Velázquez, secretos de pintor
Todo artista necesita una serie de elementos materiales que den forma a sus ideas creativas. De la elección de estos, y de su dominio, depende en gran parte el éxito de su arte. La investigación del método de trabajo, y el poder desvelar algunos de los recursos secretos de un pintor, son en la actualidad uno de los temas más sugerentes y atractivos que nos depara la historia del arte.
Nuestras investigaciones técnicas sobre la obra de Velázquez en el Museo del Prado nos han revelado una información, hasta entonces desconocida, sobre la manera de trabajar de uno de los mayores genios de la pintura. De ahí que hoy conozcamos que Velázquez eligió cuidadosamente cada uno de los materiales con los que pintó, tanto por la calidad que tenían como por lo que de ellos esperaba en cada momento. Por eso, según evoluciona su técnica, van cambiando sus soportes y sus preparaciones. Los pigmentos, más o menos los mismos durante toda su carrera, irán variando en sus moliendas, en sus mezclas y en la manera de ser aplicados, ya que la evolución de su trazo así lo determina.
Como era lo habitual en su época, Velázquez empleó los lienzos como soportes de sus pinturas. Dependiendo de la etapa en que se encuentre el pintor los escogía de lino o cáñamo con densidades diferentes. Conocía bien que estas texturas diferentes alteraban la visión final de la obra. Su elección también dependía de la evolución de sus preparaciones y su técnica pictórica, porque todos los materiales, y su empleo, determinan de forma sustancial la estética de una pintura. En función, por tanto, de los efectos ópticos deseados, cada artista selecciona los soportes, los pigmentos, la técnica y los recursos oportunos para conseguir materializar sus ideas.
La mayoría de los cuadros de los museos se encuentran hoy día reentelados, es decir, reforzados en su soporte al haber sido adherido otro lienzo sobre el dorso original. Es excepcional que entre las obras de Velázquez que se conservan en el Museo del Prado se encuentren ocho cuadros con sus soportes tal y como se pintaron, lo que proporciona gran cantidad de detalles sobre sus métodos de trabajo: pinceladas de prueba o de descarga de los pinceles, cosidos de las telas añadidas, las imprimaciones, etc. Además, estas pinturas conservan su capa pictórica en un estado próximo al de su ejecución, como puede verse en “La coronación de la Virgen” o en el “Mercurio y Argos”.
En su etapa de juventud sevillana, Velázquez empleó en muchos cuadros tela de “mantelillo”, llamada así por el dibujo que forman al entrecruzarse los hilos del tejido. Este tipo de telas, muy utilizadas en la pintura veneciana del siglo XVI, también lo fueron en la española, como puede verse en las obras de El Greco o en las de Sánchez Coello, y en las de otros pintores de la escuela andaluza del XVII. La incidencia de la luz sobre la superficie de estos lienzos, produce un efecto de reverberación y una textura muy interesantes.
Una vez encolados los lienzos, como era habitual, el pintor aplicaba la preparación y la imprimación, normalmente de colores bastante simples, sobre la que iban las capas pictóricas. Si bien la preparación tiene por objeto, como su nombre indica, preparar el lienzo, la misión de la imprimación es la de servir de fondo óptico al cuadro y a los efectos coloreados de la pintura. En algunas ocasiones, este doble estrato se simplifica en uno solo que encierra la doble función. En esta primera etapa, Velázquez utilizó lo que Pacheco llamaba “tierra de Sevilla”, una tierra de un tono ocre medio.
A su llegada a Madrid, en 1623, y hasta la realización de “Los borrachos”, en 1629, nuestro pintor abandona los materiales sevillanos y toma en principio como tela un lienzo algo tosco, muy sencillo y que, con diferentes tipos de densidades y con hilos cada vez más finos, ya lo utilizará hasta el final de su carrera. Por el curso simple de su ligamento se le denomina “tafetán”. Sobre el soporte, en esta etapa inicial de Madrid, se aplica una doble capa de base, la primera de preparación blanca, y la segunda, a modo de imprimación, de una tierra roja llamada “tierra de Esquivias”, habitual entre los pintores de la escuela madrileña. Las tonalidades de estas tierras utilizadas tienen una función de preparación-imprimación y determinan las tonalidades oscuras de los cuadros de sus primeros tiempos.
