'Esta tierra es mía', de Jean Renoir: cine contra la barbarie
La película de Jean Renoir, una joya de 1943, nos dice mucho sobre el ascenso de Donald Trump en Estados Unidos y de Jordan Bardella en Francia.
Las perspectivas de éxito electoral de Donald Trump, candidato del Partido Republicano a la presidencia de Estados Unidos, y de Jordan Bardella, candidato de la ultraderecha francesa al cargo de primer ministro de Francia, situaría al mundo en una encrucijada similar a la de las primeras décadas del pasado siglo XX, cuando el populismo nacionalista aprovechó las urnas para hacerse con el poder y destruir la democracia desde dentro.
En nuestros días, las ideas antidemocráticas cada vez circulan con más fluidez, logrando apoyos masivos. Se demandan líderes autoritarios capaces de adoptar decisiones al margen de los parlamentos, se antepone la seguridad a la libertad, se contempla con hostilidad al extranjero, se desconfía de la diversidad y el pluralismo, se exalta el proyecto de una comunidad homogénea basada en valores tradicionales.
La nueva derecha, muy alejada del razonable conservadurismo de Raymond Aron, Tocqueville o Isaiah Berlin, ha resucitado la dialéctica del amigo/enemigo del jurista nazi Carl Schmitt, según la cual la identidad de una nación se forja por su oposición a otras culturas e ideologías.
En el presente, pervive la beligerancia contra el liberalismo y la socialdemocracia, pero esta vez el odio no se dirige al judío, sino al inmigrante, principalmente al musulmán, al que se describe como el Caballo de Troya del Gran Reemplazo. El ultraliberalismo no es una versión actualizada del liberalismo, una corriente fructífera que parte de John Locke, Immanuel Kant, Bentham y Stuart Mill, sino mero darwinismo social, una ideología inhumana que sirvió de fundamento a la biopolítica nazi.
En este momento de incertidumbre, el cine puede ser una excelente herramienta pedagógica. La propaganda y el arte no suelen hace buenas migas, pero a veces acontecen milagros como Esta tierra es mía, una verdadera joya de Jean Renoir que llegó a las pantallas en 1943, una fecha en la que aún se ignoraba si sería posible derrotar a las potencias del Eje.
El fascismo del siglo XXI ya no utiliza botas y correajes. Prefiere enardecer a las masas desde las redes sociales
Al igual que Casablanca, el filme de Renoir logra conectar una historia de amor con un mensaje político. No solo no se estorban, sino que adquieren mayor profundidad dramática al conjuntarse armónicamente. Albert Lory (Charles Laughton) es un maestro de escuela que vive con su madre. Tímido, inseguro y poco atractivo, ama en secreto a su colega Louise Martin (Maureen O’Hara), una joven y bella profesora comprometida con el empresario Charles Lambert (George Sanders). Lory convive con su madre Emma (Una O’Connor), que le cuida y le protege como si fuera un niño. No se trata de un afecto desinteresado. Emma es posesiva y celosa. Sabe que su hijo está enamorado de Louise y no desperdicia la ocasión de atacarla.
Louise ignora que Albert sueña con ella. La posibilidad de un idilio ni siquiera asoma por su cabeza. El contraste entre los dos no puede ser más acusado. Ella es joven, hermosa y valiente, y Lory, poco agraciado, pusilánime y hace tiempo que rebasó los cuarenta. Paul (Kent Smith), el hermano de Louise, trabaja en el ferrocarril y, aparentemente, mantiene una relación muy cordial con el invasor alemán, pero en realidad se dedica a realizar arriesgadas acciones de sabotaje.
El mayor Erich von Keller (Walter Slezak) está al mando de las tropas ocupantes y utiliza indistintamente la violencia y la manipulación para someter a la ciudad, cuyo nombre se omite. Solo sabemos que se halla en un lugar de Europa Central y que en su plaza principal se levanta un estatua a los soldados caídos durante la Primera Guerra Mundial.
El alcalde, Henry Manville (Thurston Hall), lejos de representar con dignidad a sus conciudadanos, solo se preocupa de conservar sus privilegios. Por el contrario, el profesor Sorel (Philip Merivale), director de la escuela local, colabora con la resistencia. Escribe pasquines que incitan a resistir al invasor y dirige un periódico clandestino, donde publica artículos impregnados de coraje y sabiduría.
Henry Manville encarna muy bien la hipocresía de esa burguesía que pacta con el fascismo por oportunismo o por miedo a perder los bienes acumulados, muchas veces de forma fraudulenta o poco ética. Es esa derecha que apoyó a Hitler, pensando que serviría de freno a los vientos revolucionarios y que se pliega a las consignas autoritarias por cálculo electoral.
