Olaf Mooij
Sin título, 2003
Si Bruce Sterling guarda razón cuando afirma que dentro de otros mil años seremos máquinas o dioses, entenderemos que la estrategia de embellecimiento capilar que utiliza Olaf Mooij con sus máquinas no resulta ni gratuita, ni mucho menos absurda. Olaf Mooij (Rotterdam, 1958) es, en cierto modo, heredero de McLuhan y de la morfogénesis dirigida por Cronenberg en Crash, si bien evita esa confrontación física de dolor extremo para coquetear con cardados y peinados de todo tipo que, antes de nada, humanizan una serie de automóviles. Se opera, por tanto, el proceso contrario, de la humanidad alienada que puede contemplar su propia destrucción como espectáculo estético de primer orden -como aventuró Walter Benjamin- a la recuperación de la personalidad de un objeto. Así, lo inerte cobra vida, se personaliza y fabrica una fisonomía donde podemos reconocer sus ojos en los faros, su boca en el radiador y, como no, su pelo, minuciosamente tratado como en las más codiciadas sesiones de belleza. Los Haircars para Olaf Mooij representan un momento, el espíritu de una época y la imagen de quienes los ocuparon u ocupan; son, en definitiva, un conjunto de huellas o memorias que ayudan a contextualizar nuestra historia a través de los avances tecnológicos. Así, Olaf Mooij -que marca el inicio de su trayectoria cuando a principios de los años noventa comenzó a adquirir objetos de uso común en supermercados- lega su particular homenaje a una tecnología sorprendentemente antropomórfica, que tal vez señale a los seres humanos como títeres impasibles como en Blade Runner y a nuestros esclavos tecnológicos como modelos éticos o, por lo menos, estéticos.