El Quijote: El fracaso como ideal
El cuarto centenario de la muerte de Cervantes nos invita a plantearnos una vez más el significado del Quijote, una obra que sus primeros lectores consideraron un simple parodia, un entretenimiento intrascendente para mentes poco cultivadas. La visión satírica o didáctica se resquebrajó con el Romanticismo, que atribuyó a la novela una resonancia mucho más profunda. Desde una perspectiva más atinada, se apuntó que la mofa de los libros de caballería sólo era la pátina de un complejo lienzo. Las andanzas de Don Quijote componían una “epopeya del fracaso” que desprendía pesimismo existencial. Gracia a esta lectura, el hidalgo que había desafiado a los molinos dejó de ser un pobre necio para transformarse en la encarnación de un idealismo derrotado por la implacable realidad. La locura de Don Quijote constituyó a partir de entonces una rebelión contra los males de su tiempo, que aún siguen moviendo sus aspas con violencia ciega. Su aventura ya no era un desatino, sino la triste historia de un hombre que sueña con un porvenir sin mozos azotados, galeotes abocados a morir en galeras o mujeres coaccionadas para desposarse con hombres a los que no aman. Sucesivamente escarnecido por el cinismo de los poderosos y el embrutecimiento de los menesterosos, Don Quijote sólo recobra el juicio cuando admite su impotencia para alterar el rumbo de las cosas. Su tardía cordura es la claudicación del ser humano ante fuerzas infinitamente superiores.
La paradójica clarividencia del hidalgo se revela en sus consejos para gobernar una ínsula y en su descenso a la cueva de Montesinos, una viaje que evoca las experiencias de héroes míticos, ascetas y chamanes. Don Quijote aconseja a su escudero que respete como gobernador dos preceptos esenciales: teme a Dios (“porque en el temerle está la sabiduría”); conócete a ti mismo (“que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse”). Además, le pide que practique “una blanda suavidad guiada por la prudencia”, que no se avergüence de ser hijo de labradores -pues el linaje se hereda y la virtud se adquiere-, que busque siempre el justo medio, que no humille a ningún hombre –incluso si ha cometido un crimen y merece ser castigado-, que sea discreto, compasivo, clemente, objetivo y misericordioso. Cuando sale de la cueva de Montesinos, Don Quijote parece un Sócrates que en vez de contemplar el Mundo de las Ideas ha penetrado en el inconsciente: “todas las cosas que tienen algo de dificultad te parecen imposibles”. Sin embargo, lo imposible es la llave del conocimiento. Sólo ha permanecido una hora en la cueva, pero su memoria recuerda tres días. No está mintiendo. Sólo deja testimonio del carácter relativo del tiempo, que se dilata o contrae según el punto de referencia. No razona como un orate, sino como un alma ardiente y visionaria, que concibe lo onírico como un estrato más de la realidad, quizá el más hondo y clarificador. Don Quijote es un hombre de acción, que reflexiona como un filósofo y medita como un santo. Desconfía de los sentidos, busca la verdad y aspira a la virtud perfecta.
Los románticos españoles de ideas conservadoras postularon que el Quijote simbolizaba la esencia del carácter nacional, pues fundía catolicismo, vocación de imperio y apego a la tradición. El romanticismo liberal se opuso a esa visión, afirmando que el hidalgo se oponía al fanatismo con su fino criterio moral, su moderación y su templanza. Quizás la verdad se halle a medio camino. Cervantes reivindica una tradición renovada por la sensibilidad. No pretende borrar la gloria del imperio español, pero entiende que su misión es proteger a los más débiles y vulnerables, no esclavizarlos. La crueldad de los duques con Don Quijote y Sancho ofrece una imagen poco complaciente con el paisaje social de la época, pues los aristócratas se comportan como los rufianes que les han apaleado reiteradamente, burlándose de su idealismo. Don Quijote no es un majadero, sino un soñador. Detrás de su aparente locura, hay –con palabras de Jorge Guillén- “un fondo de gran estabilidad intelectual, moral, estética”. En ningún momento, despunta el egoísmo, la vulgaridad, la cobardía, la avaricia o la falta de integridad. El viejo hidalgo castellano es un auténtico caballero, pero el mundo le repudia y le humilla. Si es así, ¿puede afirmarse que representa el carácter nacional? ¿Puede ser el símbolo de un país que lo maltrata, obligándole a rectificar y a condenar sus aventuras desde el lecho de muerte?
