Bailando con Oiticica
Hélio Oiticica: The body of colour
5 julio, 2007 02:00Grand Nucleus, 1960-1966. Dcha: de arriba a abajo, B17 Glass Bólide 05 "Homenage a Mondrian", 1965. bolides y parangoles, 1965 . Variación de caja bólide I, 1965-1966
Nuestro crítico Adrian Searle nos cuenta desde la Tate Modern de Londres su recorrido a través de la obra de la artista brasileña Hélio Oiticica
A veces, el acto de mirar se asemeja al de danzar, y los relieves espaciales de Oiticica -bailarín de formación-, forman una perfecta pareja de baile. En los 60, Oiticica se dedicó a crear unas vestimentas de colores con telas y plásticos impresos, pintados y teñidos -sus Parangolés- con las que cubrirse y danzar. Formas pintadas y pinturas con formas que hacen que nos preguntemos si estamos ante unas pinturas "llevables" o ante un arte cuya razón de ser es la propia danza. Formas que Oiticica plasmó en una serie de prototipos de cartón, una especie de pajaritas de papel que no resulta difícil imaginar volando desde un lienzo suprematista o constructivista de los años veinte para posarse después en un árbol de Klee. Y aunque no son pájaros, veo la imagen de dos manos revoloteando mientras manipulan el cartón: cortándolo, pintándolo. Esas pequeñas formas, vivaces, con sus bordes filosos y aplastados, me recuerdan también a la papelina que el camello deposita furtivamente en la mano de su cliente. Y sin embargo, lo único que esos sobres ocultan es una idea.
Oiticica murió repentinamente en 1980, a los cuarenta y dos años. Afortunadamente, fue muy prolífico y a pesar de su aspecto hippie y del entusiasmo con el que saludó los excesos contraculturales de los 60, nunca abandonaría su actitud de artista serio e innovador. Y no podemos más que asombrarnos al conocer que las obras de la primera sala de The Body of Colour, la muestra en laTate Modern, fueron creadas cuando el artista no tenía más que dieciocho años.
A pesar de cubrir tan sólo la mitad de la trayectoria del artista, se trata de una exposición fascinante. La organización de esta muestra y la adquisición por parte del museo de obra de Oiticica demuestra la creciente reputación e influencia póstumas de este artista, paralelas a las de sus colegas y amigas Lygia Clark y Lygia Pape, con quienes encarnó una modernidad libre de las constricciones septentrionales y protestantes y creó un arte que luchó por trascender los límites del museo y del mercado. Unos creadores que invitan a involucrarse en sus obras de una manera abierta y, en ocasiones, física y que, a pesar de su adscripción al neoconstructivismo y al racionalismo, rechazaron tanto el hermetismo como el áspero formalismo académico, lo que no les impidió interesarse por la forma y el ritmo ni llevar la modernidad a un punto con el que ni sus predecesores europeos ni sus coetáneos estadounidenses pudieron siquiera soñar.
En su colección, la Tate Modern dedica varias salas al arte brasileño de los 60 y a la estancia de Oiticica en Londres en 1968 cuando, gracias en gran medida a los buenos oficios del crítico Guy Brett, pudo instalar su Edén en la Whitechapel. Hasta ese momento, nadie sabía muy bien a qué atenerse a la vista de los guacamayos vivos, de los nidos a los que los visitantes se veían obligados a acceder a cuatro patas y de las junglas de hojarasca.
Una instalación que hoy calificaríamos de estética relacional olvidando que el arte siempre explora las relaciones, aunque la mayor parte de las veces el público no pueda sentirse a gusto como para percibirlo. Plasmados con oficio, sus pinturas y relieves encarnan el tipo de trabajo artesanal que inspira respeto. Las superficies son a la vez exuberantes y contenidas, ejecutadas con una rectitud formal que mantiene el color vibrando y en su sitio, pero como luchando por alcanzar la libertad. Hasta hoy no me había dado cuenta de lo buen pintor que es Oiticica.
En una obra amarilla, vemos cómo el color pasa de un tono casi aceituna al limón ácido, de un cargado amarillo bario al caqui de las hojas secas, recordándonos la necesidad de intercalar en las brillantes y calculadas gradaciones tonos apagados y explosiones cromáticas salidas directamente del tubo. Es significativo comprobar cómo los planos de Oiticica capturan la luz y cómo su color va refrescándose, saturándose y acaba agotando al ojo, lo que explica que tengamos que desviar la mirada aunque sea para reanudar la contemplación un instante después. Los cuadros blancos de finales de los cincuenta están al nivel de los de Robert Ryman o Piero Manzoni. Y las pequeñas pinturas cuadradas de Oiticica representan todo un mundo de variedad y tratamiento de la superficie, con sus salpicaduras, borrones, marcas y entramados de pintura y el pincel serpenteando por el lienzo, como el cimbreante extremo de un estoque a punto de entrar a matar, de rasgar, de hurgar. Lo que Oiticica siempre quiso fue transformar la pintura, no en textura, sino en tiempo: en una duración dilatada.
La pintura de Oiticica anticipa la evolución del arte norteamericano de los 60 y 70, haciendo surgir en nuestra mente los nombres de Frank Stella, Robert Mangold, Robert Ryman, Ellsworth Kelly y de tantos otros que vendrían después dentro de lo que se denominaría "pintura fundamental". Pero Oiticica llega a ese mismo punto por otra vía, incorporando las enseñanzas de la utópica y anterior modernidad europea -la de Malevich, el constructivismo, el concretismo, Max Bill, Mondrian y sus semejantes- que influyó en el arte y la arquitectura de Brasil en los años 50 y 60 como nunca lo haría en Europa y Estados Unidos. Mediados los 60, Oiticica comenzó una serie de construcciones bricolajeadas que denominó Bólides o bolas de fuego. Uno de esos fascinantes objetos concebidos para ser manoseados es una especie de jarra de cristal envuelta en arpillera y tela de saco impregnada en pigmento. La tela está rígida con manchas de pintura seca. La propia jarra contiene un líquido amarillento, quizás aceite de oliva, que quedaría de lo más apropiado junto a un plato de ensalada, o de linaza, en cuyo caso estaría mejor junto a una paleta de pintor. La pieza tiene el aire de un obsequio improvisado en el que se ha invertido más cariño que dinero. El título es Homenaje a Mondrian, como si fuera un regalo para el pintor.
La exposición posee un asombroso efecto acumulativo matizado por una cierta sensación de tristeza. En el caso de algunos artistas, la muerte prematura hace que nuestra sensación de pérdida se acreciente al constatar lo que dejaron sin terminar; en cambio, con otros, como Yves Klein, Blinky Palermo, Felix Gonzalez-Torres o Piero Manzoni, nos queda un sentimiento de completitud ante lo que hicieron (todo lo que podríamos imaginar está ahí) pero también de que sus proyectos encuentran continuidad en las obras de quienes les sucedieron. Y eso es algo que siento también ante Hélio Oiticica. Porque todos esos artistas mencionados comparten con el creador brasileño algo más que su temprana muerte: son sus coetáneos desconocidos. La obra sigue.