En plan serie por Enric Albero

Mis problemas con las mujeres: Killing Eve, Wild Wild Country y The Handmaid's Tale

22 junio, 2018 10:29

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Killing Eve[/caption]

Cuando las series de televisión son visitas desde la atalaya de la crítica cinematográfica, uno de los grandes reproches que se les hace es su interés por el qué en detrimento del cómo. Puede que la anterior afirmación solo sea una constatación, aunque el tono que se suele emplear –casi siempre paternalista- nos devuelve al debate (absurdo) sobre la supremacía de un formato sobre el otro -otra cosa bien distinta es que, en lo que a consumo cultural se refiere, las series hayan desplazado a las películas; aunque eso ya sería objeto de otra discusión que no es la que nos ocupa.

En cierto modo, esa aproximación no anda desencaminada, siempre que la consideremos como una generalización a la que cada vez le surgen más excepciones. Podemos admitir que la teleficción es, hoy por hoy, el gran vehículo del storytelling mientras que el cine ha superado, desde hace tiempo, esa necesidad “casi neurótica (…) de producir una historia veloz e incesantemente sorprendente” como apuntaba el crítico Adrian Martin en su artículo ‘El reto de la narrativa’ publicado en el número de abril de la revista Caimán Cuadernos de Cine, en el que señalaba que no solo la ficción televisiva seriada hace de la narrativa la guía dominante de su producción sino que los mismos espectadores que en el cine aceptan propuestas como Sátántangó (Béla Tarr, 1994) son incapaces de sellar el mismo tipo de acuerdo si esas reglas creativas -ausencia de tramas, sensorialidad, contemplación,…- se trasladan a la televisión.

No obstante, el contexto actual permite –e incluso diría que promueve, en virtud de la búsqueda de públicos concretos- el desarrollo de proyectos que se alejan de los conceptos de narración clásica para adentrarse en terrenos menos definibles, más estimulantes (de Hannibal a Legion, pasando por Twin Peaks, The Leftovers o Atlanta, por citar los ejemplos más obvios). Es cierto que siguen siendo excepciones –como excepciones para el ‘gran público’ son películas multipremiadas en festivales como Cocote (Nelson Carlo de los Santos, 2017) - pero su presencia en nuestras pantallas es cada vez mayor (por ejemplo: es más accesible, más mainstream, Atlanta que Did you Wonder who Fired the Gun? la gran película de Travis Wilkerson). Dicho esto, y dejando a un lado estas propuestas más rompedoras, al grueso de la producción que nos queda suele asociársele otro sambenito, corolario del ‘importa más lo que cuentan que cómo lo cuentan’, que no es otro que: “las series de televisión no tienen puesta en escena”.

Por eso, la publicación por parte de la editorial Tirant Humanidades de La estética televisiva en las series contemporáneas ha devenido un jalón fundamental en lo que al análisis (crítico) de teleficción supone. Su aproximación formal a las series y el análisis de casos concretos demuestra que, al menos en las muestras seleccionadas, existen operaciones de sentido que van más allá de la mera ilustración. Cierto es que, en muchos casos, estas están vinculadas a un lenguaje clásico -pensemos en The Night Of- pero ello no le resta ni un ápice de valor a esos ejercicios, a no ser que a cada nueva serie le exijamos que reinvente la televisión, la rueda y la yogurtera (de esas, también hay, Twin Peaks ocupa no poco espacio en este volumen de obligada lectura).

Tradicionalmente, los estudios de obras televisivas -y no digamos ya la crítica- se han centrado en el guion, por lo que el libro coordinado por Miguel Ángel Huerta y Pedro Sangro viene a cubrir una significativa ausencia en el campo del análisis audiovisual referido a las teleseries. Ese escrutinio minucioso presta atención al modo en que las series están construidas y permite ahondar en la eterna disyuntiva entre contenido y forma, entre el tema y su exposición. Todo esto viene a cuento porque me parece interesante acercarnos, utilizando esas herramientas, a tres series recientes de profundo impacto en la comunidad seriéfila. Me refiero a Killing Eve (Phoebe Waller-Bridge, 2018), Wild Wild Country (Chapman Way & Maclan Way, 2018) y la segunda temporada de The Handmaid’s Tale (Bruce Miller, 2017-?). Ya les avanzó que no he terminado la serie de Hulu, voy por el séptimo episodio.

Tres propuestas diferentes –un thriller burlón, un documental y una proyección distópica- protagonizadas por mujeres, sin duda el elemento común que ha provocado el inicio de este post, que a partir de la superposición de la narración y la mecánica utilizada para formularla pretende establecer si, en realidad, algunas propuestas nos interesan -y volvemos al principio- más por lo que cuentan que por cómo lo cuentan; es decir, si el tema termina por devorar a la propia obra.

