Lila y Gody
Gody era, es y será el gran pintor Fernando de Szyszlo. Un artista único: supo entender la vida y el arte como una misma cosa, las mestizó en un mismo concepto y las plasmó en una gran cantidad de trabajo, espléndido y cotizado, donde el surrealismo cantaba su música eterna por los cinco costados, pero sobre todo por uno: el alma del artista. Lila era su mujer y su alma desde hace casi treinta años, una mujer que marcó una época en Lima; una mujer libre de la que el artista se enamoró cuando aún estaba casado con otra mujer excepcional, la poeta Blanca Varela. Gody y Lila fueron una pareja fundamental en la Lima de los últimos cincuenta años.
Ya he dicho hace cuánto conocí a Gody, a quien no le gustaba que le llamaran así. En sus memorias, La vida sin dueño, recalca que él se llama Fernando, que Gody se lo puso su madre porque fue la primera palabra que dijo de niño y que repetía una y otra vez. Aunque sus amigos le llamábamos empecinadamente Gody, a él, lo repito, no le gustaba mucho. Tenía un gran sentido del humor, hasta última hora, se bebía sus copas y conducía su Mercedes Benz último modelo a cien por hora por las calles de Lima. Era un campeón de la vida, dueño de sí mismo, vital, apasionado: un gran artista que trabajó, hasta el último momento, seis horas al día en telas de gran formato que se convertían en la inmensidad del universo una vez colgadas en los museos y casas de coleccionistas exquisitos. Le pedí que hiciera la escultura del Premio Bienal de Novela Vargas Llosa y él accedió con la voluntad amistosa y cómplice que siempre tuvo con el Nobel peruano, su mejor amigo en Lima y en todo el país latinoamericano. La escultura es una maravilla y reúne en bronce los distintos caminos por los que transitó el artista que ha perdido la vida hace veinticuatro horas al lado de su mujer.
Estuve con Lila y Gody en Cartagena de Indias, presentando La vida sin dueño. Fue una gran velada, no hace ni un año, en enero pasado, con un público entregado y un Szyszlo revitalizado por el acontecimiento. Recorrió su vida hablando de ella con un desparpajo juvenil y recordando anécdotas con sus mejores amigos, como Octavio Paz, cómplice suyo desde los tiempos del París surrealista. Como pueden imaginarse, Gody era una enciclopedia: cada conversación con ese sabio artista me representaba un montón de conocimiento nuevo, con esa manera de contarlo tan viva y vital que tenía el pintor y escultor peruano. Lila siempre estaba a su lado: siempre le preguntaba yo si no tenía miedo de ir en el coche con aquel loco del volante conduciendo a cien por hora, arrancando un motor de no sé cuantos cientos de caballos a una velocidad asombrosa para sus años, con el pañuelo flotando al viento húmedo de Lima. Un fenómeno. Lila siempre estaba ahí: presidiendo la mesa. La última vez que los vi fue en su casa del barrio de San Isidro: una casa llena de recuerdos. Cenamos allí doce personas, cercanas al artista y a su mujer, en una velada de homenaje a Vargas Llosa, que regresaba a Lima después de tres años. Ahora ya todo es un recuerdo y Lila y Gody se han ido: para mí es un día aciago. He perdido a dos amigos cercanos que enriquecieron mi vida con su amistad y su lealtad de tantos años. Lila, lo he dicho y lo repetiré, era un amor, una mujer de luz, señalada por la vida para estar junto al artista hasta el día de su muerte. Se ha cumplido aquel presagio que me decían una y otra vez, entre risas y con un whisky en las manos: "Nos iremos juntos cuando ya no tengamos nada que hacer aquí. Mientras tanto, salud".
Voy a echarlos de menos. Muchas fotos de mis memorias, mucho Szyszlo en mi vida, mucha finura en ese artista que ahora nos deja huérfanos de su humor y de su cercanía. Mucha clase en Lila, con sus risas y sus "golpes a la limeña", interesada siempre por las cosas que pasaban en todo el mundo y a su alrededor.
Día triste, pues. Día aciago, en fin. Los amigos más cercanos se van: siempre busqué la amistad de cuantos me pudieran enseñar. Nunca quise ni sentí la necesidad de "matar al padre", sino todo lo contrario: me he alimentado del conocimiento de mis mayores y he aprendido de ellos todo cuanto sé ahora de la vida, del arte, de la literatura y del infinito. Me quedo huérfano, cada vez más huérfano: ya son decenas y decenas que se han ido sin apenas avisarme. Tal vez sea eso lo vida: hacer amigos durante unos años para luego irlos perdiendo poco a poco. Toda la velocidad, como conducía su Mercedes plateado y último modelo el artista Fernando de Szyszlo por las calles de Lima, toda una visión surrealista del futurismo, de Breton y Oscar Domínguez, sus amigos, hasta Marinetti. Un testigo del siglo y protagonista de su vida.