Unamuno sostenía que Cervantes fue el padre de Don Quijote, pero ese dato no le parecía demasiado importante, ya que la esencia de cada ser, de cada existir –y los libros viven, existen-, no procede de la sangre paterna, sino de la inspiración materna, verdadera matriz y principal fuente de vida. La madre del Quijote fue el pueblo español del siglo XVI, su conciencia de decadencia, su insoportable sufrimiento en un momento particularmente trágico de su historia. Leo Spitzer no acepta la interpretación del Quijote, según el cual el héroe de Cervantes es la expresión más fiel del “supranacional y perenne carácter nacional español”, caracterizado “por la innata voluntad de alcanzar la inmortalidad a través del sufrimiento: el sufrimiento trágico de la vida de la raza española encarnada en las figuras del casi santo Nuestro Señor Don Quijote de la Mancha y de su evangélico escudero”. Spitzer considera absurdo postular como héroe nacional a “un necio divertido”, un personaje de novela “explícitamente condenado o puesto en entredicho por Cervantes”. Pienso que Spitzer no repara en que Don Quijote no es un héroe como Aquiles o Eneas, sino la conciencia colectiva de un fracaso. La crisis decisiva del imperio español se produce entre 1598 y 1620. Las dos partes del Quijote se publican en 1605 y 1615. Pierre Vilar cita al médico Cristóbal Pérez de Herrera para demostrar que entre 1599 y 1601 el hambre y la peste bubónica despueblan la España interior, causando infinidad de muertes: “el hambre sube de Andalucía, la peste baja de Castilla”. Los pobres mueren porque están “desprovistos de todos los medios de vida”. Los supervivientes emigran a las ciudades; el campo se queda vacío. En 1601, la situación se agrava porque la plata de las Indias comienza a escasear. La expulsión de los moriscos provoca que Valencia pierda un tercio de sus habitantes. La medida –populista, innecesaria, inmoral- perjudica a la economía, pues los labradores ricos y los burgueses asumirán los tributos de los expulsados y el déficit público se disparará. Los más bravos se echan al monte, huyendo del hambre y los atropellos. El bandolerismo se extiende por la costa Mediterránea, adquiriendo una presencia abrumadora en Barcelona.
Mientras tanto, los nobles se dedican a organizar fiestas y cacerías, sin pensar en el futuro. “Se gasta, se importa, se presta dinero a interés, pero se produce poco –apunta Pierre Vilar-. Hacia 1600, el feudalismo entra en agonía sin que exista nada a punto para reemplazarle. Y este drama durará. Dura todavía, y por eso Don Quijote sigue siendo un símbolo”. En una España miserable y desigual, se exalta el honor, la amistad, la patria, el heroísmo, la justicia, la generosidad. Puede decirse que de alguna manera España elige fracasar, pues rechaza el espíritu del incipiente capitalismo: laboriosidad, ahorro, inversión, planificación, austeridad. Esa actitud continúa viva en la época de Unamuno. Por tanto, no es disparatado afirmar que Don Quijote encarna el sentimiento nacional. La conciencia del fracaso no promueve la adopción de nuevos valores, sino la exacerbación de los viejos principios del orden feudal. Si Cervantes pretendía que Alonso Quijano resultara ridículo, fracasó, pues el quijotismo ha pasado a la posteridad como ejemplo de nobleza. Don Quijote roza lo sublime; Alonso Quijano, en cambio, sólo es un pobre y melancólico hidalgo. Su existencia anodina es mucho más patética que sus floridas ensoñaciones.
Cervantes no se atrevió a matar a Sancho porque la novela trascendió su propia voluntad y rescató al escudero de un final que habría significado un amargo ataque contra el idealismo de Don Quijote. Unamuno especula que Sancho no murió, que cualquier día se echará a los caminos para “hacer triunfar de una vez el quijotismo sobre la tierra. Porque no nos quepa duda de que es Sancho, Sancho el bueno, Sancho el discreto, Sancho el sencillo; que es Sancho el que se volvió loco junto al lecho en que su amo se moría de cuerdo; que es Sancho, digo, el encargado por Dios para asentar definitivamente el quijotismo sobre la tierra. Así lo espero y deseo, y en ello y en Dios confío”. Ramiro de Maeztu consideraba que Don Quijote era un héroe decadente, pues nunca ignoró que se medía con gigantes y nunca podría salir victorioso. “Tomar los molinos por gigantes no es meramente una alucinación, sino un pecado”. Quizá en ese pecado está la esencia del carácter español. Tal vez Unamuno, reacio a la modernidad (“¡Qué inventen ellos!”), es el último autor español que vivió conforme a la ética del fracaso, un ideal donde la dicha personal se inmola en el altar de lo trágico y estéril, con la certeza atormentada de hacer lo correcto.