La muerte, qué asco
Al poco de empezar a ver los vídeos de Bill Viola para Tristán, me acordé —¡Dios me perdone!— de Jesús Franco, el hermano gamberro de la familia Franco Manera. Al tío Jess le daba risa el cine trascendental e ideologizado que se hacía en España en los años ochenta, cuando Pilar Miró. Y le sacaba de quicio, sobre todo, lo que él llamaba «la técnica del paleto lento», entonces en boga. Muchos os acordaréis. Estepa castellana, plano muy abierto, allá en el quinto pino, apenas una motita en la pantalla, se distingue a un labrador con boina, quizá con azadón al hombro, que se encamina a buen paso hacia el espectador. Pasa el tiempo, el campesino se va acercando, no sucede ninguna otra cosa, cámara impertérrita. Cuando llega a primer término, le vemos al campesino la cara arrugada. Corten. No hemos hecho mucho, ¡pero ya tengo 10 minutos de película, de los 80 que dura! Bueno, esta es la caricatura, porque esta misma idea puede dar lugar a planos sublimes, como el de David Lean en Lawrence de Arabia: Omar Shariff, beduino lento, mitad hombre mitad espejismo, vestido de negro impoluto, galopando en camello hacia cámara, desde la nada hasta el pozo aquel.
[caption id="attachment_257" width="450"] Montaje de Tristan e Isolda de Peter Sellars[/caption]
En su vídeo-escenografía para Tristán, Bill Viola hace cinco o seis “paletos lentos”, pero no creo que el Tío Jess se enfadara al verlos, porque los de Viola no son planos pedantes. Son planos planos, sin presunta profundidad, perfectos en su visualidad nítida, cargados de simbología, pero ingrávidos, lo que se agradece en esta historia de pesos, honduras abisales, lealtades heroicas y amores mole. Genial, Viola. En la pantalla, Tristán e Isolda se pasan toda la ópera cruzando la interfaz aire/agua en inmersiones, chapuzones y abluciones hiperlentas. A la vez, sobre el escenario, lo que se cruzan son los diferentes filtros y ungüentos: el de amor, el de salud, el de muerte, el de resurrección, el de sufrimiento eterno... En realidad, sobre el escenario, ocurrir no ocurre casi nada. Una tarimita, todo negro, todos de negro, la mínima intervención posible, apenas un semi-stage, lo justo para que pueda haber cantantes que canten desde la boca del escenario. Es lo propio, porque el verdadero escenario estas vez es la pantalla de vídeo. Pero aun ese poquito hay que hacerlo bien y con cuidado. El diseño de entradas, salidas, presencias y movimientos lleva el sello de Peter Sellars, pero la realización de todo ello quedó descuidada. Hasta el punto, por ejemplo, de que Kurwenall, Jukka Rasilainen, se pasó toda su gran escena marcando con ambos brazos el cuatro por cuatro. Solfear con el cuerpo es el mayor pecado que puede cometer un cantante en escena. Nadie le corrigió. Después del tratado de dirección de escena que Sellars dio en The Indian Queen, en este otro montaje ha estado ausente.
La enorme exigencia que Wagner establece para las voces produce a veces la impresión —falsa— de que todo se reduce a si el cantante da la talla o no la da, si la orquesta lo tapa o no lo tapa, y la crónica se vuelve telegráfica: soprano abundante, tenor escaso, orquesta excesiva. Violeta Urmana, Robert Dean Smith y Marc Piollet. La cosa es más compleja y en esta ocasión hubo que dar gracias al bajo Franz-Josef Selig, el Rey Merke, por romper el círculo de las cantidades y abrirse a las calidades y los matices.
Tristán, fascinante siempre. También cargante en su glorificación de la muerte, en la que Wagner se regodea durante al menos tres de las cuatro horas que dura. Un amor enorme, montañoso, que no culmina en orgasmo, sino en destrucción mutua y olvido eterno. Horas y horas cantando en el borde del nirvana, entre la luz y la noche, la luz (o sea, la vida) presentada siempre como el gran engaño, la noche (o sea la muerte), glorificada por honesta, reparadora y sugerente. Viva la muerte, gritan los lejías. Qué horror. Hubo una época en que me fascinaba el muero porque no muero de los místicos, pero ahora estoy más bien con Cervantes. Espantable y fea, le parece a él la muerte. A mí, una hija de puta integral, cabrona con pintas. Lo que me reconcilia con Wagner y con Tristán es la música. Por cada piropo a la muerte del texto, hay una frase luminosa en la música. Por cada metáfora negra, cerrada en su necrofilia, suena un cadencia abierta, maravillosamente inconclusa, que nos invita a seguir oyendo, a seguir viviendo.