La adopción en Italia de las preparaciones blancas será una combinación perfecta para conseguir los efectos de superficie, la luminosidad de los fondos y de sus colores.
A partir de 1630, con su viaje a Italia, sus lienzos son de hilos más finos y por tanto tienen mayor densidad por centímetro. Este aumento de hilos, que ya había hecho su aparición en “Los borrachos”, llega a su plenitud a partir de la realización de “La Fragua de Vulcano” (ambos en el Museo del Prado). Estas telas son fundamentales para la ejecución de sus pinturas cada vez más deshechas y rápidas. La adopción en Italia de las preparaciones blancas, más o menos manchadas en gris o en ocre según el cuadro, será una combinación perfecta para conseguir los efectos de superficie, la luminosidad de los fondos y de sus colores.
Durante el primer viaje a Italia, Velázquez pintó dos grandes cuadros: La túnica de José y La fragua de Vulcano. El primero, que se encuentra en el Real Monasterio del Escorial, es una obra de experimentación en cuanto a las telas (tela napolitana pavimentosa), los fondos (tierra napolitana) y la introducción de algunos pigmentos, como el amarillo de Nápoles, que después no lo hemos detectado en el resto de sus pinturas. Sin embargo, en La fragua de Vulcano el pintor ha encontrado el camino por el que seguirá desarrollando su pintura en los años posteriores. Su preparación se aplica con espátula, mediante paletadas regulares sobre la tela, y en donde el albayalde, o blanco de plomo, sustituye a las tierras anteriores. Este blanco es muy denso y crea un fondo óptico muy luminoso, que lo empleará, con mezclas diferentes, hasta el final de su pintura. Lo que irá evolucionando es la forma de darlo, que cada vez se va haciendo más irregular y aparentemente más arbitraria, pero que encierra una intencionalidad específica de conseguir el movimiento en los fondos, tanto en los paisajes de sus composiciones, como en los retratos, de fondos más o menos neutros, o en las escenas de interior.
A pesar de esto, existen pequeñas diferencias en el tamaño de las “paletadas” dependiendo del momento y de las dimensiones del cuadro que va a pintar. Así, en los cuadros que realizó para el Salón de Reinos, que se conservan en el Museo del Prado, como “La Rendición de Breda” o el Rey “Felipe IV a caballo”, estas paletadas serán muy grandes, mientras que en los retratos del Rey, del Cardenal Infante y del príncipe Baltasar Carlos, vestidos de cazadores, resultan más pequeñas y menos estructuradas. A través de los exámenes radiográficos se puede estudiar esta evolución del pintor, tanto en los materiales como en la forma de aplicarlos, que, como en el caso de las preparaciones, confieren a su pintura un sello de identidad personal.
En sus obras religiosas el fondo presenta un tratamiento algo diferente, como se observa en el “Cristo crucificado” y “La Coronación de la Virgen” de El Prado, o en “Las Tentaciones de Santo Tomás de Aquino” del Museo Diocesano de Orihuela. El pintor, en esta ocasión, ha extendido con mayor cuidado la preparación-imprimación empleando la brocha en combinación con la espátula. En otras obras, como el retrato de don Diego Acedo, “el primo”, o en el del Conde Duque de Olivares a caballo, del mismo museo, también se observan los fondos más trabajados. En todos los casos son cuadros que tienen algo especial, ya sea por su motivación religiosa como por el concomitente o la persona representada.
Siempre existen en las pinturas de Velázquez excepciones a las características generales que hemos podido establecer a través de la investigación técnica de sus obras. Estas excepciones las hemos encontrado en obras realizadas en sus dos viajes a Italia. En el primer viaje, por ejemplo en los paisajes de la Villa Medicis de El Prado, de fecha de ejecución tan discutida, ya que para unos corresponden a este primer viaje a Italia, en torno a 1629-30, mientras que para otros son obras del segundo, de 1649-51. Los datos técnicos obtenidos en nuestra investigación nos inclinan a pensar en el primero, ya que la tela y la preparación así lo determinan. Son lienzos que debió llevar el artista a Italia, junto con otros de pequeño formato también estudiados, y que fueron re-imprimados con la misma técnica de base que utilizó en “La Fragua de Vulcano” con la intención de pintar los paisajes que hoy contemplamos.
