El Museo del Prado, una historia del gusto
Galería Central con La familia de Carlos IV al fondo
En vísperas del arranque de las celebraciones del bicentenario del Museo del Prado, el lunes 19 de noviembre, uno de los máximos conocedores de la pinacoteca y director de la misma entre 1996 y 2002, Fernando Checa, nos acerca la historia de uno de los principales centros artísticos del mundo. El historiador recorre para El Cultural el origen real de su colección, marcada por la calidad, pero también por el gusto de los reyes que la impulsaron; la entrada de Velázquez y la de Goya; el ajetreado destino de su sección de pintura del siglo XIX... Un paseo por sus salas y los reflejos que han propiciado a lo largo de estos dos siglos de arte.
La historia de este coleccionismo es muy bien conocida y constituye uno de los capítulos esenciales del arte y el gusto europeo de estas centurias. El primer inventario de la colección (La colección real) recoge la progresiva reunión de cuadros en el edificio del Paseo del Prado, obra del arquitecto Juan de Villanueva y destinado en origen a Museo y Gabinete de Ciencias Naturales. Las obras procedían fundamentalmente del Palacio Real Nuevo y del cercano Palacio del Buen Retiro. Poco a poco, fueron incorporándose cuadros y esculturas no sólo de estos lugares, también del Palacio de La Granja y otros espacios, como las depositadas en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Ya a finales de los años treinta del siglo XIX, con motivo de la Desamortización de Mendizábal, obras maestras de El Escorial, con pinturas de Rafael, Tintoretto, Andrea del Sarto o Guido Reni, se instalaron en el edificio madrileño.
La cantidad y la calidad de obras de arte que se incorporaron, causó sensación en la Europa culta de las primeras décadas del siglo XIX. La colección española reflejaba no solo el carácter cosmopolita de la Monarquía desde el siglo XVI hasta el XVIII, sino el peculiar gusto de los reyes que la habían reunido. Además de la pintura española se podía contemplar una selección de altísimo nivel de obras de arte de lo que ya se denominaban escuelas italiana y flamenca, los dos núcleos de pintura esenciales en la historia de este arte.
Todo ello se mostraba con obras de talla excepcional de algunos de los mejores autores, desde Tiziano y Veronés a Rafael y Guido Reni, si recordamos a algunos de los italianos, y desde Antonio Moro a Rubens, o de Van Dyck a Jordaens si lo hacemos con los flamencos. Con ellos hacen su aparición triunfal algunos de los pintores españoles más notables, como José de Ribera y, fundamentalmente, Diego Velázquez.
La calidad de la colección del Prado se debe sobre todo a una cuestión de gusto: el de Felipe II y Felipe IV por Tiziano y la pintura veneciana, del segundo de los citados por Rubens y los flamencos, o por Rafael y la pintura romana y napolitana del Barroco, incluyendo a Ribera. Dando por descontado que su retratista y pintor de cámara era nada menos que Diego Velázquez. Igualmente, y refiriéndonos ya al siglo XVIII, fue la afición de Isabel de Farnesio por Bartolomé Esteban Murillo y por la pintura flamenca lo que explica la fortaleza de algunos otros conjuntos de la colección real. Es un grupo de cuadros que nunca pretendió explicar la historia de la pintura tal como esta empezó a ser entendida en el siglo XIX y a lo largo del XX. A diferencia, por ejemplo, de la National Gallery de Londres, el Prado es una lección de historia del gusto, y no de historia de la pintura.El Prado jugó un importante papel en la historia del gusto cuando el realismo de Velázquez destronó al idealismo de Rafael
Abierto con 311 pinturas
Cuando se abrió el Museo del Prado en 1819 se colgaron 311 pinturas, todas ellas de la escuela española, cuyo número aumentó en 1821 a 512. La división por escuelas entonces era la siguiente: 283 de españoles antiguos, 34 de contemporáneos y 195 de italianos. Estos dos últimos grupos (españoles contemporáneos e italianos) se instalaron, respectivamente, en el vestíbulo y en la primera parte de la Galería Central, el espacio más importante del museo. Ya en 1828, este lugar albergaba en todo su recorrido las escuelas italianas de la Colección Real. Resultaba clara la división entre españoles e italianos, de la que por esta fecha salía vencedora la escuela italiana.Vista de la sala Isabel II, 1893-1899
Desde estos primeros momentos es posible detectar en el museo la tensión expositiva entre la escuela española de pinturas y las escuelas extranjeras, sobre todo las italianas, una contraposición que, en realidad, llega hasta nuestros días. Solo en 1864 la escuela española alcanzó los honores de la Galería Central, instalando una parte de ella, la más significativa, en su segunda mitad, ocupando todavía la pintura italiana el primer tramo del Salón.En 1853 se abrió la llamada Sala de la Reina Isabel, que se concibió desde esta fecha hasta 1899 como un espacio donde albergar las consideradas joyas de la colección con obras mezcladas de todas las escuelas (aunque en un primer momento solo hubo italianos), presididas por la Virgen del Pez de Rafael. Las críticas a esta sala y su "desorden" no cejaron hasta 1899 cuando, con motivo del III centenario del nacimiento de Velázquez, se transformó, ya triunfalmente, en Sala Velázquez, continuando así hasta la actualidad, y otorgando aun mayor protagonismo a la escuela española.
