Van Gogh: 'Autorretrato', 1889. © National Gallery of Art, Washington

Van Gogh: 'Autorretrato', 1889. © National Gallery of Art, Washington

Arte

La exposición estelar del bicentenario de la National Gallery recupera al Van Gogh de la Casa Amarilla

El museo londinense abre una de las exposiciones de la temporada que será recordada como una de las grandes muestras sobre el artista.

25 septiembre, 2024 02:27

¿Por qué dedica la National Gallery a Van Gogh la exposición estelar de su bicentenario? No es un artista central en su colección, aunque esta incluya seis pinturas suyas, que no es poca cosa. La circunstancia de que se cumplan ahora cien años desde la adquisición de dos de ellas, los Girasoles y La silla de Van Gogh, es una percha fortuita.

Van Gogh vivió en Londres: casi dos años entre 1873 y 1875, cuando trabajaba para el marchante de arte Goupil, además de unos meses en 1876, como predicador debutante, y desarrolló una gran afición a la literatura y a la pintura inglesas.

Pero la relación con el país —que fue el argumento de Van Gogh and Britain en la Tate (2019)— no se toca en esta impresionante y carísima muestra, cuyos principales objetivos serían los de vestir de gran gala al museo en su aniversario y enamorar al público internacional.

Van Gogh: 'El dormitorio', 1889. © The Art Institute of Chicago

Van Gogh: 'El dormitorio', 1889. © The Art Institute of Chicago

No se limita, sin embargo, a juntar esplendentes cuadros: hace una lectura seria y actualizada de la obra del artista en unos momentos decisivos.

En los últimos años, las exposiciones sobre Van Gogh que van más allá del préstamo en lote del museo del artista en Amsterdam y/o del Kröller-Müller Museum —segunda mayor colección—, siguen dos modelos, centrándose en un período o, más frecuentemente, en un género o motivo.

El Museo Thyssen (2007) y el Musée d'Orsay (2023) se han ocupado de sus meses finales de vida en Auvers-sur-Oise, mientras que The Courtauld (2023) ha puesto el foco en los autorretratos, el Dallas Museum of Art (2021) en los olivos, el Metropolitan (2023) en los cipreses, el Cincinnati Art Museum (2016) en el sotobosque, el Museo Barberini (2020) en las naturalezas muertas.

Otras exposiciones han explorado el eco de Van Gogh en el arte contemporáneo, como el Städel Museum (2019), que destacó el papel de Alemania en su reconocimiento póstumo, o la Fondation Vincent van Gogh en Arlés, que ha presentado este verano una inspiradora muestra comisariada por Jean de Loisy y Bice Curiger, con 78 artistas que glosaban la Noche estrellada.

Es más rara la exploración de cuestiones metodológicas o contextuales, claves en Van Gogh Repetitions (2014) en el Cleveland Museum of Art y la Philips Collection y en la muestra del MUDEC (2023) estructurada en torno a su vinculación a la literatura y al coleccionismo de estampas japonesas.

Van Gogh. Poetas y amantes hibrida el modelo cronológico, ya que revisa su estancia en el Sur de Francia entre 1888 y 1890 y la investigación sobre sus fuentes y sus modos de hacer. 

Es una lectura seria y actualizada de la obra del artista en unos momentos decisivos, entre 1888 y 1890

Cornelia Homburg y Christopher Riopelle han seleccionado 61 obras (13 de ellas dibujos) para mostrar cómo proyectó sobre paisajes y figuras provenzales ciertas preconcepciones literarias y artísticas y cómo fue forjando allí un programa artístico de gran ambición.

Murió en 1890 y sus primeras obras importantes datan de 1885 —había decidido hacerse pintor en 1880, a los 27— así que estos dos años en Arlés y Saint-Rémy suponen un capítulo muy considerable en su fulgurante vida creativa. No solo desde el punto de vista numérico. En París, durante los dos años previos, se había relacionado con los artistas —Toulouse-Lautrec, Bernard, Signac, Gauguin… —que marcarían junto a él los caminos del Postimpresionismo. 

En París, durante los dos años previos, había perfeccionado su técnica y realizado grandes avances en el uso rompedor del color, pero necesitaba la naturaleza para convertir esas herramientas en un “estilo”. 

En sus inicios había querido ser un pintor de la vida campesina y es lo que finalmente llegó a ser. Van Gogh fue un espíritu errabundo, en busca de un destino, de un hogar y lugar de trabajo estable que nunca encontró. 

Se fue a la Provenza espoleado por las novelas de Émile Zola y de Alphonse Daudet, por las ardientes tonalidades del pintor Adolphe Monticelli y por un quimérico ideal:allí encontraría no los ecos de la Antigüedad romana o del paisaje italiano que otros fueron a registrar sino el “mundo flotante” de las estampas japonesas que tanto le habían enseñado.