Por otra parte las semejanzas de la técnica pictórica “acuarelada” y deshecha con el paisaje que se abre al fondo de “La Túnica de José” y con los posteriores de “San Antonio Abad y San Pablo Ermitaño” y con los que desarrollará el pintor en las obras de sus grandes proyectos, (Salón del Reino, Torre de la Parada) es evidente. Además, no conocemos paisajes pintados por él durante su segundo viaje o en el período posterior hasta su muerte. En el que se insinúa en su última obra “Mercurio y Argos”, (Museo del Pardo), pintado para el Salón de los Espejos, no se encuentra ninguna similitud.
En el segundo viaje pintó el retrato del Papa Inocencio X, en el que Velázquez recurre en un salto al pasado, a un lienzo de “mantelillo” y a una preparación terrosa, a la vez que pincela en la superficie con un trazo suelto acorde con el momento, pero más contenido y apretado, como corresponde con el retratado y con el tipo de retrato de aire veneciano que quiere realizar, ya que está pintando en Italia. En ningún cuadro este artista ha trabajado tanto como en éste y menos en los que ya había pintado para la corte de Felipe IV en los años treinta y cuarenta, hechos, por lo general, con una técnica rápida de ejecución y muy efectista.
Velázquez no vuelve atrás en su evolución. Cuando adopta un nuevo tipo de tela, unos materiales o una forma concreta de aplicarlos deja de utilizar lo anterior
En todo gran artista el método se rige por su instinto y a veces las circunstancias le obligan a desviarse del camino. Por eso, podemos trazar con nuestras investigaciones unas reglas generales, pero no tratar de encuadrar al pintor en unas reglas prefijadas. Sin embargo, salvo estas excepciones, se ha constatado que Velázquez no vuelve atrás en su evolución. Cuando adopta un nuevo tipo de tela, unos materiales o una forma concreta de aplicarlos deja de utilizar lo anterior.
Sobre las preparaciones-imprimaciones hace un bosquejo de las líneas esenciales para situar la composición. Esta forma de trabajar, visible con la reflectografía infrarroja, se hace patente a simple vista en cuadros no terminados, como el Retrato de hombre joven (Munich, Alte Pinakothek), de la década de los veinte, o en La costurera (Washington, National Gallery), de la década de los cuarenta. A pesar de la diferencia temporal entre ellos, el método de acometer la pintura y encajar la figura es similar. En el primer caso la mano izquierda y el cuello, aún sin pintar, dejan ver este dibujo esquemático; en el segundo, se ve ya parcialmente cubierto por las primeras manchas de color. Pinta siempre a la “prima”, aunque en su mente ha desarrollado con anterioridad la idea de lo que quiere llevar al lienzo. Si algún detalle no le satisface, lo corrige superponiendo el cambio en su trabajo directo sobre el cuadro.
Velázquez parte, en los comienzos de su pintura, de los métodos tradicionales y según va introduciendo nuevos recursos los va adaptando a sus obras consiguiendo así la gestación y evolución de su técnica propia. Cuando realiza los grandes lienzos del Salón de Reinos, a mitad de la década de los treinta, su pintura ha alcanzado la mayoría de sus logros técnicos. A partir de entonces sólo tiene que desarrollarlos según convenga en cada ocasión. Será su pincelada la que irá haciéndose cada vez más puntual y esencial, a la vez que esquemática y precisa, para darnos la idea de la realidad que capta y que nos quiere transmitir.
La paleta de Velázquez es muy reducida y, salvo algunas excepciones, utilizó los mismos pigmentos a lo largo de toda su carrera. Lo que va a ir cambiando es la manera de mezclarlos y aplicarlos. Su conocimiento profundo del arte de la pintura le hacen ser genial en el proceso de su elaboración. Es capaz de crear con sólo cinco o seis pigmentos una obra maestra.
