'Homecoming', atrapada por su pasado
Con una planificación menos exuberante pero igualmente cuidada, la serie sigue manteniéndose fiel a las claves del thriller conspiranoico del Hollywood de los 70
La segunda temporada de Homecoming, una suerte de spin-off de su antecesora, arranca en un lago. Jackie/Alex (Janelle Monáe) se despierta en una barca que sestea sobre una inmensa lamina de agua. No recuerda nada, ni siquiera quién es. Alrededor de la orilla los abetos verdes trepan hacia el malva del atardecer (el sol desangrándose en corrientes carmesíes sobre un cielo ya no tan azul). La naturaleza en todo su esplendor y una protagonista con los recuerdos despintados. Así empieza todo.
A lo largo de los siete episodios dirigidos por Kyle Patrick Alvarez veremos numerosos cuadros de paisajes -decorando oficinas o colgados en la habitación de un motel-, serigrafias con motivos forestales vistiendo una pared o una pequeña maqueta que jibariza una postal bucólica: en definitiva, distintas maneras de encapsular la naturaleza. De eso va, en el fondo, esta segunda entrega de la serie creada por Micah Bloomberg y Eli Horowitz a partir de su podcast, de cómo una gran empresa manipula un fruto surgido de las entrañas de la tierra con intenciones crematísticas (el planeta al servicio de la economía).
Si el paisajismo puede verse como una domesticación pacífica del entorno -el pintor apropiándose de lo sublime y ofrendándolo a sus congéneres-, el procesado de unas bayas con fines ¿medicinales? es otra vertiente de esa pulsión del ser humano por dominar la naturaleza, por hacer de su propia escala una medida universal, como si una selva o un astro tuvieran que regirse por tan ridículo y egoísta sistema métrico. Hay referencias continuas a esa ‘apropiación’. ‘People’ (2.01) termina con un fundido que hermana el cuadro de un bosque con el primer plano de un cuchillo abriendo en dos una fruta, seguido de un plano secuencia construido mediante un travelling y un movimiento de grúa que nos mostrará a Leonard Geist (Chris Cooper), el propietario de los laboratorios, en su humilde granja situada a la entrada del gran complejo empresarial que preside. Detrás de su pequeño hogar se extienden hectáreas y hectáreas de terreno en el crecen una especie de aloes que dan unos frutos semejantes a las brevas, la piel galvanizada de verde, la carne granate latiendo en su interior. En el límite de los bancales crece un edificio de oficinas, el cerebro de hormigón de la corporación desde el que fluyen, como impulsos nerviosos, las directrices que establecen los planes empresariales a seguir o, lo que es lo mismo, los fines industriales a los que se dedicará la producción de bayas: de nuevo, el hombre sojuzgando al medio ambiente. No es casual, pues, que cuando se nos informe de quién es Leonard –‘Giant’ (2.02)- se utilice un invernadero para presentarlo, un escenario que recuerda al arranque de El sueño eterno (Howard Hawks, 1946) con la visita de Marlowe (Humphrey Bogart) a la propiedad del general Sternwood (Charles Walrdon): no es la única referencia a la obra de Raymond Chandler, recuerden que la imagen de apertura es una dama en un lago.
En el momento en el que arranca la ficción, el principal activo de Geist no es otro que una solución concentrada de ese fruto que, aplicado mediante un roll-on, consigue calmar los nervios de los usuarios, rebajar estados de ansiedad y disminuir la tensión (como si el mindfulness pudiera administrarse por vía tópica). Solo que, tal y como la historia se ha esforzado en enseñarnos, someter a la madre naturaleza -ya sea construyendo casas en terrenos inundables porque total aquí casi nunca llueve o decorando los ríos con las deyecciones multicolores expulsadas por las factorías textiles- suele terminar en tragedia. Homecoming, a su manera, no será una excepción.
El aplicador antiestrés no es el único producto desarrollado por la firma. En realidad, el proyecto que da nombre a la serie (recuerden la 1T) consistía en administrar, camuflado en las comidas, dosis elevadas de ese mismo concentrado a unos soldados a los que, tras regresar de la guerra con un estrés postraumático del tamaño de un tanque y previa estancia en una clínica privada propiedad de la firma, había que eliminarles los recuerdos -y con ello las consecuencias psicológicas del combate- para que pudieran ser llamados de nuevo a filas con total garantía. A través de los personajes de Walter Cruz (Stephan James) y Audrey Temple (Hong Chau), esta segunda temporada conecta con la entrega inaugural por varias vías: en lo estrictamente temático nos cuenta qué se escondía detrás de aquel programa de reinserción; en lo formal, Alvarez recoge el testigo de Sam Esmail y con una planificación menos exuberante pero igualmente cuidada que sigue manteniéndose fiel a las claves del thriller conspiranoico que se desarrolló en el Hollywood de los 70, si bien aquí la deuda se contrae, principalmente, con el cine de Brian De Palma (y, por asociación, con el de Alfred Hitchcock).