Cuando llegó, estaba todo nevado… Pero pronto mejoró el tiempo y pudo dar inicio al “volcado” de sus expectativas sobre el Jardin de la Cavalerie, el parque público de Arlés como lienzo sobre el que volcar sus expectativas.

Esa transformación de un entorno natural en un lugar de ensoñación, que repitió en el sanatorio de Saint-Rémy, es el tema que explora la primera sección de la exposición, a la que dan paso las dos figuras de las que toma el título: los magníficos retratos del Amante (el teniente Milliet) y del Poeta (el pintor Eugène Boch).

Sus amigos artistas le habían animado a usar más la imaginación, a no subordinarse a lo real y en el jardín de Arlés empieza a modificar lo que ve con intención simbólica: será morada de poetas (Petrarca, Dante, Boccaccio) y escenario para el amor.

Van Gogh: 'Adelfas', 1888. © The Metropolitan Museum of Art, New York

Van Gogh: 'Adelfas', 1888. © The Metropolitan Museum of Art, New York

Van Gogh, que había enhebrado fracasos sentimentales, no tuvo allí más que el sórdido desahogo en los burdeles. Pero no dejó de ser un romántico y —esto nos interesa más—  echó mano de referentes pictóricos para evocar la felicidad amorosa superponiendo al parque proletario —nunca dispuso de un jardín propio, como Monet o Caillebotte— el recuerdo de las parejas sobre fondo jardinístico de Rubens y Hals o de las fêtes galantes de Watteau.

Cuando llega a Saint-Rémy, las esquemáticas figuras que representaban de manera imprecisa esas narrativas desaparecen casi por completo y el pintor traslada la condición sintiente, más oscura, a una vegetación humanizada.

El aspecto más interesante de la exposición, que hace más contemporáneo a Van Gogh, es el que pivota en torno a la Casa Amarilla como maison d’artiste. Sería algo así como una residencia para pintores que pudieran unirse a él formando comunidad, en el “Estudio del Sur”, y ese proyecto la transformó en un lugar de exposición “alternativo”.

Las salas 3 y 5 muestran una parte de las obras que concibió y combinó como parte de un programa ornamental que fue también un statement. El Jardín del Poeta estuvo siempre en su cabeza consagrado a Gauguin, que había anunciado su visita, y pintó igualmente para complacerle las cuatro versiones de los girasoles, de las que se presentan dos con el préstamo excepcional de los del Philadelphia Museum of Art. 

Van Gogh: 'Noche estrellada sobre el Ródano', 1888. © Musée d'Orsay, Dist. RMN-Grand Palais / Patrice Schmidt

Van Gogh: 'Noche estrellada sobre el Ródano', 1888. © Musée d'Orsay, Dist. RMN-Grand Palais / Patrice Schmidt

Además, integraban en la decoración obras míticas como El café nocturno, Diligencia de Tarascon, El sembrador y Noche estrellada sobre el Ródano (las dos últimas expuestasademás de uno de los jarrones con adelfas ), y algunos retratos, que no representaban individuos sino tipos, esencias universales: el Poeta y el Amante ya mencionados, la Arlesiana (dos de las versiones aquí), el Campesino (una), la Acunadora (La Berceuse, que es la Madre).

Lugares, figuras y objetos que entendía como una “secuencia” significativa; una imaginería que dirigía no a los aficionados de los Salones sino a la “consolación” de la “gente común”. Lamentablemente, casi nadie visitó la “instalación”: Gauguin, posiblemente Theo, Signac y el cartero Joseph Roulin.

La exposición está bien armada y será sin duda recordada como una de las grandes muestras sobre el artista

Van Gogh, en una estrategia también muy actual, repetía a menudo, con variaciones, sus composiciones, formando peculiares series estructuradas por armonías y contrastes de temas y tonos.

Las agrupaciones eran muy intencionadas y esta muestra tiene el gran acierto –aunque podría haber insistido más en esto y aunque falla el montaje, en general muy plano, que distancia en demasía estas obras– de reconstruir uno de los trípticos ideados por el artista: La Berceuse flanqueada por los dos girasoles.

El trabajo en series, con resonancias literarias o espirituales, se analiza en otras dos salas: la dedicada a los dibujos realizados en Montmajour —era en su cabeza el Paradou de El pecado del abad Mouret, de Zola— y la que incluye, ya de Saint-Rémy, tres versiones del trigal y seis, tan emocionantes todas, del olivar, su Getsemaní.

Su pincelada era cada vez más sinuosa y simplificada, su color más vibrante, mientras miraba más dentro en la naturaleza, más cerca. Solo esta última sala sería ya para el visitante todo un festín pictórico.

Faltan en la exposición obras primordiales, claro: alguna de las versiones de El puente de Langlois, de los deslumbrantes huertos de melocotoneros en flor, de los montones de trigo, del café, de los lirios, La noche estrellada o el autorretrato con la oreja vendada (es verdad que se vio en The Courtauld hace nada). Pero está en conjunto bien armada y será sin duda recordada como una de las grandes muestras sobre el artista.