Image: Dalí español (Madrid-Cadaqués)

Image: Dalí español (Madrid-Cadaqués)

Arte

Dalí español (Madrid-Cadaqués)

6 mayo, 2004 02:00

Carne de gallina inaugural, 1928. Fundación Gala-Salvador Dalí

La plástica de Dalí sembró la sensibilidad y el pensamiento visual de la escena artística española con todos y
cada uno de los elementos de la iconografía surrealista que se habían dado cita en su obra.

Casi desde el arranque mismo de su formación como artista, a finales de los años diez, la pintura de Dalí se mostró sensible a los lenguajes visuales que configuraron la revolución artística contemporánea.

Se inició así un proceso de absorción estética y semiótica cada vez más complejo que culminó en 1929, cuando cristaliza con madurez su lenguaje surrealista coincidiendo con el traslado definitivo del pintor a la capital francesa. A partir de esa fecha será el propio Dalí quien configure uno de los horizontes de referencia fundamentales de la actividad estética contemporánea; tanto para los artistas peninsulares como para los que se movieron en los sucesivos escenarios hegemónicos del panorama internacional.

Desde su instalación en la madrileña Residencia de Estudiantes, a finales de 1922, y tras haber conectado con los focos más activos de la renovación artística madrileña, Dalí utilizó en primera persona numerosas claves formales y poéticas de la modernidad. Continuó haciéndolo después de su regreso a Cataluña, en 1926, y hasta el momento mismo de su inserción en la escena internacional.

En cada etapa de su evolución, el pintor utilizaba de manera simultánea diversos registros estéticos, incluso a veces divergentes en sus fundamentos poéticos. Así, entre 1923 y 1929, Dalí sintonizó sus obras con los referentes plásticos noucentistas, futuristas, dadaístas, expresionistas, cubistas, novoclásicos, puristas, novobjetivos, mágicorrealistas, metafísicos... hasta desembocar en el abanico de lenguajes de filiación surrealista de diverso cuño que antecedió al momento de su madurez plástica.

Fueron sintonías que, a su vez, no sólo eran utilizadas por Dalí de manera silmultánea, sino incluso entremezcladas. El pintor mostraba con ello la capacidad de absorber, desde una misma obra, elementos procedentes de poéticas diversas que acababan fundidos en aleaciones compactas y definidas por una sugestiva identidad formal. O al menos por el espejismo de tal identidad. Por ello, cuando repasamos las obras realizadas por el pintor ampurdanés entre 1923 y 1929, bajo la coherencia que entretejen las diversas sintonías formales detectamos un impresionante abanico de referencias artísticas; incluso muy precisas: Cézanne, Sunyer, Barradas, Maroto, Vázquez Díaz, Janco, Boccioni, Balla, Russolo, Soffici, Morandi, Severini, De Chirico, Carrà, Derain, Herbin, Casorati, Oppi, Sironi, Schripf, Scholz, Melli, Gris, Picasso, Ozenfant, Jeanneret, Léger, Duchamp, Picabia, Arp, Tanguy, Miró, Masson...

A ello debemos agregar otras sintonías y conexiones más extravagantes. Por ejemplo, la decisiva influencia que a partir de 1927 operaron en él (como también lo habían hecho en Tanguy y en Masson) los dibujos histológicos realizados por Santiago Ramón y Cajal a principios de siglo. También las recurrentes conexiones que empezamos a encontrar entre su obra y la de clásicos como Mantegna, Patinir, El Bosco o numerosos manieristas. O, sorprendentemente, la afinidad retrospectiva que su surrealismo maduro manifestará con algunos recursos de la retórica visual de Julio Romero de Torres.

Ya desde 1925, fecha a partir de la que su obra va a ser revelada al público español después de una sonora presentación en la madrileña Exposición de la Sociedad de Artistas Ibéricos, el pintor ampurdanés comenzó a ser una punta de lanza a la que se dirigían las miradas anhelantes de muchos de nuestros artistas renovadores (Palencia, Moreno Villa, Bores, Pelegrín...).

Pero fue sobre todo a partir de 1927 cuando, coincidiendo con su protagonismo en el proceso de eclosión del surrealismo español, Dalí se convirtió desde Cataluña en un poderoso difusor de todos aquellos elementos formales propios de la imaginería surrealista. En este sentido, desempeñaron un papel fundamental obras realizadas entre 1927 y 1928 como La miel es más dulce que la sangre, Aparato y mano, Carne de gallina inaugural, Bañista, Cenicitas, Dedo pulgar, playa, pájaro putrefacto y luna, La vaca espectral, El asno podrido... Y ya a partir de 1929, las de plena y definitiva madurez, como El gran masturbador, Monumento imperial a la mujer niña, Retrato de Paul Eluard, El juego lúgubre, El hombre invisible, Los placeres iluminados, El enigma del deseo, La profanación de la Hostia, La adecuación del deseo, etc.

Esta difusión, verdadero mecanismo de aspersión de uno de los últimos y más poderosos flujos de la modernidad, tuvo como fruto numerosas "huellas dalinianas". Porque Salvador Dalí no buscó la constitución de una escuela ni generó conscientemente discipulado alguno, por mucho que en numerosos casos promoviera de forma indirecta la existencia de clarísimos imitadores. Pero lo que sí hizo su plástica fue sembrar la sensibilidad y el pensamiento visual de la escena artística española con todos y cada uno de los elementos de la iconografía surrealista que se habían ido dando cita en su obra.

Ello, a su vez, puso en marcha un considerable despliegue de posibilidades para el ejercicio pictórico, desbordando incluso el amplio marco primigenio de las poéticas surrealistas de origen. Lo testimonia la obra de artistas españoles tan significativos y diversos como Alberto, Caballero, Carbonell, Castellón, Ciría, Clavé, Comps, Cristòfol, óscar Domínguez, Esteban Francés, Luis Fernández, Ferrant, García Lamolla, González Bernal, Juan Ismael, Lekuona, Maruja Mallo, Marinello, Massanet, Moreno Vila, Palencia, Planells, Quirós, Rodríguez Luna, Sandalinas, Sans, Remedios Varo, Viola... y, por supuesto, Federico García Lorca.