1912 es otra de las fechas clave en la historia de la institución. Se fundó su Real Patronato que impulsó no sólo donaciones y legados, sino la primera ampliación en las superficies arquitectónicas del edificio sobre las ideas iniciales de Juan de Villanueva. Ello hizo posible una mejor ordenación de las obras que se benefició, sobre todo, de la introducción de criterios de la historia del arte académica, debido a la entrada de historiadores de arte en el Patronato y a las ideas de Beruete continuadas a su muerte por el subdirector Francisco Javier Sánchez Cantón. En 1927 se abrieron las nuevas salas y la nueva distribución, con un ponderado equilibrio entre las escuelas, basado en las ideas histórico-artísticas de este personaje y su equipo: la escuela española se desplegaba en la Galería Central hasta la sala final dedicada a Goya, la sala central del museo continuaba mostrando a Velázquez, como venía sucediendo desde 1899, y el resto de las galerías exponía las escuelas flamenca e italiana, que habían marcado el rumbo, con su influjo y su decisiva presencia en la colección real, a la pintura española durante los siglos XVI y XVII.
Aparecía así la idea del museo del Prado como museo de reflejos, como lo había sido la colección real de pinturas, en la que la huella de artistas como Antonio Moro y, sobre todo, Tiziano y los venecianos, se observaba en El Greco, Rubens, Velázquez, Murillo y Goya. Un museo de reflejos en el que la pintura colorista y de manchas de la escuela de Venecia explicaba en gran medida las maneras de los artistas que acabamos de mencionar.
Sala 12 dedicada a Velázquez y Las Meninas
Los avatares de la vida política española del siglo XIX influyeron decisivamente en el desarrollo del Prado. Resumiendo al máximo, habría que señalar como fechas decisivas las de 1868 y 1870. Con la primera de ellas, la de la Revolución "Gloriosa" que derrocó a Isabel II, las obras del Prado pasaron a considerarse "bienes de la nación" y no parte del patrimonio real. El Prado es desde entonces un "museo nacional".
Además desde 1837 existía el llamado Museo de la Trinidad que se había formado en el convento madrileño de este nombre con los bienes, entre otras procedencias, de los conventos de Ávila, Segovia, Toledo y Madrid exclaustrados durante la Desamortización de Mendizábal realizada entre 1836 y 1837. Estos dos museos nacionales se fundieron en uno en 1870, y el museo pasó a denominarse oficialmente Museo Nacional y a depender de la Dirección General de Instrucción Pública integrada en el Ministerio de Fomento. La fusión produjo efectos beneficiosos en lo que se refiere a la entrada en el Prado de obras importantes de la escuela española, como pinturas del Greco, de la escuela madrileña del siglo XVII, o de Pedro Berruguete, con lo que acentuaba su vocación de ser sede preferente de esta escuela tan poco conocida en Europa. Pero también fue causa de desastrosas consecuencias, debido al amplio número de obras carentes de interés artístico que entonces ingresaron, así como de otras imposibles de exponer por falta de espacio.
