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A la intemperie por J.J. Armas Marcelo

El vicio de la relectura

20 febrero, 2019 08:11

Hace casi medio siglo, cuando le preguntaba a los viejos escritores que ya conocía qué cosas leían, la contestación era casi siempre inmediata y repetitiva: "Yo no leo, releo". Releían. Creía yo entonces, o sospechaba, que esa respuesta era una boutade de lince viejo y cansado que desviaba la atención del joven y ambicioso escritor hacía una nueva pregunta: ¿qué releían los viejos escritores? Una vez le preguntaron a Jaime Gil de Biedma, cuando todavía no era un viejo poeta pero ya era uno de los grandes, qué es lo que leía. "Yo no leo, releo", contestó sin dudar. Luego supe que algunos viejos escritores seguían leyendo cosas nuevas, pero que, de todos modos, su vicio en la lectura era exactamente la relectura. Me sonreía para mis adentros pensando en aquel loco viejo, al borde de la ancianidad, al que se le ocurriera releer el Ulises de Joyce. Por cierto, un día, hablando con toda normalidad de esa joya del irlandés errante, alguien me preguntó cuál era mi pasaje favorito de la novela. "Hay dos, el momento en que llega a la playa y lo salva Nausícaa del ahogamiento y cuando regresa a su patria y mata con su arco a los pretendientes", le contesté. "¿En qué capítulo está eso?", me preguntó asombrado mi interlocutor. "Reléelo hasta que lo encuentres", le contesté homéricamente.

Siempre sospeché que Cela, que había estado pendiente de todo cuanto se publicaba en el mundo hasta un determinado momento de su vida, había dejado de leer cualquier cosa. Picaba, ojeaba, hojeaba, de aquí y de allá, pero no leía ni releía, contra lo que se dice de los escritores: que no dejan de leer ni cuando se quedan ciegos, que es lo que le pasó a Borges por leer todos los libros que se habían publicado en el mundo. De modo que Cela no leía ya, pero se pasaba todo el día preguntando qué había que leer. Un día, hablando los dos en el bar del Hotel Miguel Ángel, me preguntó a qué novelistas había que leer ahora, así me dijo. Le dije dos o tres nombres de novelistas, de entre aquellos que él llamaba torpemente "los 150 novelistas de Carmen Romero" (tenía esa manera viscosa de quitarse de encima un fantasma inexistente que a él le molestaba como un enjambre de moscardones). "Hazme una síntesis", me dijo. Le dije que no, que los leyera él mismo, que se diera cuenta de que entre todos ellos valía la pena leer algunos de sus títulos, que no eran novelistas para tirar a la basura, él que decía, entre otras boutades hiperbólicas, que las literaturas de Borges y la de Kundera eran literaturas de quiosco.

En sus últimos años, los de la decadencia económica, alcohólica y política, cuando ya había perdido su escaño en el Senado español, Barral seguía leyendo y porfiando a aquellos escritores en los que había creído siempre. Valía la pena discutir y llevarle la contraria, porque tenía siempre un discurso de respuesta superior al anterior y uno aprendía mucho oyéndolo hablar. Entre otras cosas le pregunté un par de veces si él era como casi todos sus compañeros de generación poética, que no leían sino releían. "Releer es necesario, renueva la memoria literaria", me dijo.

Y era y es exactamente así. El discurso de García Gual al entrar en la Academia es la relectura de un sabio que conoce las raíces ocultas de la literatura en lo más profundo de las lenguas clásicas, esas que llaman "de Humanidades", una cosa que desgraciadamente para la educación y el respeto por uno mismo y los demás están desapareciendo. Me precio de releer de vez en cuando algún texto del griego antiguo, esos monólogos del Áyax de Sófocles que Cervantes "habilitó" (por lo menos alguno) para su Quijote. Me precio de perderme en el pasado de mis estudios universitarios con un diccionario al lado para resolver los momentos de problemas inmediatos en la traducción. Me precio de releer la Antígona del mismo dramaturgo griego, que tantas veces se ha releído, vuelto a escribir y a adaptar en el teatro moderno: la ética personal frente a la ley, la tragedia de una mujer que se enfrenta a la ley humana porque la ley natural se lo impone. ¡Ah, qué felicidad poder leer en griego, en el mismo griego de Sófocles, esa tragedia que los escritores franceses, al menos ellos sí, han releído tantas veces!

De manera que era verdad: cuando llegas a viejo casi siempre relees. En razón de mi trabajo y mi vicio personal, sigo leyendo novelas de mis coetáneos como un ejercicio necesario, el mismo que me enseñaron hace tantos años los viejos y yo pensé, durante decenios, que era una boutade de los sabios. Entrar en mi biblioteca, buscar durante un tiempo, elegir un libro, unos versos, por ejemplo, de Vallejo, volver a los mares alcohólicos de Malcolm Lowry o a un capítulo de Rayuela o a Continuidad de los parques, ese cuento mínimo de palabras pero lleno de concepto, ese relato inmenso donde cabe todo el mundo. ¡Qué maravilla poder hacer eso y recordar que eso mismo lo hacían los viejos escritores cuando yo era tan joven como irascible, feliz e indocumentado!

Image: Montmartre, la colina del arte antisistema

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Image: Dolores Davesa, el corazón de la Filmoteca Española

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