, Fátima y fútbol), aunque hay quien piensa que colaboró con el Partido Comunista y con los presos políticos y los exiliados.
Antes de morir en el baño de su casa debido a una enfermedad del corazón, ella que siempre pedía a Dios ser capaz de amar; antes de ser enterrada en el cementerio de los Placeres en octubre de 1999 y de que colocaran una tela gigante con su cara en la entrada del Panteón Nacional; antes de que dijera aquello de "Soy una máquina de coser tristezas", estuvo en su casa de campo del Alentejo, a la que se retiraba a menudo porque era el único sitio donde conseguía encontrarse consigo misma.