Pero el verdadero problema que conllevó la unión de los dos museos nacionales fue el hecho de que, a partir de 1856, se iban incorporando al Museo de la Trinidad las adquisiciones procedentes de las recién creadas Exposiciones Nacionales de Bellas Artes, que comenzaron a celebrarse regularmente cada dos años; y estos fueron añadidos igualmente al Prado. Fue en 1867 cuando se iniciaron desde la Trinidad los depósitos de obras contemporáneas en otras instituciones, comenzando por la Academia de San Jorge y el entonces denominado Museo Provincial de Barcelona. El problema de la pintura del siglo XIX en el Prado se agravó con la extinción el 22 de marzo de 1872 del Museo Nacional de la Trinidad, pasando sus obras al edificio de Villanueva. Comenzó entonces la errática política del Estado en torno a sus colecciones decimonónicas con la creación, en 1894, del Museo de Arte Contemporáneo, que en 1895 pasó a llamarse Museo de Arte Moderno. Carecemos de espacio para siquiera resumir las vicisitudes de este museo. Baste decir que en 1951 se dividió en otros dos, el Museo Nacional de Arte del siglo XIX y el Museo Nacional de Arte Contemporáneo, que se volvieron a fundir en 1968 como Museo Español de Arte Contemporáneo. Lo cual no fue óbice para que en 1971 las colecciones de pintura del siglo XIX retornaran al Museo del Prado, instalándose en el Casón del Buen Retiro, como "Departamento de arte del siglo XIX".
La visita de Manet
Desde el momento de su apertura el Museo del Prado atrajo a todo tipo de visitantes, principalmente artistas y pintores. La visita de Edouard Manet al Prado en 1865, poco tiempo después de que su director Federico de Madrazo dispusiera el segundo tramo de la Galería Central con la mejor pintura española de la colección, Diego Velázquez incluido, supuso, sin duda, uno de los momentos que otorgaron mayor relevancia internacional del museo. Manet y otros pintores realistas e impresionistas de fines del XIX encontraron en él un poderosísimo estímulo en sus ansias de modernidad, que veían prefigurada en artistas como Velázquez, El Greco o Goya. De entonces es la expresión del Prado como "museo de los pintores" en el momento, decisivo en la historia del gusto, en el que Velázquez y su realismo, destronó al idealismo de Rafael, hecho en el que el Prado jugó un importante papel. Sin embargo, la reciente sobrevaloración historiográfica de esta visita y su repercusión no se puede convertir en uno de los ejes interpretativos fundamentales de la colección en favor de su innecesaria "contemporaneización".Cuando los cuadros del XIX se instalaron en 1971 en el Casón del Buen Retiro no sabían que, como resultado de la nueva situación política que se abría en España en 1975, iban a recibir en 1981 a un inquilino de honor que lo iba a trastocar todo: nada menos que Guernica, de Pablo Picasso (1937). Igualmente se ignoraba que su habitación en este espacio no iba a ser muy larga ya que en 1992 fue trasladado, no sin polémicas, al recién creado Museo Reina Sofía, otorgando sentido y relevancia a su colección.
El claustro de los Jerónimos
Al final del tortuoso trayecto expositivo e institucional con el arte español del siglo XIX, hemos de recordar que en 1998, con motivo de las obras de ampliación del Prado, las obras del siglo XIX fueron retiradas del Casón. Finalmente, una parte significativa de esta colección ha terminado mostrándose nada menos que en 12 salas del edificio Villanueva, sede histórica del museo, ocupando alrededor de un 20% de su superficie destinada a exposición de obras de arte. Esta solución para la pintura del siglo XIX volvía a reproducir el problema del lugar de estas colecciones, que se resolvió instalándolo en estas salas en claro perjuicio del conjunto histórico.Con esta disposición de la pintura española del siglo XIX se conculca una de las características básicas del Prado, es decir, la de que se trata de un museo basado en la historia del gusto, y no en una institución destinada a exponer cronológicamente una "escuela" pictórica, ni siquiera la española. Solo Francisco de Goya, que comenzó a incorporarse masivamente a las colecciones del museo en las últimas décadas del siglo XIX y a lo largo del XX, se encuentra, en lo que se refiere a esta escuela, dentro de ese canon universal. Y, aunque buena parte de sus pinturas en el Prado proceden, una vez más, de la corte borbónica, su inclusión en el museo no aparece hasta en el tercero de sus inventarios, el de Nuevas adquisiciones, único "vivo" en la actualidad, que empezó a levantarse en 1856.