La estructura podría resumirse con un esquema B-B-A-A-A-A-B en el que la letra B la ocuparían los episodios centrados en el presente narrativo (Alex ha perdido la memoria e inicia una investigación para averiguar qué le ha pasado) mientras que aquellos a los que les asignamos la letra A se instalarían en el pasado: que el tercer capítulo se titule ‘Previously’ es ya indicativo de que, a partir de ese momento, se nos contarán los hechos que han conducido a Alex a tan desesperada situación al tiempo que nos explicaran quién es Audrey, cómo pasó de telefonista a mano derecha de Geist (el engarce con la 1T es impecable) y el desenlace de la historia de Walter Cruz, aquel joven soldado al que la doctora Heidi Bergman (Julia Roberts) trataba de sanar. Como ya han podido notar, no pretendemos desvelar los giros de un argumento en el que la resolución de una conspiración y la reconstrucción de la identidad son pilares básicos, es más interesante que descubran esos requiebros de la trama por ustedes mismos y que luego acudan aquí para que evaluemos conjuntamente otros aspectos (no es el objetivo de este blog fotocopiar sinopsis ni hacer recaps).
Problemas de identidad
Si, por un lado, la nueva tanda de episodios nos habla de esa contraproducente obsesión del hombre por controlar el medio natural, por otro lado, profundiza en el borrado de memoria total que sufre Alex y que, en la temporada anterior, había afectado de manera parcial a Walter Cruz, a la sazón bajo tratamiento médico y por tanto sometido a controles periódicos para eliminar de su memoria únicamente los recuerdos problemáticos. Pero ¿cómo nos indica Kyle Patrick Alvarez esa inestabilidad que, de un modo u otro, afecta a todos los personajes del show? Es cierto que Alex y Walter tienen los recuerdos averiados, pero también que Leonard Geist ve cómo las instituciones gubernamentales quieren meterle mano a su empresa, mientras que Audrey Temple debe encarar un ascenso y atisba problemas de pareja en un horizonte no muy lejano. El director de Experimento en la prisión de Stanford (2015) casi nunca coloca a los personajes en el centro del encuadre: en una puesta en escena en la que destaca la preeminencia por la continuidad (se encadenan tomas largas y los cortes de montaje impugnan las tendencias actuales) y la cuidadísima composición de los encuadres (equilibrados, próximos a la simetría), situar el cuerpo de los actores a una distancia casi inapreciable del centro de gravedad del plano apunta, sutilmente, a su desequilibrio psicológico o profesional (los encuadres son tan perfectos que ese ligero desplazamiento activa nuestro sentido del orden, es como ir al Prado y toparse con un cuadro levemente torcido). Para expresar el estado de confusión que experimenta la protagonista -una magnífica Janelle Monáe- Alvarez se sirve de la laberíntica arquitectura de la sede de Geist para hacer que espacio físico y espacio mental confluyan, tal y como se observa en esa auto búsqueda que Alex llevará a cabo en el segundo episodio: el travelling de abajo a arriba que la sigue por unas escaleras enrejadas o la mise en abyme que observamos en la imagen que abre este epígrafe dan cuenta de su caos psicológico.
Anteriormente hemos señalado la preferencia del realizador de Miami por el uso de las tomas en continuidad, heredando uno de los rasgos característicos del estilo de Sam Esmail. Sin embargo, lejos de replicar las marcas visuales del creador de Mr. Robot, Alvarez se desvía de la senda principal -sin entrar en disrupciones- y toma su propio camino. Hemos hablado de la inestabilidad que afecta a los personajes, pero también convendría hacer referencia a la situación de cautiverio que atraviesan: Alex vive presa de su propio cerebro, lo mismo le sucede a Walter Cruz en relación con su pasado bélico; Leonard Geist está a merced del Departamento de Defensa y Audrey -la siempre enigmática Hong Chau- atraviesa un impasse en el que se decidirá su futuro laboral y sentimental. Por todos esos motivos, la 2T de la serie que emite Amazon Prime Video se convierte en una apoteosis del reencuadre y quizá el mejor ejemplo sea el plano que viene a continuación, situado al final de ‘Soap’ (2.04).
