Benito Pérez Galdós

Benito Pérez Galdós

Entreclásicos por Rafael Narbona

Nazarín, juglar de Dios (el cristianismo de Pérez Galdós)

27 enero, 2016 10:09

Los santos producen irrisión, quizás porque encarnan el escándalo de la fe en su forma más radical, pero sin su ejemplo el ser humano quedaría recluido en la dolorosa conciencia de su finitud. Benito Pérez Galdós pertenece a la estirpe de Tólstoi. Su rechazo de la fe institucionalizada convive con un profundo sentido cristiano. Ambos novelistas suscriben las enseñanzas de Cristo, pero en el caso del español fulgura, además, una precisa comprensión de la experiencia mística, que se refleja en su ciclo de “novelas espirituales”. En Ángel Guerra (1891), que inicia la serie, el personaje de Leré afirma que “el desamparo es un bien positivo, y el no tener nada, tenerlo todo, y el ser rechazado en todas partes, la mejor compañía, y el estar enfermo, prepararse para la verdadera salud, y el cegar, ver, y el hundirse, subir, subir y llegar hasta arriba. Todo se reduce a esperar en calma, esperar siempre, pensando en la verdadera vida”. Sólo quedándonos con “lo menos”, podremos obtener “lo más”, esto es, la vida eterna, donde la expectación de la muerte se disuelve en una eternidad de dicha.

Joaquín Casalduero señaló que Galdós trasciende el naturalismo mediante sus continuas referencias a Dios. Cuando Benina absuelve a Juliana de su ingratitud, invocando las palabras de perdón que utilizó Jesús en el episodio de la adúltera, Galdós transforma Misericordia (1897) en una novela que opone al fatalismo de Fortunata y Jacinta (1887) la posibilidad de la esperanza. Escribe Casalduero: “Dios está constantemente presente en Misericordia. Contrastándolos con Dios, todos los valores naturalistas quedan desencasillados, y el cambio de perspectiva, al ofrecérnoslos en nuevas relaciones, nos pone ante un paisaje de dilatado horizonte”. No se trata de un Deus ex machina, que actúa como redentor de la injusticia social, sino de una realidad trascendente que introduce la esperanza en un mundo contingente. El cristianismo de Pérez Galdós no es simple identificación con sus valores éticos, sino una adentramiento en lo sobrenatural que excede cualquier límite racional.

La esperanza de Leré o Benina se inscribe en una disposición primordial del ser humano. Esperar lo inesperado es, desde Heráclito, la condición necesaria de lo posible. El hambre, el deseo de lo que “todavía no es”, es algo más que una inclinación psicológica. Es un auténtico principio de esperanza. Sin esa apertura hacia lo que está más allá, sólo queda el determinismo naturalista. Al reflexionar sobre Misericordia, María Zambrano advierte que en esta novela –“centro vivo” de todo el orbe galdosiano- no hay otra matriz que la protesta del espíritu contra la filosofía positivista, cuya interpretación del hombre degrada lo humano a mera realidad social. El hombre “es criatura de verdad y no sólo de realidad. Es el ser que padece su propia trascendencia”. La transparencia de Galdós, injustamente menospreciada por los que le acusan de prosaísmo, es “un claro misterio que vivifica, belleza que brota por sí misma”. Galdós no suscribe el optimismo ilustrado, cuya confianza en el progreso prohíbe cualquier referencia al misterio. Su profunda comprensión de lo humano no tolera esa simplificación donde el hombre deviene mera variable histórica o sociológica. Los personajes de Galdós -escribe María Zambrano- “no se resignan a ser sólo personajes de novela”. En ellos, hay hambre, sed, mortal ansia. “Y algo así como la patria que buscan, el lugar de promisión hacia el que se precipitan como si no hubieran nacido en él: el lugar de la vida”.

Con Nazarín (1895), Galdós aborda la figura de Cristo en un contexto histórico dominado por el materialismo. Nazarín prodiga amor, pero no servirá para calmar la sed de Andara o Beatriz, que siguen sus pasos sin comprender su actitud. Ambas experimentan la impotencia de Nastasia Filípovna, que reconoce la santidad del príncipe Mischkin, pero se rinde ante el frenesí de Rogochin, intuyendo que esa decisión acarreará su destrucción. El paralelismo entre la vida de Cristo y el infortunio de Nazarín no excluye cierta semejanza con la figura de don Quijote. La elección del pueblo manchego de Miguelturra como cuna del sacerdote no parece un efecto del azar. Es una locura sustituir la realidad por las fantasías de los libros de caballería, pero no es menos temerario imitar a Cristo. El origen modesto de Nazario Zajarín coincide con el de Jesús de Nazaret. La desnudez de su aposento en una casa de vecinos, donde conviven hampones, gitanos y tarascas, no elude ese trasfondo onírico que suele acompañar a los místicos.

