Un mundo secreto
Dans L’Atelier (en el taller).
10 marzo, 2005 01:00Olivier Pichat: Soldado indígena de espaldas y otro muerto, h. 1870
En una foto tomada por el pintor émile Bernard, vemos a Paul Cézanne con las piernas cruzadas, mano sobre mano, los pantalones y la chaqueta manchados de pintura, sentado con la mirada ausente delante de lo que sería una de las más importantes entre sus últimas obras: Las grandes bañistas. Ese cuadro monumental que hoy se conserva en la Fundación Barnes cerca de Filadelfia, quizás la versión más rotunda de un tema que obsesionaba a Cézanne, es el anticipo definitivo de esa gran revolución del arte moderno que Picasso consumaría en 1907 con Las señoritas de Aviñón. La pintura de Cézanne se data hoy entre 1900 y 1905, y la impresión fotográfica de Bernard en 1904.Es todo un signo: el rastro, la huella, de algo que estaba pasando, y que con toda probabilidad era difícil de advertir en el momento, la quiebra de la convención figurativa ilusionista dominante en el arte europeo desde el Renacimiento, y el advenimiento de un nuevo horizonte de las artes plásticas marcado por la expansión de la tecnología y los nuevos escenarios de la vida y de la cultura en las grandes metrópolis modernas. Esa huella vuelve hoy a nosotros a través de esta pequeña exposición ejemplar que reúne unas ochenta impresiones fotográficas de los fondos del Museo de Orsay, tomadas entre 1848 y 1917. El taller de los artistas. Todo un mundo en sí mismo. Como afirmaba, hacia 1900, el pintor Henri Gervex, "en el fondo, el viaje más bello que haya hecho nunca es el viaje dentro de mi estudio". Un viaje con impresiones que en la mayor parte de los casos proceden de las colecciones de los propios artistas, y en las que se representan, por ejemplo, los talleres de Corot, Prins, Degas, Bartholomé, Mucha, Forain, Delaherche, Gérôme, Carabin, Bugatti, Bonnard, o Rodin, entre otros.
El argumento de la exposición se expresa bien en su título: En el taller, en el taller de los artistas, en el lugar de trabajo y producción de pintores y escultores, que, si había sido ya desde el Renacimiento motivo de atención plástica, ahora, con la fotografía, se presenta a través de un prisma nuevo, pretendidamente objetivo y documental. Pero estas instantáneas viradas al sepia o al azul nos dan mucho más, gracias a la indiscreción del ojo fotográfico. Nos muestran toda una retórica de época del oficio de artistas: artesanos trabajando con la materia, próximos o distantes en su confrontación con la cámara, pero dejando ver en todo momento que el artista se mancha, actúa con sus manos, pone su cuerpo en la tarea.
Hay por tanto un registro sutil que nos lleva más allá de la superposición abigarrada de obras de arte que suele caracterizar las versiones de los talleres de artistas en la tradición clásica. El protagonista es ahora el individuo, el artista como sujeto y protagonista de la creación, situándose en un primer plano incluso frente a la obra. Algo que tiene su correlato, en correspondencia con lo que la fotografía fija en el tiempo, en la literatura, en las novelas y relatos articulados en torno a la figura de un artista construida como estereotipo, como héroe de la modernidad. Como se hace notar en el catálogo de la muestra, desde La obra de arte desconocida (1837), de Balzac, hasta La obra (1886), de Zola, pasando por Manette Salomon, la novela que los hermanos Goncourt consagraron a los artistas de entonces, y cuya primera parte apareció en 1867.
Pero hay más. Las instantáneas no sólo nos muestran a los artistas, estáticos ante la cámara o manos a la obra: nos permiten verlos también pintando o contemplando la naturaleza, o apreciar la construcción artificiosa de motivos exóticos: orientalistas, africanos o egipcios, e incluso la formación de auténticos cuadros vivientes por los modelos. Los talleres de artistas aparecen así, ante nuestros ojos, como pequeños teatros, como ámbitos secretos de plasmación de lo imaginario. La doble alma de la pintura del diecinueve, esa escisión entre el trabajo al aire libre y la representación imaginaria de otro tiempo y otros lugares, la historia y lo exótico, se hace también entonces directamente visible en su trasfondo, permitiéndonos comprender lo que la deriva del arte moderno fue haciendo cada vez más evidente: que toda representación artística brota del establecimiento y la aceptación de una convención, hablemos de lo que hablemos, tanto de naturaleza como de historia.
La exposición es deliciosa, porque permite apreciar en el registro íntimo del pequeño formato el patio trasero del arte, eliminando la carga de solemnidad y distancia con la que en no pocas ocasiones los museos y las instituciones artísticas presentan las obras de arte. Y, desde ese punto de vista, es sumamente sugestiva la atención que se presta al papel de los modelos, fundamentalmente femeninos, pero también masculinos, como mediaciones corporales entre la idea del artista y su plasmación en la obra. La complicidad del artista y su modelo, ese dualismo oculto del proceso artístico de creación al que Picasso prestaría su atención de forma obsesiva, se muestra aquí claramente. Y algo más: las poses de las modelos, desnudas o semidesnudas, van de lo pictorialista a la teatralización, pero encierran en casi todos los casos una sobrecarga erótica que nos habla de los vínculos insondables que unen el deseo y la creación artística.