Image: Oteiza, un espíritu contradictorio

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Exposiciones

Oteiza, un espíritu contradictorio

Mito y modernidad

7 octubre, 2004 02:00

Construcción vacía con cuatro unidades planas, positivo-negativo, 1957. Acero

Museo Guggenheim Bilbao. Comisarios: Margit Rowell y Txomin Badiola. Abandoibarra, 2. Bilbao. Hasta el 9 de enero

El 7 de octubre se inaugura la más amplia retrospectiva dedicada a la obra del escultor Jorge Oteiza en los últimos quince años. Es en el Museo Guggenheim Bilbao, quien, gracias al patrocinio de Iberdrola, ha logrado reunir unas 140 esculturas del genial y polémico artista vasco. Unas obras, por otro lado, muy personales y de difícil clasificación dentro de su generación. Además, se pueden ver 43 dibujos y collages procedentes de la Fundación Oteiza y nunca antes expuestos al público. Margit Rowell, prestigiosa conservadora de arte moderno y contemporáneo, y el artista Txomin Badiola, conocedor y gran admirador de la obra de Oteiza, son los comisarios de esta gran exposición que se podrá ver en Bilbao hasta el 9 de enero.

"Hemos ganado, pero he renunciado". Tal fue el escueto telegrama que envió Oteiza a su mecenas, Juan Huarte, al recibir el premio de la Bienal de Sao Paulo, en 1957. Una frase que refleja a la perfección la contradictoria personalidad de quien, sobre todo, fue un agitador cultural, inmerso en una contradicción constante. Una creatividad desbordante y, a la vez, un fuerte impulso autodestructivo.

El hecho mismo de que las obras de Oteiza se presenten, por fin, en el Guggenheim, es un logro de gran trascendencia en un ambiente cultural como el del País Vasco, que ha estado durante muchos años radicalmente polarizado alrededor de sus dos máximas figuras: Oteiza y Chillida. Como muestra suele bastar un botón: esta antológica es un viejo anhelo del museo bilbaíno, fraguada poco a poco, intentando vencer la voluntad de un artista que se había manifestado repetida y radicalmente en contra del proyecto del Gobierno vasco para instalar el Guggenheim en Bilbao. Tras varias visitas al museo, se llegó, por fin, en marzo de 1998, a un acuerdo verbal que incluía la exposición y compra de obra por parte del Guggenheim. Para la firma del protocolo se presentaron en Alzuza los altos directivos del museo, la Consejera de Cultura y Juan Huarte; allí estaban todos, menos Oteiza, que dio uno de los plantones más sonados del mundo del arte.

Para tomar una cierta distancia de la polémica que todo lo referente a Oteiza provoca siempre, el museo ha encargado el comisariado de la exposición a Margit Rowell, acompañada de Txomin Badiola, quien ya se ocupó de la organización de la anterior gran retrospectiva de Oteiza, en 1988, en Madrid. La exposición, patrocinada por Iberdrola, recurre al criterio cronológico, buscando facilitar al espectador la comprensión de un proceso evolutivo que arranca con sus obras de los años treinta, dominadas por un claro influjo primitivista, para cerrarse en la sala que alberga sus "cajas metafísicas". Como etapas de este itinerario vital, las primeras experiencias con la abstracción y la serialización matemática, que arranca con Unidad triple y liviana, de 1950, y los "condensadores de luz", sus primeras aproximaciones al que será el eje central de su obra: el vacío. En las obras del Oteiza de los años cincuenta comienzan a percibirse no sólo volúmenes, sino huecos entre ellos. Huecos que progresivamente van ocupando, desocupando, para utilizar la terminología oteiziana, hasta invertir la relación interna de la obra y pasar a detentar el protagonismo de la obra. Los apóstoles de Aránzazu muestran ese terrible vacío en sus cuerpos, que están delineados no sólo mediante volúmenes, sino a través de los huecos practicados en ellos, formas negativas que anuncian lo que el artista desarrollaría luego en el eje de una de las salas principales de la muestra: el laboratorio de tizas. Con una reproducción fotográfica de la estantería donde se agolpan las pequeñas piezas experimentales como referencia, la sala recoge los resultados del proceso de experimentación con el volumen y el espacio, que luego formalizaría en su "Ley de los cambios", un texto teórico en el que establece los fundamentos de la serialización. Partiendo de lo que denomina "unidades formales livianas", su investigación busca posibilidades combinatorias que lleven a "la desocupación activa del espacio". El punto final de esta experimentación se manifiesta en las cajas metafísicas que ocupan, valga la contradicción, la última sala dedicada a la muestra. Las cajas son receptáculos de espacio, pura negatividad, pero al mismo tiempo, punto final de una experimentación. Más allá no se puede ir. Su obra busca la percepción del espacio, pero éste sólo es perceptible en sus límites.

Oteiza se sitúa históricamente en el final de la vanguardia, no sólo cronológico, sino discursivo. Si tomamos como referencia el principio establecido por Clement Greenberg, de que cada arte debe centrarse en aquello que le es característico, a la escultura le corresponde investigar sobre la forma, el volumen y la materia. Cuando Oteiza inicia su "Propósito experimental", a comienzos de los cincuenta, la negación de la materia, el vacío, es ya, como recuerda Margit Rowell, un elemento más en el vocabulario de la escultura. Lo que pretende Oteiza, afirma Rowell, es reducir la masa de la escultura, dejándola apenas delimitada por una lámina material.

Así pues, en Oteiza la materia es la desocupación del espacio; no el vacío, que en sus textos estéticos define de manera científica, como la total eliminación de la materia (el aire, por ejemplo). En ese espacio desocupado por la materia, pero lleno de espiritualidad, busca Oteiza las reminiscencias de lo arcaico, de las culturas ancestrales, y particularmente la vasca, donde los huts, los vacíos, tienen un sentido espiritual. De ahí su reiterada referencia al cromlech neolítico y el recuerdo de su infancia en Orio, y su atracción por unos agujeros existentes en la playa y en los que gustaba esconderse, mirando el cielo.

Convencido, como manifestó en una entrevista con Juan Daniel Fullaondo en 1967, del final del Arte Moderno, Oteiza abandonó la escultura para dar suelta a toda la complejidad de una personalidad llena de contradicciones. Su actividad se centra, a partir de los años sesenta, en la investigación estética y la agitación cultural y política. Se opuso a todo: a la política cultural del Gobierno vasco, al proyecto del Guggenheim, a esta muestra. Incluso, ya al final, a los miembros de su propia Fundación.


El libro de los plagios
Una de las vertientes de Oteiza que más ha polarizado la política cultural en el País Vasco es su largo enfrentamiento con el otro gran nombre de la escultura, Eduardo Chillida. Oteiza acusó, durante muchos años, al otro de plagiarle, llegando incluso a publicar un libro con ese título, Libro de los plagios; un texto panfletario, de los que tanto gustaba Oteiza, en el que ataca tanto a Chillida como a sus partidarios, con Kosme de Barañano como blanco de sus invectivas más aceradas. Una serie de fotografías pretenden demostrar las copias de sus obras y sus ideas por otros artistas.

La pugna duró hasta 1997, año en que fue escenificada la reconciliación en el llamado "abrazo de Zabalaga". Un Oteiza cansado y desencantado de todo el mundo, acudía al caserío de Hernani, en el que Chillida preparaba su museo, para hacer las paces con el enemigo creado por él mismo.