Volvemos a Miguel Ángel Huerta, profesor de la Universidad Pontificia de Salamanca, y a esos afinados ‘análisis estéticos’ que nos regala en Twitter con generosa regularidad. Esta misma semana, examinaba la secuencia de apertura de Killing Eve, la serie de la BBC que narra la caza de una ‘contract killer’ por parte de la agente de la ley Eve Polastri (Sandra Oh) a lo largo de ocho episodios. Huerta se fija en la sensación “inquietante y magnética” que genera el uso del tema Xpectacions de Unloved, en la presentación de espaldas de Villanelle (Jodie Comer) en el interior de un café dominado por el contraste lumínico y arquitectónico señalando el carácter dual del personaje; en la mezcla de contrarios marcada por la acción y por el cambio en las composiciones visuales (infancia/adultez; serenidad/tensión; fracaso/éxito), todo ello sirve para pintar, sin necesidad de una sola línea de diálogo, el retrato de “una niña cruel en el cuerpo de una mujer segura”. Una presentación “sutil, gamberra y juguetona” que, en tanto imagen primera de la serie, establece las claves que la regirán hasta su finalización.

Esa brillante definición del personaje bastará para asumir su comportamiento, puesto que otra de las grandes aportaciones de la teleserie de BBC America es que la conducta de esta psychokiller interpretada por la espléndida Jodie Comer no se explica. “Hola soy Villanelle y mato gente”. Punto. Nada de psicologismos. Ni rastro de excusas fenomenológicas. Probablemente no seamos conscientes de lo importante que es que un personaje femenino de este calibre –una asesina en serie, psicopática y amoral- aparezca en pantalla, se comporte como se comporta, y no dé cuentas a nadie. Puede que la igualdad empiece por normalizar personajes que hace un lustro serían impensables (sobre la cuestión genérica: no me parece casual que la relación de atracción, en distinto grado y de distinta filiación, que se produce entre las dos protagonistas se rompa cuando el elemento masculino -en este caso una acción puramente simbólica- entra en la ecuación: será una ‘penetración’ navajera la que rompa el encanto).

No menos fascinante que Villanelle es Sheela, la gran estrella de Wild Wild Country, el documental seriado de Chamlan & Maclan Way. Pero hay una diferencia sustancial entre ambas: a la primera se la inventó el novelista Luke Jennings, la segunda existe. Es una señora de carne y hueso, imbuida de un mesianismo sobrecogedor y con un ego más grande que el Taj Mahal. Una tipa con un magnetismo y una capacidad de liderazgo incuestionables, pero también ávida de poder hasta el punto de ordenar asesinatos. Vamos, que de Sheela a Charles Manson hay medio pelo de la barba de Osho de distancia. Lo digo por lo de mirarnos nuestras fascinaciones: sentir una ‘atracción irresistible’ por alguien capaz de ejecutar a sus opositores me parece que es cruzar una línea peligrosa. Encuentro a Sheela interesante, como interesante me parece estudiar la figura de Francisco Franco, pero no les invitaría a tomar el té a menos que me custodiara un ejército.

Pero no perdamos de vista nuestro objetivo. ¿Qué tienen los ojitos de Osho que nos vuelven locos? ¿Cómo está hecha Wild Wild Country? Pues con sencillez y efectividad. Sus creadores se benefician de la obsesión norteamericana por el registro y de las largas y jugosas entrevistas concedidas por los protagonistas de aquellos acontecimientos. Por si a estas alturas alguno no sabe de qué hablamos, la serie producida por los hermanos Duplass cuenta los hechos ocurridos en una pequeña población del estado de Oregón en el año 1981, fecha en la que el gurú hindú Bhagwan Shree Rajneesh, también conocido como Osho, trasladó desde la India a toda su corte de seguidores para construir una ciudad desde la nada, provocando un conflicto que alcanzó proporciones federales (y que no terminó en masacre de puritito milagro). Sheela era su mano derecha.