Los pintores del siglo XVII fabricaban sus colores mezclando los pigmentos de origen orgánico, como las lacas, o los de origen inorgánico, como los minerales, con aglutinantes proteicos y sustancias oleaginosas. Las moliendas y las mezclas se hacían en los talleres, procurando siempre la máxima estabilidad de los materiales. Velázquez siempre empleó pigmentos de buena calidad y aceites preparados y depurados, por lo que sus pinturas, a pesar del paso del tiempo, no han amarilleado ni oscurecido en exceso, conservando su transparencia y colorido. En sus mezclas la proporción del aglutinante protéico (colas, animales, huevos) y de los aceites viene determinada por las transparencias que quiere conseguir. En las capas más opacas es posible encontrar el primero, mientras que en las traslúcidas, que se suelen superponer a las anteriores, aumenta la cantidad de aceite y llega incluso a sustituirlo totalmente. Las mezclas de color más diluidas se encuentran en los paisajes o en los fondos de sus interiores, jugando el pintor con la impresión de la tela, la base de preparación y la granulosidad de los pigmentos de una forma decisiva para el resultado, e incorporando los efectos ópticos de estos elementos dentro de la tonalidad general de la obra y de su textura.
Con lo años, la pintura es el resultado de un largo proceso intelectual. Cada vez, con menos materia hacía más. Pensaba mucho y pintaba poco
Algunos de sus recursos técnicos, como el empleo de la calcita y del esmalte, juegan papeles decisivos en sus obras. El esmalte lo utilizaba como secativo ya desde el principio de su carrera, y a partir de “La Fragua de Vulcano” su uso es sistemático como pigmento colorante, incluso ligado con otros pigmentos azules, como la azurita o el lapislázuli, dando a muchos de sus fondos de paisaje esas tonalidades agrisadas tan típicas del artista, motivadas por su decoloración con el paso del tiempo.
Con la introducción de la calcita, (carbonato cálcico), en sus mezclas consigue sus máximos logros, sustituyendo, cada vez más, al blanco de plomo, que era su pigmento de base anterior. Este pigmento suspendido en un medio oleaginoso aumenta la transparencia del color y altera la consistencia y fluidez de la pintura. Su presencia es muy importante en los fondos de paisaje como en el de “La Rendición de Breda”, en el de “San Antonio Abad y San Pablo Ermitaño”, y en los retratos de los cazadores reales, como es también esencial para la creación de los fondos neutros del “Cristo crucificado” o de los retratos de los bufones. También es determinante su presencia para la obtención de algunas tonalidades de los vestidos de sus personajes, por ejemplo, los rojos traslúcidos del traje de “Don Juan de Austria” o el verde de la ropilla del “Bufón Calabazas” (ambos en el Museo del Prado).
Esta técnica de trabajo, que tiene su máxima expresión en los años treinta, la mantuvo hasta el final de su vida, y facilitó la ejecución rápida de su trabajo y la combinación de sus diferentes toques de pincel. Velázquez aspiraba a conseguir una materia pictórica cada vez más fluida que le permitiera realizar de una forma rápida sus obras, a la vez que expresar una nueva estética, su estética personal. En su representación de “La Familia de Felipe IV”, “Las Meninas” (Museo del Prado), podemos encontrar el resumen de su pintura, sus toques precisos, sus pinceladas diluidas y rápidas que dan a cada detalle su importancia dentro del conjunto. Pintaba con gran seguridad encontrando la solución específica para cada problema. Su técnica, suelta y precisa, no sacrifica el más mínimo detalle realista.
Su pintura es el resultado de un largo proceso intelectual. Cada vez, con menos materia hacía más. Pensaba mucho y pintaba poco, veía el mundo con ojos nuevos y sólo una técnica original como la suya puede transmitirnos su original visión de las cosas, por esto es un gran innovador del arte de la pintura. Como dijo de él Rafael Mengs, ya en el siglo XVIII, “Velázquez no pintaba con los pinceles. Pintaba con la intención”.