El enrejado exterior de formas rectangulares, el triple recuadro de la ventana, las ventanas que se reflejan en el cristal, la puerta del baño y el cuadro situado detrás de Alex conforman un diseño opresivo, carcelario. Además, esa secuencia, filmada con un suave travelling, es una síntesis de la temporada: el suero amnésico que ella lleva en la mano, la naturaleza capturada en el cuadro y su situación de bloqueo, todo en una imagen. El reencuadre es un motivo visual recurrente a lo largo de los siete capítulos.
De hecho, salvo el excesivamente rutinario ‘Meters’ (2.05) el trabajo de Alvarez es notabilísimo y las ya mencionadas influencias del cine de Brian de Palma son más que evidentes. Si el final de la temporada remite explícitamente a Carrie (1976), el uso quizá demasiado reiterado de los planos cenitales (¿señal de la vigilancia permanente a la que el Gobierno tiene sometida a Geist? ¿no es esto una serie conspiranoica? Sospechemos, pues) y del split screen apelan al director de Hermanas (1972) que hizo del view from above y de la pantalla partida dos de sus estilemas. ‘Giant’ (2.02) es el mejor ejemplo -y el capítulo más estimulante de la entrega- así que vamos a detenernos un poco en él.
El episodio tiene dos grandes momentos. El más notorio sería el uso de la split screen que cierra el capítulo (aquí funciona como sorpresa: el plano se parte para hacernos creer que Alex y Audrey son dos personajes antagónicos y la línea divisoria desaparece para desmontar esa tesis) y que es solo un ejemplo de las múltiples variantes expresivas de este recurso que la serie -y el cine de De Palma- exploran (separar a dos personajes, relatar una acción desde dos puntos de vista diferentes, crear asociaciones entre los elementos de una y otra parte del cuadro…). El otro punto reseñable es el largo plano secuencia en el que Alex visita la casa de Audrey, convirtiéndose primero en voyeur y en sujeto del suspense después. Inicialmente contemplará a Audrey desde fuera de la vivienda: quiere saber quién es y por qué el permiso de circulación del coche que ella conduce está asociado a esa dirección. En el momento en el que allane la casa, la posibilidad de ser descubierta por la propietaria cambiará su estatus: referencias a La ventana indiscreta (1954) y a Doble cuerpo (1984) concentradas en una elegantísima toma en continuidad. Esa secuencia termina con un movimiento de grúa que abandona a Alex -hasta ese momento la cámara se acompasaba a sus evoluciones en un hermoso pas de deux- para elevarse y mostrarnos el camino que toma el coche de Audrey: como en el cine del director de Impacto (1981), el poder del narrador es total (el último episodio es un claro ejemplo de esa omnisciencia depalmiana en la que la cámara siempre tiene derecho a liberarse de cualquier corsé narrativo con tal de alcanzar el mayor grado de belleza posible).
La cosa no queda aquí, porque el seguimiento posterior en coche nos lanza a las persecuciones de Vértigo (1958) y, de nuevo, Doble cuerpo y a Fascinación (1976). De hecho, si pensamos en esas tres películas en las que los protagonistas tratan de reconstruir la identidad de la mujer perdida, enseguida nos saldrán los paralelismos con esta Homecoming que lleva ese proceso fantasmal a otro estadio: aquí el protagonista y la identidad a reconstruir son la misma cosa y el desenlace será, lógicamente, traumático aunque de un modo distinto (perdón por el spoiler pero ya hemos dicho que aquí estamos a otras cosas). Ante la imposibilidad de recuperar su pasado, Alex (pero también Walter) reiniciará su vida desde cero: tras condenar al resto de asistentes al evento de Geist a su misma tragedia, sonará el ‘My Way’ interpretado por Nina Simone y, a su manera, los dos protagonistas afroamericanos comenzarán una nueva andadura desligada de un pretérito que ni ellos ni sus enemigos recordarán. Además del inteligentísimo uso de las canciones (aquí tienen una explicación más profunda… de todo) la música elaborada por Emile Mosseri está directamente inspirada en Bernard Herrmann y dispuesta a la manera de esos dos directores hermanados por el compositor neoyorquino: Hitchcock y De Palma. Pura fascinación.