Image: Historia comprimida de la instalación multimedia

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Arte

Historia comprimida de la instalación multimedia

6 abril, 2018 02:00

Francesc Torres: La campana hermética. Espacio para una antropología intransferible, 2018 (detalle de la exposición en el MACBA)

Pionero del lenguaje de la instalación, Francesc Torres (Barcelona, 1948) reflexiona en este artículo escrito para El Cultural sobre el cambio de paradigma en el museo. Con exposición ahora en el MACBA de Barcelona, el artista rebobina hasta los años 70 para recordar el comienzo de una transformación histórica en el arte: la aparición de la instalación.

A principios de los años setenta del siglo pasado algo sin precedentes empezó a urdirse en Estados Unidos, algo que acabaría dando al museo de arte moderno y/o contemporáneo un giro copernicano de unas características y proporciones nunca vistas desde que, en el siglo XVIII, se inventó en Europa el concepto moderno de museo. Hasta entonces el museo era una institución académica, una caja receptora de arte que llegaba allí después de haber pasado por un sistema de filtraje constituido por galerías comerciales, crítica de arte (la figura del comisario independiente tal como la entendemos ahora simplemente no existía), publicaciones especializadas de carácter más bien académico y coleccionistas económicamente potentes para tener un papel importante a la hora de tomar decisiones como miembros del board directivo de los museos. Las relaciones y conflictos de interés mutuo entre todos los generadores de consenso y opinión estaban matizadas por el prestigio institucional del museo y el sello de seriedad académica de su personal. A pesar de ello, el gallinero siempre estaba revuelto debido al tamaño de los egos involucrados. En cualquier caso, una cosa estaba clara: para un artista la llegada al museo era el final de trayecto profesional, ser expuesto o adquirido por un museo importante representaba, utilizando aquella tan manida palabreja de tintes eclesiásticos, su consagración. Era algo tácitamente aceptado. A partir de 1970, de manera espontánea, coyuntural y por lo tanto irrepetible, se producen una serie de eventos no concertados que al cruzarse y adquirir masa crítica generan un cambio histórico en la función del museo y su forma de relacionarse con el arte del momento. Estos son los factores que intervinieron en esta historia.

Al contrario de la linealidad de la literatura convencional, la narrativa de la instalación multimedia es esférica

Como respuesta a las preguntas planteadas por la incipiente aparición de arte de base tecnológica (principalmente el video), el time based art (arte sonoro y performance) -un tipo de arte que las galerías no tocaban ni con guantes excepto para dárselas puntualmente de modernas aunque convencidas de que no se podía vender ni coleccionar-, varios museos, paradójicamente, empezaron a crear de puntillas departamentos nuevos que se encargaran de manejar un arte sobre el que se sabía muy poco mientras se inventaban una metodología crítica sobre la marcha. Los primeros fueron el Whitney Museum of American Art, el MoMA, ambos en Nueva York, el Carnegie Institute and Museum of Art de Pittsburgh, Pennsylvania, el Everson Museum de Siracusa, Nueva York (el primero en tener departamento de video con David Ross), el Santa Monica Museum of Contemporary Art, en Santa Mónica, California y poco más. Que estos museos hicieran lo que hicieron a mediados de los setenta no es cualquier cosa. En mi opinión, no creo que anticiparan realmente el alcance de esta decisión.

