Mike Kelley, el gran posmoderno
Half a man, 1987-1992 (detalle)
El Stedelijk Museum de Ámsterdam reúne cerca de 200 obras que abarcan 35 años de carrera de uno de los artistas más influyentes y transgresores de las últimas décadas, Mike Kelley, fallecido el año pasado. Es su primera gran retrospectiva que más tarde viajará al Centre Pompidou de París, al PS1 de Nueva York y al Museo de Arte Contemporáneo de Los Ángeles.
A él le dedica el Stedelijk Museum de Amsterdam una importante exposición en sus novísimas salas, un proyecto que ve la luz tras cinco años de trabajo y que lleva la firma de su directora, Ann Goldstein, que antes de asumir la dirección del museo holandés fue comisaria, durante dos décadas largas, del MoCA de Los Ángeles, la ciudad donde Kelley desarrolló toda su carrera y donde él mismo pondría fin a su vida justo hace un año ahora. La exposición reúne lo mejor del artista aunque, si hay que ponerle alguna pega a la selección de obra de esta estupenda exposición, sorprende la ausencia de referencias a su mítica serie The Uncanny, uno de los proyectos más destacados de los años noventa, descartada tal vez por su enorme escala o porque su premiere (Sonsbeek93) había tenido lugar en Holanda.
Nacido en Detroit (EEUU) en 1954, Kelley creció al abrigo de una familia conservadora que le impuso una educación severa cuando no asfixiante. Con ella chocó la curiosidad, el talento creativo y la necesidad de experimentar de un artista ya en ciernes en un lugar, la capital del estado de Michigan, que no sólo reunía todos los atributos de lo específicamente americano (un asunto que recorrería toda su obra, desde sus inicios hasta el proyecto descomunal de Day is Done de 2005) sino que comenzaba a ser el centro de un movimiento contracultural que se quería antídoto del hipismo sesentero, de la tonta perorata del amor libre y la blanda indolencia. Como Auschwitz en su día, Vietnam ponía las cosas en su sitio y ofrecía la dimensión real de las hazañas humanas. En el Detroit de los setenta, bajo una aguda crisis económica, Kelley formó parte de numerosas bandas como Destroy All Monsters, más propensa a alabar a la muerte que a cantar las bondades edulcoradas del amor y, desde principios de los setenta, la música se filtró en su sangre para siempre.
Vista de la exposición
Arranca la exposición en el piso bajo de la nueva ampliación del museo para continuar en la zona superior, cuyo exterior se conoce popularmente como bañera. El recorrido propone una cronología rígida salvo en su fase inicial, donde los trabajos de finales de los setenta y ochenta están mezclados creando un ligero desconcierto. Nos enfrentamos, de inicio, a la serie Half a man, sus conocidos peluches y muñecos de trapo realizados entre 1987 y 1992 (Kelley desarrolló siempre grandes bloques de trabajo dilatados en el tiempo), una revisión de los roles de género y los sistemas patriarcales. La cosa venía de lejos. A los dieciséis años, un Kelley melenudo se entretenía haciendo muñecos de trapo en su casa para incordiar a su padre, que le prefería un machito de pelo corto que se dedicara a menesteres más viriles.
Kelley, sin embargo, cuenta que Half a man surgió no tanto por una necesidad de sumarse a los asuntos de género como de plantear una crítica al capitalismo y a su falta de escrúpulos a la hora de convertir el arte en mercancía. Este fue otro de los temas que obsesionaron al artista, por eso realizó durante años un tipo de obra basado en el trabajo manual, poco sofisticado, en oposición a la impecable factura industrial del minimal y en la tradición amateur del DIY (hazlo tú mismo). Y por eso realizó en los setenta sus casetas de pájaro de maderas pintadas, que pueden verse al inicio de esta muestra, con las que se enfrentó, también, a la liviandad formal del conceptual. Pero, ¿no son estas casetas, que remiten a un pasatiempo típico de los chavales adolescentes, otra alusión velada a la masculinidad?
Vista de la exposición
Nada escapaba a su avidez. Cualquier asunto o tendencia llamaba su atención y le obligaba a detenerse y a adoptar una postura. Saludó el activismo feminista, algunos de cuyos argumentos asumió con naturalidad, y abrazó la crítica institucional, un tema del que aquí pueden verse dos importantes ejemplos de finales de los ochenta, From my institution to yours y Pay for your pleasure, certeros dardos hacia las diferencias de clase en el marco de los museos de arte y una ácida referencia a las relaciones entre éstas y las instituciones penitenciarias, respectivamente.
Se suceden desde este punto grandes instalaciones como la soberbia Educational Complex, una serie de trabajos sobre los colegios a los que asistió Kelley en la que el artista acude de nuevo al concepto de represión, en este caso de la memoria, y cómo el recurso a técnicas psicológicas para recuperarla puede resultar en singulares construcciones de la historia. Es una serie extraordinaria, de la que el Museo Reina Sofía, en la entrega más reciente de su colección, ofrece un magnífico ejemplo. El piso inferior termina con los trabajos en colaboración con, entre otros, Tony Oursler al abrigo de su colaboración en el grupo The Poetics, y llegamos, ya en el nivel superior, a otro de los momentos de mayor intensidad de la exposición. Se trata de Day is Done, un trabajo presentado por vez primera en la sede neoyorquina de Gagosian en 2005 y que quería ser inicialmente un monumental proyecto de 365 partes sobre la cultura popular americana en el que Kelley volcó todos sus intereses, desde la represión a la sexualidad, desde la experiencia personal a la historia colectiva, desde la performance a la proyección de escenarios densamente cargados, desde la comedia absurda a lo brutal y lo siniestro. En Day is Done se concentra todo lo que habíamos visto hasta ese momento. Todo Kelley concentrado en un exceso fenomenal.