Galdós inicia su relato un martes de Carnaval. El presunto narrador conoce la pensión de la calle de las Amazonas donde está alojado Nazarín mediante un reportero aficionado a los bajos fondos. Entre máscaras y mujeronas que se pintarrajean el rostro “para poetizar la mirada”, la Chanfaina, patrona del establecimiento, les presenta al sacerdote, un hombre joven con rasgos semíticos: “un castizo árabe sin barbas”. Su patrona no escatima comentarios sarcásticos sobre su estilo de vida, pero le socorre con algo de comida, cuando está necesitado, lo cual suele suceder a menudo, pues su resistencia a denunciar los robos que padece, le priva de alimento apenas se descuida. Ante el asombro de sus visitantes, Nazarín se muestra confiado en la providencia divina, exhibiendo un desprecio hacia la propiedad que recuerda las tesis anarquistas. “¡La propiedad! Para mí no es más que un nombre vano, inventado por el egoísmo. Nada es de nadie. Todo es del primero que lo necesita”. Esta actitud no está vinculada a un ideal revolucionario, pues Nazarín no es un hombre de acción, sino un contemplador. Por eso, confía en que Dios se ocupará de satisfacer sus necesidades, sin dejarle desamparado. Si no fuera así, está preparado para aceptar el sufrimiento y la privación, sin cuestionar la voluntad divina.

Galdós, que en sus primeras novelas había mostrado cierta afinidad ideológica con el espíritu positivo de Comte, no oculta esta vez su desengaño ante el progreso tecnológico. Los avances materiales no han mitigado las desigualdades ni han mejorado el alma humana. Persiste la misma codicia, el mismo desprecio por las obras del espíritu, la misma insolidaridad. Cuando el periodista y el narrador interrogan a Nazarín sobre el estado actual de la sociedad, su respuesta es ferozmente anticapitalista: “No sé más sino que a medida que avanza lo que ustedes entienden por cultura, y cunde el llamado progreso, y se aumenta la maquinaria, y se acumulan riquezas, es mayor el número de pobres y la pobreza es más negra, más triste, más displicente”. Sin embargo, Nazarín no invoca la violencia revolucionaria, sino la paciencia, que debe espantar cualquier explosión de cólera o “misantropía”. En la misma conversación, el sacerdote manifestará su desinterés por los libros y los periódicos. La humanidad está saturada de conocimientos innecesarios. Las verdades eternas están grabadas en el corazón y no es necesario acudir a la letra impresa para conocer lo que está en nuestro interior. Sólo hace falta adoptar una disposición de escucha para descubrir lo esencial. Estos comentarios provocan el disgusto del periodista, que más tarde ironiza sobre los supuestos bienes que se desprenderían de convertir a Homero, Dante o Shakespeare en abono agrícola, de acuerdo con las indicaciones del insólito sacerdote. Las palabras de la Chanfaina sobre su huésped sólo confirman sus sospechas de que Nazarín es un débil mental. En este sentido, recuerda poderosamente al príncipe Mischkin, al que también se podría describir como “una conciencia limpia y blanca como la nieve”. Eso no impide que su perspicacia sea la de una criatura o, lo que es lo mismo, la de un “pobre en espíritu”, que es el ideal de fe predicado en el Sermón de la Montaña.

En su Curso de literatura rusa, Nabokov admite que Mischkin es “la personificación de la pureza, la sinceridad, la franqueza, [pero también es] medio tonto”, un niño retrasado condenado a sufrir “dolorosos conflictos con nuestro mundo convencional y artificial”. Su perspectiva no difiere mucho de la de la Chanfaina, que se pregunta: “En estos tiempos de tanta sabiduría, con eso del teleforo o teléforo, y los ferros-carriles y tanto infundio de cosas, que van y vienen por el mundo, ¿para qué sirve un santo más que para divertir a los chiquillos de las calles?”. A partir de ese pasaje, Galdós escamotea el punto de vista del narrador, preguntándose: “¿Quién ha escrito lo que sigue?”. Su respuesta enuncia una poética que confía en la capacidad de lo narrado para imponerse por sí mismo, prescindiendo de las acotaciones de un narrador omnisciente: “Yo mismo me vería muy confuso si tratara de determinar quién ha escrito lo que escribo. No respondo del procedimiento; sí respondo de la exactitud de los hechos. El narrador se oculta. La narración, nutrida del sentimiento de las cosas y de histórica verdad, se manifiesta en sí misma, clara, precisa, sincera”.

La generosidad de Nazarín provocará el incendio de la pensión de la Chanfaina. Andara, que se ha escondido en su casa huyendo de la justicia, recurrirá al fuego para borrar los indicios de su presencia y no comprometer al sacerdote. Su gesto privará a Nazarín de su precario hogar y pondrá en entredicho la limpieza de su magisterio. Esa desgracia determinará la adopción de una vida errante, que recuerda una vez más las andanzas del Hijo del Hombre. Descalzo y vestido con harapos, se retirará a las afueras de Madrid. Al alejarse de la ciudad, le invadirá la sensación de haber emprendido el camino hacia ese reino espiritual que tanto anhela. La ciudad de Dios comienza allí donde acaba la ciudad de los hombres. Ésa es su meta y no se desviará de ella, aunque proseguir en esa dirección le convierta en víctima de la injusticia y la maldad de sus semejantes.

