Los últimos mohicanos
Los poetas hoy están más lejos que nunca de la escritura poética, lo que me hace pensar en los sagrados intérpretes de la sagrada palabra.
No somos pocos los que hemos dejado de creer en la creación artística del siglo XXI, por lo menos en los años que llevamos ya recorridos. Las artes creativas están en manos de mercaderes, comerciantes de chorizos o calcetines y cartas de jugar a la baraja. Y lo que ayer era locura lúcida y atrevida —siempre un viaje a lo desconocido y hacia su descubrimiento— es hoy un casino donde abundan los jugadores profesionales, dueños de una mediocridad imponente.
He vuelto hace tiempo al cine en blanco y negro, no por nostalgia de un tiempo dorado, sino por la certeza del vacío actual, de la falta de elegancia en las películas, por la absurda mediocridad de tanto guion industrial, por la presencia absoluta de los trucos de las nuevas tecnologías. Por todo. ¡Qué guionazos los de aquellos años, qué espectáculo la interpretación artística, qué actores, qué directores, qué gente extraordinaria, qué excelencia!
Estoy encantado de encontrarme a gusto en ese cine clásico que me reconcilia con la vida que ya viví, y me mantiene al margen de la que estoy viviendo. No quiero hablar de las músicas o de las artes plásticas, pura bisutería (hasta el momento) en comparación con aquellas cumbres de los 40, los 50, los 60, los 70, los 80, los 90. Quiero decir que cualquier tiempo pasado, en el sentido en el que lo estamos expresando, fue mejor y que, al mismo tiempo, nosotros los de siempre ya no somos los mismos.
Y hablando de poesía, no carece de sentido la reconvención de Paul Auster hacia la actual poesía. El párrafo del neoyorquino no deja lugar a dudas de su sentido literario y de su cansancio por el vacío poético de estos años que van de siglo.
"Vivimos una época donde hay más poetas por centímetro cuadrado que nunca", confiesa Auster, "más revistas de poesía que nunca, más libros de poemas, competiciones poéticas, poetas de performance, poesía vaquera; y sin embargo, pese a toda esa actividad poco se ha escrito de importancia. Ya nadie cree que la poesía (o el arte) sea capaz de cambiar el mundo. Nadie tiene que cumplir una misión sagrada. Ahora hay poetas por todas partes, pero solo hablan entre ellos".
La mayoría de la gente que se dedica a escribir poesía sabe perfectamente que no es poesía lo que escriben
La mayoría de la gente que se dedica a escribir poesía sabe perfectamente que no es poesía lo que escriben. Los que no lo saben son todavía peor: una legión de fantasmagóricos farsantes que inunda con el virus del embuste todo cuanto escriben. Y esos últimos son los más activos, los que más tratan de llamar la atención en el teatrillo de marionetas en el que tratan de convertir la poesía.
Añoro los filtros de la autoridad y la auctoritas, dos asuntos muy parecidos pero bien distintos. Echo de menos, por una parte, el esfuerzo literario, y en la poesía la intensidad lírica, que es por ahí por donde le entra el agua al coco; y por otro, el examen riguroso de los viejos maestros administrando el debate sobre un canon que ya he dejado de existir. Y sigo con la poesía: cada vez hay más barro y menos plata. En cada clase social (digamos que la poesía también es, después del tiempo de los siglos, una clase social) el deterioro ejerce su dominio.
En la poesía, y en las artes creativas en general, ya llueve mucho sobre la inundación y el pavor que me provoca la jauría constante de poetastros del siglo XXI me hace pensar en los viejos poetas, en los sagrados intérpretes de la sagrada palabra de los secretos. Whitman, Lorca, Juan Ramón: "Inteligencia, dame el nombre exacto de las cosas". Pienso en ese animal profundo que el verdadero poeta excava para descubrirlo en el fondo de la mina o el infierno, donde haga falta, corriendo la aventura del viaje y el riesgo de irse al fracaso o a ninguna parte.
¿Estaremos viviendo la época del final, la muerte de los últimos mohicanos de esta pelea interminable que es la literatura en cualquier lengua del mundo? El haiku, por ejemplo. Para Octavio Paz, entrar en el haiku era una profanacIón sagrada y literaria que solo estaba permitida a los elegidos de los dioses: los olímpicos, los dueños de la eternidad. Hoy, cualquier cataplasma de pata en el suelo es capaz de escribir cientos de haikus -o lo que él cree que es un haiku- en una sola semana de trabajo tan intensivo como inútil.
Pero su derecho a ser poeta está por encima de todo: es su libertad, la libertad de engañarse a sí mismo a ver si de esa manera consigue engañar a los demás. Sí, los poetas hoy (los que se creen que lo son) están más lejos que nunca de la escritura poética, del ritmo, del tono, del silencioso toreo de la palabra exacta en el lugar oportuno. Ignoran que en esa ciencia geométrica no pueden entrar los advenedizos que, sin embargo, hoy triunfan en los medios sociales y hasta en los informativos y revistas especializadas.