Si somos justos, desde un punto de vista formal, la producción alojada por Netflix no aporta nada al género que no esté presente en The Staircase (Jean-Xavier de Lestrade, 2004) –que la plataforma acaba de recuperar, por cierto- o en Muerte en León (Justin Webster, 2016), por barrer para casa. Es cierto que la organización de la información –ese crescendo permanente- y la perplejidad que nos causa cada nueva revelación, nos mantienen pegados al sofá (o al móvil, uno ya no sabe…), pero Wild Wild Country está lejos de suponer un hito televisivo. Es más, ese torrente de datos que nos arrastra sirve para ocultar hechos no poco importantes –la sobreinformación como desinformación- puesto que al cierre de la serie nada sabemos de la figura de Osho, ni de dónde surgió (orígenes, formación, etc.), ni cómo fue capaz de aglutinar a tanta gente. Para mí, el documental de los Way es un claro ejemplo de cómo el tema fagocita la forma. También, con ese problemático final en el que vemos que Sheela se dedica a cuidar a adorables ancianos en Alemania, su forma convencional aparentemente expositiva contribuye a mitificar la figura de una mujer peligrosa que termina apareciéndosenos como un alma caritativa (¿dónde hay más honestidad estética, aquí o en Killing Eve? ¿O acaso hay alguna diferencia entre esas imágenes finales y las anteriores? Si en el plano visual todo queda igualado, ¿acaso el documental no la redime?). Por no abandonar la plataforma: comparen Wild Wild Country con Wormwood y valoren el alcance de una y otra propuesta.

Y ahora, la guinda. El caso de The Handmaid’s Tale me parece aún más perverso. Partamos de la base de que es innegable que la adaptación del libro de Margaret Atwood, que en esta segunda temporada se despega del original literario, ha puesto sobre la pantalla cuestiones vitales escasamente tratadas por la ficción de alcance generalista (con todas las salvedades que se le quieran hacer a esta afirmación).

Revela el funcionamiento de una sociedad heteropatriarcal y teocrática, en la que la mujer queda reducida a máquina reproductora, sirvienta, compañera sumisa o custodia de sus congéneres. Ese modelo organizativo, desarrollado en clave de hipérbole distópica, pone de manifiesto la solidez de determinados comportamientos que siguen reproduciéndose en la sociedad actual: se trata de anabolizar conductas existentes y llevarlas al extremo para hacer sonar todas las alarmas (y eso está bien, porque el grado de sordera de algunos les impediría escuchar la novena de Beethoven, aunque tuvieran a la Filarmónica de Berlín en la oreja). The Handmaid’s Tale se estructura en dos tiempos para desplazarse desde el presente ficcional hasta el pasado y descubrir el origen del totalitarismo masculino que controla Gilead. Una mirada al pretérito que el espectador puede prolongar hasta nuestros días, preguntándose si acaso no late en nuestro interior el germen de ese posible futuro.

La pertinencia de estas reflexiones es indiscutible. Otra cosa es el modo en que sus creadores se aproximan a ellas. The Handmaid’s Tale es una serie profundamente esteticista: el continuado uso de los ralentíes para enfatizar la acción, el plano cenital como tropo visual recurrente o el empleo de la luz, bañando las habitaciones como si estuviéramos en un cuadro de Vermeer, embellecen un relato que habla del horror y la tortura diaria que experimentan las mujeres. ¿No está acaso ‘hermosamente’ rodado el ofrecimiento sexual de una esposa de 15 años a su marido? ¿Es posible que una película como Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958) sea una referencia para la serie de Bruce Miller sin que la única razón para evocarla sea su factura visual? Esa vacua búsqueda de la perfección en cada encuadre contrasta con el estilo que Atwood emplea en su novela, que adopta la forma de un diario íntimo cuyo poder está contenido en una sequedad no exenta de delicadeza, pero sí alejada de cualquier conato de literatura cosmética.

De la versión televisiva de El cuento de la criada podrán interesar las polémicas que plantea -tanto tiempo ocultadas- pero el tratamiento que les brinda oscila entre la filigrana desconcertante y la fijación morbosa; una serie en la que las imágenes traicionan sus propios objetivos.

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Wild Wild Country[/caption]

En conclusión: mientras en una serie aparentemente inocua como Killing Eve -un divertimento- forma y contenido convergen para presentarnos a un personaje femenino prácticamente inédito; si en la serie pergeñada por Phoebe Waller-Bridge la estética juguetona, las composiciones basadas en la dualidad y el tono son indisociables independientemente de que uno atienda a la trama o al aspecto visual, en Wild Wild Country la potencia temática oculta una morfología convencional en virtud de la cual se nos oculta información y se mitifica la figura de una villana REAL. En The Handmaid’s Tale, la dictadura de la belleza obra la paradoja de transformar en hermoso el abuso, sus denuncias contra los totalitarismos -de género y religiosos- se nos imponen a golpe de ralentí y esa voluntad esteticista que domina la composición de cada plano choca frontalmente contra su supuesta intención crítica.

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