Manville parece moderado, pero solo es una fachada concebida para disfrutar de respetabilidad. En realidad, carece de principios y no le quita el sueño que sus conciudadanos sufran la arbitrariedad del ocupante. Charles Lambert es muy parecido. Su única inquietud es ganar dinero, explotando a sus empleados. Simpatiza con el nazismo porque ha suprimido los sindicatos y no tolera huelgas. Desde su punto de vista, los trabajadores solo son mercancías. Los Manville y los Lambert no han desaparecido. Su capacidad de adaptación y su egoísmo garantiza su pervivencia.
El mayor von Keller no es hipócrita, pero sí astuto. Cultiva la seducción y la elocuencia. Ha leído a Shakespeare y Tácito. Intenta ganarse el apoyo de los ciudadanos con promesas de seguridad y sueños de grandeza. Su autoritarismo se disfraza de paternalismo. Asegura que solo quiere acabar con la anarquía y la indisciplina, enemigas de la prosperidad. Una sociedad solo funciona bien cuando acepta ser gobernada con mano de hierro. Sabe que no es posible sin controlar todos los aspectos de la vida. Por eso, sus espías lo mantienen informado de todo lo que sucede. La intimidad es subversiva. En un Estado totalitario, nada es absolutamente privado. Solo el poder es opaco. Al no estar sometido al control de la prensa, los jueces o las urnas, no tiene por qué informar de sus actos. El secreto es una sus bazas esenciales. Desde su punto de vista, la transparencia solo es una forma de debilidad.
Aunque supuestamente vivimos en sociedades democráticas, el secreto de Estado no ha desparecido y los que se atreven a violarlo, como Julian Assange, suelen correr un amargo destino.
¿Constituye una hipérbole comparar al mayor von Keller con el ascenso de Donald Trump y Jordan Bardella? La historia nunca se repite milimétricamente. El fascismo del siglo XXI ya no utiliza botas y correajes. Prefiere enardecer a las masas desde las redes sociales, instigándolas a asaltar el Capitolio, o elaborar programas que cuestionan el derecho a la ciudadanía de los nativos con progenitores extranjeros. A veces no es tan sutil y, directamente, preconiza deportaciones masivas, construye cárceles gigantescas, levanta fronteras erizadas de alambradas o privatiza los servicios sociales. Siempre utiliza los mismos argumentos para justificar esas iniciativas: la seguridad es preferible a la libertad, la diversidad destruye la cohesión social, la solidaridad propicia la molicie. El igualitarismo democrático impide el progreso y conduce a la mediocridad.
El profesor Sorel encarna las virtudes cívicas y democráticas de las sociedades libres. No hace demagogia, sino pedagogía. Educa a los más jóvenes para convertirlos en ciudadanos. Reflexivo, templado y humano, no afea la conducta del profesor Lory cuando tiembla de miedo bajo las bombas aliadas, suscitando las burlas de los alumnos. Solo le dice que los niños y los adolescentes necesitan ejemplos. La ejemplaridad es el mejor método pedagógico. Lory adquirirá el valor que le falta gracias al amor que profesa por Louise y a la valerosa conducta del profesor Sorel. Incapaz de declararse durante la conversación que mantienen poco después de una cena frustrada por los alemanes, paradójicamente se sincerará en público, aprovechando el juicio en que se le acusa de haber asesinado a Lambert. En realidad, el empresario se ha suicidado tras delatar a Paul a los nazis y provocar su muerte.
Todas las vacilaciones y temores de Lory se disuelven cuando contempla desde su celda la ejecución del profesor Sorel, que le saluda con la mano poco antes de caer fulminado por las balas del pelotón. Desde la tribuna de acusados, Albert exaltará el sabotaje, a pesar de las represalias que conlleva, y denunciará el carácter corruptor de la ocupación.
El fascismo no solo oprime. Además, degrada y envilece. Liberado por un jurado que se ha conmovido con su discurso, volverá ser detenido por los nazis, pero antes tendrá tiempo de declararse a Louise, besarla apasionadamente y leer a sus alumnos varios artículos de la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano. Ya no tiene miedo. Sabe que va a morir y lo acepta serenamente. Su conciencia está satisfecha, pues ha realizado lo que el profesor Sorel le recomendó: ser un ejemplo para los más jóvenes.
Cuando escribo estas líneas, los periódicos comunican que la ultraderecha ha vencido en la primera vuelta de las elecciones francesas. Francia es una pieza esencial en la Unión Europea. Si reedita el gobierno infame de Vichy, la democracia se tambaleará en todo el continente. Italia y Hungría ya están en manos de la ultraderecha y una victoria de Donald Trump, un mentiroso patológico y un delincuente convicto, solo reforzará el giro mundial hacia el autoritarismo que se está produciendo desde hace una década.
Volver a ver Esta tierra es mía no cambiará el rumbo de la historia, pero sí nos recordará que el respeto a la dignidad del ser humano solo se hace efectivo en una sociedad libre, tolerante y plural. Aún estamos a tiempo de impedir que eclosione de nuevo el huevo de la serpiente.