Se trata de un camino estrecho y lleno de penalidades, pero que él acepta con alegría. “Escojo esta vida porque es la más propia para mí, y la que me señala el Señor en mi conciencia, con una claridad imperativa que no puedo desconocer”. Tras la dudosa curación de un niño y un episodio cómico en casa de Pedro de Belmonte, señor de la Coreja, que insiste en identificarle con el patriarca de la Iglesia armenia en peregrinación por Europa, Nazarín atenderá con admirable estoicismo a los enfermos de viruela de Villamantilla. El contacto con la enfermedad sólo acentuará su ansia de martirio. Lejos de temer la muerte, sueña con ella y no oculta su desdén hacia la existencia mundana: “Vivimos solo un instante. ¿No es lógico despreciar ese instante y querer subir a los siglos que nunca se acaban?”. Ese fervor místico contrasta con el amor terrenal de Andara, que experimenta celos hacia Beatriz, supuesta preferida de Nazarín. El amor de ambas hacia el sacerdote les ayudará a soportar el horror de Villamantilla, asistiendo a los enfermos mientras la Muerte ejecuta su Danza. La fiebre encenderá visiones místicas en los sueños de Beatriz, pero esas fantasías no le impedirán reencontrarse con el pasado en forma de antiguo pretendiente, incapaz de soportar que recorra los caminos junto a otro hombre. La niebla les librará temporalmente de su asedio, pero ese aplazamiento no afectará a su amor hacia el sacerdote, cuya fuerza crece no ya “como un voraz incendio que abrasa y destruye, sino como un raudal de agua que milagrosamente brota de una peña y todo lo inunda”.

Mientras tanto, la desdichada Andara despertará el amor de un enano al que llaman Ujo, pobre tullido que se inscribe en la amplia galería de parias del universo galdosiano, donde también abundan los pordioseros y los niños estragados por la pobreza. La deformidad de Ujo sólo excita en Andara una tibia camaradería no exenta de chacota. Rodeado de marginados y perseguidos, Nazarín se aproxima al fin de su aventura. Su prendimiento –la justicia le persigue por ocultar a una prófuga y por su presunta complicidad en el incendio- recrea las escenas de la Pasión. Al igual que en el relato evangélico, Nazarín es detenido en plena noche, mientras reza a cielo raso, acompañado de sus discípulas, las nazarinas. El escarnio que sufre a manos del populacho reproduce los ultrajes que padeció Jesús, cuando fue entregado al poder de Poncio Pilatos para exigir su crucifixión.

Maltratado por sus compañeros de celda, que casi logran quebrantar su espíritu, un alcalde ilustrado se mofa de sus intenciones: “Y ¿cómo he de creer yo que un hombre de sentido, en nuestros tiempos prácticos, esencialmente prácticos, o si se quiere de tanta ilustración, puede tomarse en serio eso de enseñar con el ejemplo todo lo que dice la doctrina? ¡Si no puede ser, hombre; si no puede ser, y el que lo intente, o es loco, o acabará por ser víctima…, sí, señor, víctima de…! ¿Cómo me va usted a convencer de que eso es posible?… ¡A mí, que vivo en este siglo decimonónico, el siglo del vapor, del teléfono eléctrico y la Imprenta!”. Nazarín, emulando la circunspección de Jesús, contesta con frases breves. Devuelto a la celda, un ladrón de iglesias le protege de la violencia de otros detenidos, que se mofan de su desdicha y le golpean sin motivo. Es evidente la analogía con el episodio bíblico del buen ladrón.

Enfermo de tifus, Nazarín realiza la última parte de su viaje de regreso a Madrid sobre las espaldas de su protector –ahora convertido en una especie de Simón de Cirene-, mientras Beatriz y Andara no se separan de su lado, despreciando la oportunidad de huir. Compadecidos, los guardias que custodian la cadena de presos le confortan augurando su exculpación: “Los dos tercios de los procesados que pasan por nuestras manos, por locos se escapan del castigo, si es que castigo merecen. Y presuponiendo que sea usted un santo, no por santo le han de soltar, sino por loco”. Galdós no ridiculiza en ningún momento la imitación de Cristo. Simplemente, expone con crudeza sus consecuencias. Como advirtió San Juan de la Cruz, no es posible ser cristiano y eludir el peso de la Cruz. La adaptación cinematográfica que Buñuel realizó en 1959 desdeña lo místico, apostando por el amor carnal y la revolución social. Mucho más profundo, Pérez Galdós nos ha legado una novela magistral sobre la santidad o, si prefiere, sobre la locura de ser cristiano en un mundo ciego, cruel e inmisericorde.

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