'The Siege of Paris', el fin de la dinastía carolingia
La segunda expansión de Assassin’s Creed Valhalla nos lleva a Francia para mediar en uno de los asedios más famosos de la época, entre la peste y los humores de Carlos III el Gordo
En noviembre del año 885, los daneses Siegfried y Sinric navegaron por el Sena hasta la ciudad de París con la mayor fuerza jamás reunida por los vikingos. Según el monje neustriano Abbo Cernuus, lo hicieron con un total de 700 barcos y 40.000 hombres con el objetivo de extorsionar al rey Carlos III el Gordo o, en su defecto, saquear la ciudad. El rey, que por aquel entonces gobernaba buena parte de Alemania e Italia, se negó, pero lejos de acudir en ayuda del conde Odón, guardián de la ciudad, dejó a los parisinos solos en el embate contra los invasores. El conde apenas contaba por entonces con 200 hombres de armas, pero se replegó a la Île de la Cité y reforzó los puentes que cruzaban el río de tal manera que bloqueó el paso a los drakkars vikingos. Con la ayuda de Gozlin, obispo-guerrero de París, Odón planeó una defensa heroica de la ciudad contra una fuerza abrumadora mientras esperaba obtener el favor de un rey completamente indolente.
The Siege of Paris condensa los principales episodios del asedio real, que duró casi un año entero, en unos pocos días o semanas, en esa miasma temporal tan útil de la que se sirve el juego para mantener el brío narrativo mientras encaja los referentes históricos de los que hay documentación. Los principales personajes de la gesta ocupan un lugar destacado: Siegfried, Carlos el Gordo, Odón y Gozlin, todos con una caracterización oscura y compleja, consumidos por el sentido del deber en el mejor de los casos o por los demonios de la enfermedad mental, la venganza o el fanatismo en el peor. Es una concepción de la guerra como una empresa malsana, con las tierras desoladas por la industria armamentística y la acumulación de cadáveres provocando una plaga de ratas en los suburbios y en las alcantarillas. París es una ciudad muy alejada de la esplendorosa arquitectura ilustrada de Assassin’s Creed Unity (2014), quedándose aquí más bien en un poblacho desvencijado aunque, eso sí, protegido por unas sólidas murallas de silicato.
El rey Carlos el Gordo es el meollo de la historia, un antagonista traumatizado por una infancia tortuosa y cuyas acciones resultan inexplicables para todos los que le rodean, aliados y enemigos a partes iguales. La relación que mantiene con la reina Richardis, a la que llegó a condenar a una ordalía de fuego, es sumamente compleja y permite vislumbrar con más claridad su atribulada psique. Richardis, que fue elevada a los altares en el siglo XI, aparece como una auténtica de santa de paciencia infinita, que establece una relación inopinada con Eivor que consigue superar el escepticismo inicial de la protagonista y ganarse su sincero respeto. En el lado opuesto, los obispos Gozlin y Engelwin encarnan un fanatismo brutal que se antoja herético, incluso teniendo en cuenta las salvajadas de la época. Las misiones de infiltración, que hacen su retorno a la franquicia, ofrecen múltiples opciones para llegar al objetivo y resultan un puzle interesante, pero podrían haber profundizado más en sus intenciones.
El principal problema que tiene la expansión, sin lugar a dudas, es la profunda decepción que causa el asedio que le da nombre. Durante gran parte de la trama, Eivor hace todo lo posible para llegar a un acuerdo que impida el derramamiento de sangre, pero las traiciones de unos y otros hacen de la paz una quimera imposible, y cuando por fin se decide a impulsar el asalto a la ciudad, este decepciona profundamente. Hay asedios mucho más espectaculares y masivos en el juego base, como el que tiene lugar en Portcester para salvar a Sigurd de las garras de Fulke. En ningún momento de la batalla de París se ven las enormes máquinas de asedio, las balistas o las catapultas. Se hacen menciones y se ven algunos de sus efectos, pero da la sensación de que el equipo desarrollador no ha contado con el presupuesto suficiente como para hacer justicia a la premisa, por lo que en vez de resultar en la batalla más épica del juego, parece una escaramuza de nivel medio. Además, el aspecto técnico tampoco está a la altura, y a pesar de haberlo jugado en un PlayStation 5 en modo 60 frames por segundo, los tirones durante el asalto han sido una constante. Los desarrollos durante la pandemia están siendo complicados, aunque también es importante resaltar que el peso de esta expansión ha recaído en los estudios que Ubisoft tiene en Filipinas y en Singapur, este último aquejado por múltiples problemas de liderazgo y el desarrollo imposible, completamente empantanado, de Skull and Bones. A pesar de lo bien llevada que está la trama y el retorno de las misiones de infiltración, con múltiples opciones y una naturaleza más abierta, el anticlímax que supone el asedio en sí es una sombra que enturbia esta segunda expansión de un juego soberbio. Ubisoft ya ha asegurado que tendremos un segundo año de contenido y ha dejado caer que volverán su atención a la faceta mitológica del juego, con Muspelheim en el horizonte. Veremos si es suficiente para mantener el interés de la audiencia después de un viaje de más de un centenar de horas.