Inmortal Louise Bourgeois
Fotografía de Michele Mattei
Solía decir Louise Bourgeois (1911-2010) que todos los días uno tiene que abandonar su pasado o aceptarlo y, si no se puede, hacerse escultor. Fue así, a base de lidiar incansablemente con el poso de su niñez, como se convirtió en la escultora francesa más influyente y aclamada internacionalmente del siglo XX. El poder de sus obras -sus arañas, sus celdas- está en el deseo último de reparar un daño y ensayar el perdón, en "crear -afirmaba la artista- un espacio propicio para que los recuerdos se acerquen y se queden un rato entre nosotros". El suyo, perdurará siempre.
Nacida en la capital francesa el día de Navidad de 1911, Bourgeois a menudo contaba que el doctor que atendió a su madre le dijo: "Madame: me está fastidiando el día". Tanto su personalidad como su arte acabaron asumiendo esa condición fastidiosa y pocos artistas han defendido con tanta vehemencia como ella el enraizamiento de su trabajo en la infancia y la adolescencia. Sus padres, que llevaban un próspero negocio familiar dedicado a la reparación y la reventa de tapices y textiles medievales y de los siglos XVII y XVIII, vivían encima de la sala de exposiciones que tenían en París. De niña, Bourgeois dio muestras de un especial talento para las matemáticas. En su adolescencia, comenzó a ayudar en el taller de la empresa reparando los bajos deteriorados de los viejos tapices o cosiendo hojas de parra sobre los genitales de figuras desnudas en obras destinadas a mojigatos coleccionistas americanos. Más o menos por entonces, su mujeriego progenitor presentó a su amante, una mujer inglesa de nombre Sadie, a la familia como preceptora de la niña. De ella, Bourgeois aprendió inglés, pero también celos y odio.
Todas esas cosas forman parte de la leyenda sobre Bourgeois y del motor de su obra. Como artista francesa emigrada a Nueva York en 1938, su carrera tuvo un desarrollo lento. El reconocimiento de la crítica y el éxito comercial le llegaron ya pasados los sesenta, aunque, en 1982, cuando el MoMA de Nueva York le organizó una retrospectiva -la primera de una artista mujer- era ya una creadora conocida, si bien vista como inclasificable, marginal y hasta excéntrica. La exposición la convirtió en la gran dama del arte americano.
Ese mismo año, el fotógrafo Robert Mapplethorpe hizo una serie de célebres retratos sobre Bourgeois, vistiendo un abrigo negro de piel de mono y llevando bajo el brazo, a modo de atrezzo, una escultura de látex negro grande y obscena que hace pensar en un gigantesco pene con sus testículos. Ella insistió que no se trataba, en modo alguno, de un falo; era -afirmó- su niñita. En las imágenes de Mapplethorpe, Bourgeois sonríe pícara a la cámara. Se trata de una imagen de un enorme poder de seducción.
Bourgeois hizo esculturas en todo tipo de medios. Realizó maravillosos grabados y dibujos, creó instalaciones claustrofóbicas y ponía tanto cuidado en fabricar sus muñequitos cosidos como en sus gigantescas arañas de metal. Llegó incluso a grabarse interpretando unos temas infantiles que se emitieron en una vacía torre veneciana.
Abundan en su obra las criaturas de pechos múltiples, las manos exquisitamente talladas en mármol y muchos objetos sexuales y extraños cargados de secretos y de una violencia apenas suprimida. A pesar de su negativa a definirse como feminista, lo era, y de ella pueden extraerse lecciones para cualquier artista vivo: en cuanto a persistencia, compromiso e individualidad, y en la diferencia entre el arte hecho como complemento de una carrera y el que surge de un mandato interno.
Bourgeois hizo obras buenas y malas, y no se preocupó de elegir. Llegó incluso a publicar los dibujos producto del insomnio que conservaba en su mesilla de noche. "Mis recuerdos están apolillados", escribió recientemente con una caligrafía rayana en el garabato junto a un hermoso dibujo abstracto. Hemos perdido una gran artista, pero el arte sigue.