Trump, Biden y el lamentable teatrillo de la actualidad
Cómplices de esa pelea de patio de colegio, los medios internacionales dieron por ganador al loco y recomendaron al viejo que se retirara.
Un amigo muy joven, que se dedica a alimentar sus sueños con proyectos que nunca realizará, me hace una pregunta muy rara. Estábamos en la terraza del Gijón, donde mi amigo acude de vez en cuando a la tertulia que allí celebramos todos los lunes algunos escritores ya mayores. Me pregunta, casi de repente, si la primera vez que entré en el Gijón, en 1965, lo hice con la esperanza de encontrar la libertad. Le contesté que no éramos libres ni felices y me preguntó de nuevo qué era la felicidad y qué la libertad. Dije que para mí la felicidad era una línea infinita de satisfacción y que la libertad era una línea infinita de la felicidad. Parece que el muchacho quedó tranquilo, o sorprendido, con mis juegos malabares y no volvió a las andadas.
Un par de noches antes había visto yo por televisión en directo desde América la patética actuación de los dos hombres —eso dicen— más poderosos del mundo: el presidente norteamericano Joe Biden y el expresidente Donald Trump. Ahí estaban los dos duelistas frente al mundo entero, dispuestos a demostrar su grandeza, su conocimiento universal, sus razones para estar allí, por qué son los hombres más poderosos del mundo.
Casi tres horas más tarde, cuando me desperté, la decepción seguía allí. El espectáculo entre el viejo y el loco fue un ejercicio más de la evidente decadencia que el liderazgo padece en una civilización, la occidental, que se empeña en despeñarse olvidándose de lo que fue. Como si hubiéramos vivido en una burbuja de bienestar a partir del final de la II Guerra Mundial hasta la caída y el desmerengamiento de la Unión Soviética y su bloque satélite.
Mientras seguía al viejo y al loco por la televisión, me irritaba ver que en esos dos grandes personajes no hay grandeza alguna
Ahora estamos ya en otro mundo, mirando hacia atrás el otro tiempo pasado que no fue cualquiera y sí mejor, caminando en una ciénaga en la que los valores heredados de la Revolución Francesa han desaparecido para dar paso a los monstruos que surgen, según Gramsci, cuando cae una época que no ha terminado de caer y está a punto de llegar otra nueva que todavía no ha llegado.
Créanme mis lectores llenos todavía de la esperanza de un mundo mejor: el optimismo hoy es un espejismo peligrosísimo; estamos en un mundo que camina proa al marisco del final, un mundo manejado por viejos y locos, por monstruos que esperan al acecho que se caiga definitivamente el templo que parecía construido con una solidez imponente.
Como siempre habrá que ir al Gijón, ese refugio, a tomarse el vermú de la melancolía y a tratar de soñar con alargar aquel mundo del bienestar que creemos haber vivido. En mi caso, mi refugio ha sido siempre la lectura solitaria.
Mientras seguía al viejo y al loco por la televisión, me irritaba ver que en esos dos grandes personajes no hay grandeza alguna. ¡Qué lejos están de los dos personajes que mantienen en vilo al lector en el espléndido cuento Los duelistas, de Joseph Conrad! En esos dos protagonistas del gran relato hay —como en el capitán Ahab de Moby Dick, que persigue la venganza con más venganza— una grandeza humana que es la que ata e identifica al lector con el héroe literario. Pero es obvio que ya la vida no copia al arte ni todo lo contrario, sino que cada una va por su cuenta para deslomarse en el matadero de la historia.
¿Qué decir de los diálogos de los personajes de La montaña mágica? ¿Cómo pedirle a Trump y a Biden, desde un cómodo sillón de madrugada en el mismo salón de tu casa, un poco de caridad con los telespectadores, un poco de respeto, un poco de seriedad?
Esa noche estos líderes imposibles demostraron que el mundo no puede ir bien cuando está gobernado por algunos niños que se pelean en el patio del colegio durante el recreo. La vergüenza fue una presencia constante en esa madrugada y los medios internacionales recogieron la experiencia del lamentable teatrillo norteamericano como si hubiera sido un simple combate de boxeo. Dieron por ganador al loco y recomendaron al viejo que se retirara a su casa a jugar con sus nietos.
Pero de ética, de estética, de categoría de pensamiento, de integridad, de educación, de finura, de altura y grandeza humanas no hablaron los medios informativos al día siguiente. Cómplices en la forma y en el contenido, esos mismos medios juegan el juego de los niños en el patio de colegio y aplauden sus golpes vergonzosos como si todo fuera parte de un deporte en el que gana es el mejor, aunque sea el más mentiroso y el más sinvergüenza.
¿Qué hacer, entonces?, me pregunta mi joven amigo en la terraza del Gijón, una intemperie como otra cualquiera. No hay otra salida: que cada uno se refugie en su Gijón particular y se dedique a leer La montaña mágica o Los duelistas mientras llegan los truenos de la hecatombe global que se avecina.