Bien puede decirse que, gracias sobre todo a los esfuerzos de Cruzada Villaamil o Federico de Madrazo, Francisco de Goya es una "construcción" (muy afortunada) del Museo del Prado con el que, en realidad, culmina su colección. El Real Decreto de 25 de Octubre de 1895 por el que se creaba el Museo de Arte Moderno, es decir, en el momento de la primera separación del Prado de pinturas del siglo XIX, decía que en este museo, el de Arte Moderno, se reunirían "las obras más importantes de pintores y escultores propiedad del Estado, ejecutadas por artistas españoles, de los que más hayan brillado desde la extinción de las antiguas escuelas regionales, cuyo último y excepcional florecimiento personifica D. Francisco de Goya". La cita es significativa ya que, por una parte limita el nuevo museo a "artistas españoles" con un espíritu opuesto al cosmopolitismo de la colección real, y por otro, considera a Goya como el fin de un trayecto. Por eso, la obra de don Francisco quedó entonces en los muros de Villanueva.
Las fecha finales, hasta el momento, de toda esta historia son las del 22 de febrero de 1995 y la de del 29 de octubre de 2007. En la primera de ellas se firmó el llamado "pacto parlamentario" por el que la práctica totalidad de los partidos políticos acordaban respaldar la reordenación de las colecciones de los Museos del Prado y Reina Sofía de manera, "que garantiza(ra) la continuidad de ambos museos, y la visión completa, con criterios históricos, de sus colecciones de Arte". El pacto, en cuyo inicial impulso la recién fallecida Carmen Alborch, entonces ministra de Cultura, jugó un gran papel, sacaba de la contienda política la cuestión de la ampliación física del Prado, señalaba cuáles habían de ser los lugares en los que debía ser realizada (Museo del Ejercito-Salón de Reinos y Claustro de los Jerónimos) y salvaguardaba las colecciones del Reina Sofía, de las que el Guernica era pieza capital. La permanencia de la obra de Picasso en este museo garantizaba su viabilidad y continuidad.
La segunda fecha señala la inauguración de la última ampliación física del museo, obra de Rafael Moneo, con la que la institución se dotaba de nuevas instalaciones que hacían de él, por fin, un edificio adaptado a las necesidades museológicas contemporáneas.
Conclusiones
De todas estas historias podemos hoy, cuando iniciamos las celebraciones del 200 aniversario de la fundación del Museo del Prado, sacar las siguientes conclusiones.El Prado posee la práctica totalidad de las pinturas que decoraron el Buen Retiro, ya sean las que colgaban del mencionado Salón (Velázquez, Zurbarán, Maíno y otros), ya las series, sobre todo de pintura italiana o procedente de Italia en el siglo XVII, que constituye una de sus grandes riquezas y de las que el público no ve hoy más allá de un 3%. Se trata de una anomalía museística con la que ya podemos terminar.
El cambio sustancial respecto al Plan Museográfico de 1997 que supuso la dedicación del Casón del Buen Retiro a las funciones de biblioteca y otras, plantea en toda su crudeza el ajetreado destino de su sección de pintura y escultura del XIX. Un asunto que solo se puede resolver articulando un nuevo museo que albergue esta parte de la colección nacional cronológicamente situada entre la pintura de Goya, fin lógico del Prado, como ya se indicó en 1896, y la conservada en el Reina Sofía.
Más de veinte años después del pacto de 1995, tras la aparición y consolidación de museos como el Reina Sofía, el Thyssen-Bornemisza, la última ampliación del Prado, el surgimiento en el horizonte del nuevo Museo de Colecciones Reales y el proyecto para el Salón de Reinos, definitivamente adjudicado al Prado, la situación de los museos madrileños presenta un panorama esperanzador. Se impone, por tanto, un replanteamiento en profundidad de las colecciones nacionales de arte, antiguo y contemporáneo, existentes en Madrid. Bien podría ser esta una de las cuestiones primordiales a plantearse con motivo de este 200 aniversario.