Vistas de la exposición. Foto: Miquel Coll

Coincidiendo en el tiempo con lo que acabo de exponer, comienzan a aparecer un contingente de artistas provenientes de diversos campos -del video o la escultura, por ejemplo- ocupados en expandir su abanico de posibilidades experimentales. En el caso de la gente de video eso se plasma en lo más evidente: multiplicar el número de pantallas primero y el número de canales después para escapar de las limitaciones draconianas del video monocanal, lo que algunos años más tarde John Hanhardt, entonces conservador del departamento de imagen en movimiento y time based art en el Whitney Museum, definió como expanded video. En el caso del que escribe la deriva me llevó a una combinación de vídeo expandido, artes escénicas y narrativas museísticas descubiertas en museos que nada tenían que ver con el arte, como el emblemático Imperial War Museum de Londres. Una característica definitoria de los artistas instaladores de primera generación es que éramos todos narradores; los contenidos exigían una narración en el tiempo proporcionada por los videos, el sonido, los textos y los objetos. Al contrario de la linealidad de la literatura convencional, la narrativa de la instalación multimedia es esférica y su lectura no-lineal requiere ser ordenada y leída por el espectador en tiempo real. Todo esto empezaba a verse en galerías no comerciales como la 112 Greene Street Gallery, abierta a finales de los sesenta y gestionada, es un decir, por Gordon Matta-Clark y Jeffrey Lew. Yo expuse varias veces, la primera en enero de 1975 por gentileza de Hans Haacke que me cedió sus fechas. Por allí pasó la práctica totalidad de los artistas de la época involucrados en lo que en su momento se calificaba peyorativamente como “experimental art” por falta de mejor adjetivo.
A la hora de exponer tenía que ser obra nueva porque casi todo acababa en el contenedor: demasiado caro de almacenar
El término instalación era todavía desconocido. De toda esta actividad estaban al corriente los nuevos conservadores de los también nuevos departamentos museísticos, al fin y al cabo éramos los artistas los que justificábamos su existencia y ahí, sin ser realmente conscientes de lo que estaba a punto de pasar, se produjo un cambio de era que a estas alturas del partido sigue exento de un estudio en profundidad a la altura de su importancia. Por no haber, no hay que yo sepa ni una sola tesis sobre el tema. Resumiendo, lo que sucedió fue que en muy poco tiempo gente como John Hanhardt en el Whitney o Bill Judson en el Carnegie Institute de Pittsburgh empezaron a exponer este tipo de trabajo, sacado directamente de espacios alternativos que eran poco más que agujeros en la pared comparados con las galerías comerciales. Cuando se nos proponía exponer tenía que ser obra nueva porque casi todas las piezas hechas hasta entonces, aparte de los másteres de video, filme o sonido, acababan en el contenedor porque eran demasiado caras de almacenar, y puestos a rehacer, todas las partes implicadas preferían estrenar que repetir. El resultado inmediato de esta circunstancia era que el museo producía la pieza para que existiera y poderla exponer. Ahí está el Big bang del tema. Hasta entonces el museo estampaba el sello de legitimidad histórica a lo ya avalado por un largo recorrido. A nadie se le hubiera ocurrido en abstracto pensar en él como un agente activo de producción de una obra nueva, que estaba por verse si merecía ser mostrada, aparecida de la nada, en museos de primera línea, saltándose todo el circuito canónico (y comercial) de una tacada. Algo así no había sucedido nunca en la historiografía museística. No había precedentes. Lo que hoy se considera normal, en aquel momento venía de Marte ante la alegre inocencia de los implicados. Y todo impulsado por museos de primerísima línea, supuestamente jerárquicos, cerrados en ellos mismos y al servicio de la élite económica. Es un capítulo de la historia del arte sobre el que sólo he rascado la superficie, dejando de lado su impacto en la relación entre el artista y el museo, los aspectos de financiación, honorarios, adquisición propiedad, colección, etc.

Vistas de la exposición. Foto: Miquel Coll

Un pequeño ejemplo de acompañamiento

Bajo el paraguas de lo que acabo de exponer, voy a hablar brevemente de mi último proyecto en el MACBA de Barcelona, La campana hermética. Espacio para una antropología intransferible (la iniciativa ha sido de El Cultural). En el marco de mis conversaciones con el museo sobre una parte de mi legado, propuse que se tuviera en cuenta un aspecto que muy raramente se considera como parte del conjunto. Se habla de obra, archivo convencional y biblioteca como algo integrable, pero no de la historia material, objetual, compuesta por todo lo acumulado por el artista durante su vida, profesional o no, que de una forma muy clara apunta sobre lo que le ha conformado en cuanto a su antropología personal que ilumina elocuentemente, sin embargo, la obra que define al artista como tal. Estamos hablando de colecciones sui generis de piedras, monedas, revistas, juguetes, libros raros, ropa, zapatos, artesanía presidiaria, rastros de la Guerra Civil española (en mi caso), etc. La única manera de gestionar una acumulación de este tipo en algo significativamente consistente, catalogable e inteligible es transformándolo en una obra por derecho propio. Esto es lo que propuse al MACBA y el museo aceptó. Se trataba de un experimento y nos la íbamos a jugar juntos. Ha sido muy complejo en todos los sentidos pero ya está inaugurado y a la vista del público. Un proyecto de este tipo es inevitablemente biográfico, algo que me incomodaba al principio, pero manejable cuando lo biográfico funciona como metáfora de lo generalizable, otra versión de explicar el mundo hablando de otra cosa. Algo interesantísimo, por ejemplo, que se desprende de esta pieza, que incluye pinturas de mi padre, dibujante comercial y pintor aficionado sin estudios formales, es que sus telas realizadas con tozuda determinación constituyeron mi primer contacto con el arte de una forma tan potente que dejó poso. De ahí la posibilidad, diría que fatal, de que a nivel de patrón comportamental, es decir el arte como manera de gestionar, explicar y aprehender el mundo manipulándolo simbólicamente -que es lo que llevamos haciendo desde Altamira- no hace falta que sea “bueno”, basta con que se haga, exista, y alguien lo vea.